jueves. 28.03.2024

Nostalgias de la Curia

La insaciable Curia hispánica debería conformarse con el favorable trato recibido del gobierno de Rajoy, católico, pero presuntamente corrompido.

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Yerran sus eminencias reverendísimas al atribuir la decreciente fe de los españoles a esos fenómenos sociales, que son propios de las abiertas y complejas sociedades modernas, donde las personas, tras largos siglos de sometimiento al poder temporal y eclesiástico, pueden aspirar a vivir como seres autónomos y auténticos

La Conferencia Episcopal solicita que la administración de justicia castigue el “meterse con las convicciones religiosas” (católicas), pues las considera un derecho fundamental que se transgrede con la libertad de expresión.

Con las posibles interpretaciones que puedan merecer unos términos tan laxos como “meterse con las convicciones religiosas”, los diligentes obispos se suman a la lógica de la justicia preventiva de la ley mordaza, tan propia de un gobierno autoritario y, por ende, confesional, que recomienda la autocensura como virtud ciudadana.

La insaciable Curia hispánica debería conformarse con el favorable trato recibido del gobierno de Rajoy, católico, pero presuntamente corrompido -“errare humanum est, et quoque “forrare” ipsum”-, que ha atendido sus reclamaciones políticas (eso es la asignatura de religión), superado, en tiempo de crisis, las dádivas económicas de Zapatero, ratificado las exenciones fiscales y facilitado la inmatriculación de propiedades a su nombre. Pero no por ello cejan los obispos en su propósito de reevangelizar España (que no al Gobierno, que bien lo necesita), devenida tierra de misión por la doctrina pontificia de Karol Woijtila, que desconocemos si se mantiene vigente, teniendo en cuenta los nuevos aires que soplan en la plaza de San Pedro.  

Monseñor Ratzinger, antaño celoso guardián del dogma desde su cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que sucedió a Juan Pablo II como Benedicto XVI y hoy Papa emérito, consideró que España era un laboratorio del laicismo en Europa, por lo cual se propuso resistir la avasalladora ola de secularización fundando un nuevo dicasterio (organismo especializado) destinado a combatir, con al aplauso de la Curia hispana, la ponzoñosa influencia del laicismo, del relativismo, del feminismo y las políticas de género (cherchez la femme, per saecula saeculorum).

Pero yerran sus eminencias reverendísimas al atribuir la decreciente fe de los españoles a esos fenómenos sociales, que son propios de las abiertas y complejas sociedades modernas, donde las personas, tras largos siglos de sometimiento al poder temporal y eclesiástico, pueden aspirar a vivir como seres autónomos y auténticos, aunque no lo consigan del todo. Deberían mirar más cerca, hacia dentro de la propia institución, cuyo abstruso discurso es cada día menos útil para orientar la vida de los creyentes en el mundo actual, y deberían mirarse también a sí mismos, cuyas formas de vida desmienten la humildad y la sencillez que brotan del mensaje evangélico, y cuyas funciones están más atentas a las componendas con el poder político que a la labor pastoral con las ovejas presuntamente descarriadas y además desatendidas.

Si sus eminencias prestaran más atención a los asuntos verdaderamente humanos, dejarían de considerar perversiones, que merecen condena, o incluso enfermedades lo que son, sobre todo, problemas sociales, y podrían percibir el sufrimiento que hay detrás de la decisión de poner fin a un matrimonio infeliz o a un embarazo, a la percepción de un cuerpo no percibido como propio, a no ser tenido como una “persona normal” a causa de la orientación sexual o al deseo de llevar una vida al margen del modelo patriarcal sin sentirse culpable. Y, naturalmente, podrían percibir el enorme sufrimiento, que puede degenerar en traumas síquicos durante años, que existe detrás de los abusos con niños perpetrados por sacerdotes -eso sí que es perversión-, con el doble agravante de que, por un lado, se realizan utilizando la autoridad moral que ostentan los clérigos y, por otro, de que se perpetra con menores entregados a su educación y custodia, sin que en este caso se tenga en cuenta “la libertad de los padres”, que la Curia aduce belicosamente cuando trata de obtener fondos públicos para colegios confesionales y de imponer como materia docente el dogma católico. Respecto a la asignatura de religión, los padres pueden y deben elegir, y la Curia les insta a ello, pero respecto a forzar la voluntad de sus hijos con unas relaciones sexuales no deseadas ni consentidas, no sólo no existe elección paterna, sino que es mejor que los padres de los afectados no sepan que sus vástagos son víctimas de un delito perpetrado por sus presuntos custodios y educadores, protegidos, además, por sus superiores.

Lo que, junto con el maltrato infantil y el trabajo degradante en hospicios e internados, aparece fuera de España como una extendida plaga en el seno de la Iglesia católica, aquí se va desvelando lentamente pese a la obstrucción de la Curia, por lo cual no deja de sorprender una reciente instrucción del Vaticano afirmando que los obispos no están obligados a denunciar ante la ley a los sospechosos de pederastia, tarea que debe quedar para familiares y conocidos de las víctimas, con lo cual, de cara a la sociedad, los obispos quedan como protectores de una perversión consentida.

Paradójica situación, por la que los obispos, que son muy exigentes para cumplir el Concordato (y, si es posible, ir más allá), se consideran exentos de cumplir las leyes civiles del Estado que les mantiene. Pero aún va más lejos la petición de la Conferencia Episcopal para que las leyes del Estado castiguen las opiniones que pudieran “meterse con las convicciones religiosas”, pues se trata, por un lado, de imponer silencio sobre los excesos de los funcionarios eclesiásticos y, por otro, de que el Estado se constituya en celador de la hipócrita moral de la Curia.

Se percibe en todo ello la nostalgia del franquismo, cuando la Iglesia era uno de los más firmes baluartes de la dictadura, y el dictador fungía como el celoso defensor (militar) de los planes de la Iglesia. 

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