En España tenemos el arcaísmo a flor de piel, pues basta rascar un poco en la epidermis de cualquier paisano para que salga a la luz un cruzado de la fe que trata de imponer a los demás ciudadanos los criterios más rancios de la moral católica, incluso en un terreno tan alejado de la defensa de la religión como es el ámbito mercantil.
El de un farmacéutico de Sevilla, que se ha negado a vender preservativos y la píldora postcoital en su establecimiento, no es el primer caso, ni el segundo ni el último en los siglos venideros, en que un boticario, que se ve ungido como un cura con bata blanca, confunde la farmacia con el confesionario y la venta de específicos con la dirección espiritual de los clientes.
La actitud del pseudocura fue denunciada y la Junta de Andalucía le impuso una multa de 3.000 euros, que el boticario recurrió. Y hete aquí que el Tribunal Constitucional le ha dado la razón al reconocer su derecho a la objeción de conciencia por negarse a vender la pastilla, derecho, que el ponente de la sentencia, el magistrado Andrés Ollero, diputado del PP en varias legislaturas y miembro del Opus Dei, reprocha a sus compañeros del Tribunal no haber extendido a la venta de preservativos. Con un insólito argumento recrimina a sus colegas haberse convertido en “directores espirituales de los ciudadanos, aleccionándoles sobre qué exigencias de su conciencia gozan de la protección de un derecho fundamental y cuales han de verse descartadas por tratarse de retorcidos escrúpulos”. Es decir, que, los escrúpulos de sus compañeros son retorcidos, pero los suyos, no lo son, pero, en definitiva, lo que interesa es que la protección de un derecho fundamental depende del criterio de los obispos, defendido por el celo de un boticario beato, ratificado por la fe de los magistrados del Tribunal Constitucional.
La sentencia es aún más chocante si se examina el contexto en que el caso se ha producido, que no es la España del siglo XVII, aunque lo parezca -unidos credo y gremio-, sino la España del siglo XXI, donde, en teoría, impera la libertad de mercado y rigen los principios neoliberales defendidos a machamartillo por el Gobierno del señor Rajoy. Por lo tanto, desde la lógica estrictamente mercantil, una farmacia se debe a sus clientes, a los que debe vender todos los productos que permite el extensísimo catálogo de específicos y mercancías que autoriza el Colegio, sin que deba prevalecer la opinión moral del boticario sobre el uso de los mismos. Pero se da el caso de que una farmacia no es un negocio cualquiera, sino que está sometido a una reglamentación que, para evitar la competencia, impide la proliferación de despachos y regula horarios y jornadas de apertura. Se trata de un negocio con privilegios de los que carecen otras actividades, de lo cual no se deriva que el farmacéutico deba realizar una labor pastoral sobre los clientes de su territorio, convirtiéndose en un oficioso auxiliar del cura párroco.
Precisamente por disfrutar de una situación privilegiada y contar con clientes territorialmente cautivos, las farmacias no son simples negocios, sino un peculiar servicio público, que no puede quedar al albur del credo religioso de quienes las regentan. Y esa es la condición indispensable para mantenerlas abiertas: el boticario que no esté dispuesto a vender determinados específicos legales, que monte una mercería.
Detrás de todo esto subyace la pretensión de controlar la reproducción y la sexualidad, especialmente en el caso de las mujeres, que es la gran obsesión de los prelados españoles -varones y solteros-, de lo cual se sigue el mandato fundamental de su doctrina: el que la hace, la paga, y la que peca, asume las consecuencias de su falta. Así, la mujer que peca por lujuria debe apechugar con el correspondiente embarazo, con lo cual el boticario, al negar la venta de la píldora postcoital, se convierte en el brazo ejecutor de la Curia para imponer el castigo a las pecadoras.
Lo mismo podría suceder si el talibán boticario se convirtiera en paladín de la templanza y castigara con el mismo rigor los excesos de la gula negándose a vender el providencial bicarbonato que alivia los excesos en las comidas, o alegara objeción de conciencia para privar de las pastillas que quitan el dolor de cabeza a los clientes aquejados de resaca, porque las juergas nocturnas también podrían ser competencia de los boticarios, convertidos en guardianes de las costumbres, como en los países islámicos, que actuarían amparados por el luminoso anuncio de la cruz verde que señala sus establecimientos, que antaño fue el signo de la Inquisición.
El Estado no confesional es uno de los mitos más erosionados de la Transición por la reafirmación de la España ancestral, católica, apostólica, y, según los vientos que soplan desde Roma, cada día menos romana y franciscana. La España, que Menéndez Pelayo definía como martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…y ahora castigo de mujeres.
Concluía don Marcelino con esta frase: Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad… no tenemos otra. Y me temo que no, por los siglos de los siglos.