sábado. 20.04.2024

El poder económico como variable política

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Prácticamente en todos los Estados democráticos existe una influencia notable de los poderes económicos. De manera que las personas más ricas tienen un grado de poder y de capacidad de incidencia política mayor que el común de los ciudadanos.

A veces se dice que la mayor grandeza de la democracia es que a la hora de votar cuenta igual el voto de cualquier persona humilde que el de un gran potentado. Lo cual es cierto en términos aritméticos, pero no lo es en términos de capacidad de influencia efectiva. Sobre todo a medida que las sociedades se han visto penetradas por tramas e instancias de diferente tipo desde las que se ejercen múltiples influencias –directas e indirectas– sobre la gestión de los intereses colectivos y sobre la propia conformación de la opinión pública. De hecho, en países como Estados Unidos se ha llegado a una institucionalización de los procedimientos de influencia con la emergencia incluso de la “profesión” de los lobistas, que han proliferado hasta extremos inauditos en lugares estratégicos centrales, como Washington.

De la fracasada intentona de Bloomberg en las elecciones primarias del Partido Demócrata, al menos, nos queda la evidencia de que en esta ocasión tamaña asimetría de riqueza no ha posibilitado que el “mega-millonario” de turno se haya alzado con el triunfo

Como contrapeso a este tipo de situaciones, los teóricos del Estado de Bienestar y de la ciudadanía social ponen su empeño en intentar garantizar a todos los ciudadanos condiciones de vida y bienestar dignas, que permitan enriquecer la ciudadanía política (como derecho a elegir y ser elegido) con la ciudadanía social. Es decir, con la conquista de unas condiciones de vida que garanticen unos mínimos sociales comunes para todos, desde los que ejercer más libremente sus derechos ciudadanos, sin tener que estar “dedicados” obsesivamente a asegurarse los mínimos vitales imprescindibles. En suma, como ya decían los clásicos, “primum vivere deinde philosophari”.

En consecuencia, la mejor garantía para una democracia de ciudadanos verdaderamente iguales en derechos, oportunidades y libertades es que tal igualdad política se encuentre sustentada en unos estándares de equidad e igualdad social y económica garantizada.

La realidad es que, en contraste con estos ideales y aspiraciones, la dinámica de la funcionalidad democrática durante las últimas décadas ha discurrido por caminos bastante diferentes. De forma que cada vez son más los núcleos de interés económico que se organizan para influir en la vida política, bien sea a través de grupos de comunicación social –cada vez más sesgados y agresivos–, bien sea a través de organizaciones ad hoc, o bien “financiando” y “apoyando” directamente a determinados partidos y candidatos.

En Estados Unidos la situación ha llegado a tales extremos que algunos analistas sostienen que se está evolucionando desde un modelo de democracia a otro de plutocracia, y que el poder real actualmente podría medirse en términos monetarios, habiéndose sustituido en la práctica el viejo principio “un hombre, un voto”, por el criterio “un dólar, un voto; muchos dólares, muchos votos”. Entendidos los dólares como “fracciones” de poder efectivo.

La evolución de las tecnologías de la comunicación y de la propaganda ha dado lugar, también, a que las grandes campañas electorales y de comunicación política –y las mismas posibilidades de tener el apoyo de ciertos medios de comunicación social– se hayan hecho extremadamente costosas, de forma que las posibilidades de la competencia política cada vez quedan más vedadas a los ciudadanos que no tienen fortuna, o no cuentan con el apoyo de poderosos.

Esta deriva hacia la economización de la política está dando lugar a transformaciones sustanciales en la naturaleza de los partidos políticos y en la conformación de los medios de comunicación social, con cambios paralelos en la misma manera de “hacer política” y de “entenderla”.

Hace años, en Italia asistimos a una voladura controlada del viejo sistema de partidos políticos, al tiempo que emergían partidos y liderazgos de nuevo cuño. Uno de los casos más singulares fue el de Silvio Berlusconi, uno de los hombres más ricos e influyentes de Italia, que controlaba una poderosa red de medios de comunicación social, a través de la que organizó un “partido-empresa” creado a su imagen y semejanza, con modelos de funcionamiento y de reclutamiento de personal más propios de la vida empresarial que de la política. Al final, la ecuación “poder económico igual a poder político” se cumplió de manera exacta: “el hombre más rico y poderoso de Italia ocupaba directamente el poder político”. Entendiendo este también como un medio para hacerse de mayor riqueza.

El caso de Berlusconi ha sido imitado en diferentes países y en distintos formatos, con ejemplos a veces un tanto chuscos, como el de Jesús Gil y su partido homónimo (G.I.L.), organizado a su imagen y semejanza.

En Estados Unidos hemos tenido bastantes casos de políticos-millonarios, e incluso de verdaderas dinastías políticas, y también de grandes potentados que han apoyado liderazgos rupturistas, como el del actor-Presidente Ronald Reagan y su contrarrevolución “neo-conservadora”, o como el movimiento del “Tea Party”, que tanto debe al patrocinio de los hermanos Charles y David Korch, que acumulan una de las mayores fortunas de Norteamérica. Fortuna que cuando vivían ambos totalizaba más de 90.000 millones de dólares. Lo que les permite regar de cuantiosos recursos a los políticos que les resultaban más propicios, al tiempo que han alentado su conglomerado político “American For Prosperity” (A.F.P).

El caso del archimillonario Donald Trump es también paradigmático de este mestizaje espurio entre el dinero y la política, ejemplificando cómo un prohombre de los negocios puede hacerse con los resortes del poder utilizando su fortuna personal para ganar nominaciones y elecciones a “cualquier precio” (nunca mejor dicho). Todo ello con una ostentación de poder económico que llega a extremos verdaderamente inauditos, incluso con un remedo de avión pre-presidencial, con su nombre escrito en grandes letras, desde el que prácticamente llegaba hasta el mismísimo lugar de los mítines, de una manera que no sabemos si calificar de “super-ostentosa” o de “estentórea”, como decía nuestro ínclito Jesús Gil.

En la estela de Trump y algunos macropoderes subyacentes, uno de los últimos movimientos orientados a conformar una nueva internacional del poderío económico y el ultraderechismo trasnochado es el que está liderando el principal asesor político-electoral de Trump en su operación política primigenia: Steve Bannon, con su plataforma mediático-ideológica The Movement, que está organizando en Italia una especie de Universidad de la extrema derecha en la que se pretende formar líderes, cuadros y expertos en comunicación, desinformación, etc. Universidad y centro operativo instalado en una colina cercana a Roma (a 120 km.), en la vieja cartuja de Trisulti. Universidad-Cartuja y complejo conspiratorio por la que merodean desde los neonazis alemanes del AfD, los ultras franceses de Lepen, el ínclito Salvini y los Abascal de turno, con su estrategia de nuevo asalto al poder. Todo ello ahora debidamente engrasado con el dinero de multimillonarios norteamericanos, con la asesoría de los estrategas en comunicación de la extrema derecha mundial y con el manejo de los Big Data (recuérdese Cambrigde Analitics) y las intoxicaciones en las redes. Intoxicaciones a las que se apuntan también personajes como Putin, con sus extrañas coaliciones internacionales. Todo ello con el trasfondo latente común de intentar hacer naufragar el proyecto de la Unión Europea.

A grandes rasgos, este es el marco general de los poderes subyacentes que intentan competir actualmente en los escenarios internacionales. Escenarios en los que no faltan tampoco otros grandes multimillonarios que intentan “jugar” en otros campos, como se ha visto recientemente con el ex Alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, que ha competido en las primarias del Partido Demócrata, después de haber formado parte antes del Partido Republicano y de haberlo intentado también como candidato independiente.

El caso de figuras como Bloomberg –que ha dedicado 500 millones de dólares de su cuantiosa fortuna personal (de más de 54.000 millones de dólares, según Forbes) a competir con otros candidatos demócratas– es un ejemplo palmario de hasta dónde pueden llegar actualmente las asimetrías en la competencia electoral. ¿Qué puede hacer realmente un ciudadano del común frente a mega-ricos y poderosos de este tenor?

De la fracasada intentona de Bloomberg en las elecciones primarias del Partido Demócrata, al menos, nos queda la evidencia de que en esta ocasión tamaña asimetría de riqueza no ha posibilitado que el “mega-millonario” de turno se haya alzado con el triunfo. Lo cual, en principio, demostraría que el poder del dinero por sí solo no es suficiente como para explicar el triunfo de unos u otros candidatos de diferente tenor social. Aunque, desde luego, habría que verificar qué “otros mega-millonarios” han estado apoyando a unos u otros candidatos. No solo para la presidencia, ni solo en el Partido Demócrata, sino en las propias filas de los republicanos y en los entornos de Trump, que, por cierto, no se corta ni un pelo a la hora de promover –o posibilitar– negocios a la sombra de su Presidencia. Por lo que es harto posible que por ese camino los mega-ricos sean cada vez más ricos y que, por lo tanto, continúen fortaleciendo las bases de su poderío global.

El poder económico como variable política