jueves. 25.04.2024

Andrea puede descansar

La cordura se ha impuesto por el tesón de los padres al reclamar los derechos reconocidos en la Ley de Autonomía del Paciente.

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Por fin, Andrea Lago podrá descansar. La constancia de los padres para aliviar su innecesario sufrimiento recorriendo las instituciones para hacer valer sus derechos, ha dado sus frutos: el equipo médico que atiende a la niña ha accedido a aplicarle los cuidados paliativos necesarios para facilitar su muerte.

Esto es lo importante, que un ser humano deje de sufrir inútilmente, y con ello sus padres también dejarán de hacerlo. Pero el caso, llamémoslo así, tiene otras enseñanzas, porque es paradigmático de este país, de la herrumbre que se oculta bajo la capa de barniz modernizante y democrático.

La cordura se ha impuesto por el tesón de los padres al reclamar los derechos reconocidos en la Ley de Autonomía del Paciente (Ley 41/2002) y en la reciente ley gallega sobre el derecho a morir dignamente, gracias también al apoyo del comité de ética del hospital, a la decisión del juez, que ha hecho examinar a la niña por un forense, al cese de la Consejera de Sanidad de la Xunta de Galicia, que respaldaba a los médicos, y, no hay que olvidarlo, al consiguiente eco del caso suscitado en la prensa -¡el qué dirán!-, todo lo cual ha llevado al equipo médico a aceptar lo inevitable y razonable, que es retirar los artificios que mantenían con vida a una niña con un 93% de incapacidad, y sedarla, esperando que la naturaleza decida el momento de su muerte.

En este asunto, antes que el respeto a los derechos de la paciente, inerme por su estado, a la sensatez, a la racionalidad de la ciencia y, en último caso, a los valores de la solidaridad, de la humana compasión o de la misericordia cristiana, ha prevalecido el principio de autoridad del equipo médico. Se ha  impuesto el viejo sentido de la jerarquía, tan presente en algunos estamentos profesionales, que coloca en distinto nivel al enfermo, que es también contribuyente, y a los médicos, los cuales han usado su saber cómo si fuera un poder para imponer su visión del caso sobre la voluntad de los padres. Según esta antigua presunción, el médico se siente todavía señor de la vida de sus pacientes; no es una ayuda para el enfermo en el momento más dramático de su vida, que es cuando se dispone a dejar este mundo, sino que es sobre todo una autoridad usurpando el lugar del paciente. Se muere cuando lo decide la autoridad y punto final. Con lo cual volvemos a topar con el tema sempiterno de la debilidad de los derechos de los ciudadanos, de los usuarios y de los consumidores.  
Pero, en este caso, hay otro ingrediente digno de sonrojo, que es la presencia de tópicos y prejuicios para justificar el encarnizamiento terapéutico.

Cuando los padres solicitaron el uso de morfina para tranquilizar a una niña que vomitaba sangre y se retorcía de dolor, la contestación de los profesionales fue que si querían convertir a la niña en una yonqui. ¿Y qué, si así sucedía y precisaba dosis de morfina durante unos días? ¿Acaso es mejor sufrir inútilmente para evitar unas horas o unos días de dependencia de un opiáceo? ¿Acaso es mejor morir rabiando de dolor hasta que los médicos lo estimen conveniente? 

Detrás de esta actitud tan inhumana se halla la aberrante idea de que dolor redime y purifica, que llevó, en su día, a la Iglesia a rechazar la anestesia y el alivio en los dolores del parto, porque parecían incompatibles con la concepción del mundo como un valle de lágrimas y de que hemos nacido para sufrir y purgar por un pecado imaginario, cometido hace miles de años por unos homínidos, llamados Adan y Eva, que vivieron en un edénico jardín en Mesopotamia. 

En esta época, cuando se alardea tanto de patriotismo, sería conveniente que muchos ciudadanos, incluidos bastantes de los que gobiernan, consideraran cuál es su verdadera patria, si es España o es el Vaticano, y sopesaran a quién deben su lealtad, si a las leyes del Estado o a los dogmas de la Curia. Y sería muy bueno para la convivencia que, una vez aclaradas estas cuestiones y decantados por una de las dos opciones, los que se consideraran antes miembros de la Ciudad de Dios que de la Ciudad de los Hombres, por expresarlo en términos agustinianos, abandonaran los cargos y empleos públicos, regidos por normas civiles, y se entregaran de manera privada a la defensa de la fe con el fervor de cruzados, si ese es su deseo, pero emprender o continuar cruzadas desde un empleo público en un Estado que no es confesional, no es de recibo.

Si fuera confesional tampoco sería de recibo, pero eso plantearía la cuestión en un plano muy diferente y llevaría a interrogarse sobre el carácter del Estado, aunque, a lo mejor, y pese a lo que dice la Constitución, quizá fuera necesario empezar por ahí.

Andrea puede descansar