viernes. 29.03.2024

Con mentalidad de carceleros

En tiempos no tan lejanos, nuestros padres o abuelos vivieron momentos políticos terribles en los que los seres humanos se perseguían unos a otros con instinto asesino y con mentalidad de carceleros.

Después del vendaval de horror que supuso la Primera Guerra Mundial y la crisis económica y laboral que trajo la Gran Depresión, muchas sociedades a las que hasta entonces se tenía por razonablemente civilizadas se lanzaron desenfrenadas por las sendas del odio, la violencia y las dictaduras.

Cuando yo era aún adolescente, me causaban una notable impresión las obras de autores que, después de aquellos acontecimientos, no sabían cómo explicar que sociedades que podían haber elegido la vía de la democracia, la tolerancia y el bienestar se habían lanzado al abismo de las persecuciones cruzadas, los paredones y los campos de concentración. ¡Qué época aquella en la que tantos millones de seres humanos acabaron cosificados y encerrados en masa en campos de concentración! Hasta el punto de que algunos llegaron a considerar tales campos como símbolo de los tiempos.

Algunas veces, a lo largo de mi vida, me he preguntado si ciertas personas con las que me he encontrado, llegado el caso, serían capaces de desempeñar –incluso con gusto– el papel de carceleros o de verdugos en unos “hipotéticos” campos de concentración del futuro. Y la verdad es que a veces la respuesta ha sido afirmativa. Seguro que se prestarían a ello –me he dicho–.

Hay seres tan agresivos, tan enconados y tan amorales (en lo pequeño y en lo grande) que podrían responder perfectamente a las tipologías que nutrieron los aparatos de persecución en períodos inhumanos de la evolución social.

De hecho, en la dinámica política concreta, en democracias como la española no es difícil vislumbrar los rostros –e incluso las intenciones– de quienes no quieren debatir, contrastar o competir pacífica y limpiamente en la arena política e ideológica, sino que lo único que desean es aplastar y perseguir a los que contemplan como enemigos políticos, y no como ciudadanos con derechos, libertades y oportunidades, a los que hay que respetar como genuinos seres humanos.

Las actitudes racistas, xenófobas, intolerantes y denigratorias son el caldo de cultivo en el que anida el pensamiento totalitario, que solo pretende denostar y descalificar al que no forma parte de la misma tribu.

La tendencia a sustituir en el debate los argumentos y los razonamientos por los insultos y los denuestos forma parte de una misma inclinación compulsivo-agresiva, que generalmente acaba desembocando en una cosmovisión totalitaria en la que el adversario político es convertido automáticamente en un enemigo sistémico al que hay que descalificar, insultándole y agrediéndole.

Uno de los problemas –graves– con el que nos estamos topando en las sociedades actuales es que buena parte de los componentes de malestar e inquietud que están surgiendo, en relación, por ejemplo, a la pandemia, a las incertidumbres laborales y económicas y a otros focos de tensión, se tienden a sublimar en forma de proyecciones agresivas. De momento, verbales, e incluso simbólicas; pero no es impensable que a corto plazo también lo sean de forma física. Y ese será —empieza a ser ya— el escenario propicio para que den rienda suelta a sus instintos los nuevos carceleros con todas sus patologías.

Durante los últimos años estamos viendo como la retórica de la persecución ha ido penetrando en los diseños estratégicos de importantes partidos de la derecha, que ya no pretenden únicamente ganar en las urnas a sus adversarios, sino que quieren –si pueden– llevarlos a la cárcel, o a campos de concentración, si se tercia.

Tales inclinaciones se pudieron ver en el peculiar estilo de la anterior campaña electoral de Trump, que terminaba sus mítines coreando al grito de “Hillary a la cárcel”, después de arengar a su audiencia sobre la necesidad de acabar con “aquella delincuente”. Es decir, la candidata a la cárcel y todos los inmigrantes fuera. Expulsados y, en su caso, también internados. Ellos o sus hijos. Como se vio después.

En Brasil hemos tenido un ejemplo paradigmático de cómo “criminalizar”, primero, al partido del Gobierno liderado por Lula, persiguiendo, juzgando y condenando a la ex Presidenta Dilma Rousseff y, luego, al propio líder del Partido de los Trabajadores, con la finalidad de que los Tribunales –ciertos Tribunales politizados y manipulados– y las cárceles impidieran ganar las elecciones a quienes podían hacerlo.

En ambos casos, el resultado han sido gobiernos que no representan el sentir mayoritario de la población, ni respetan la dignidad de las minorías (o no) sociales, raciales y políticas, a las que no se acepta como parte libre, digna y legítima de los conjuntos nacionales.

Estos mismos trasfondos descalificadores, agresivos e inculpadores se han hecho presentes también en las derechas más rancias de España, conformando una línea estratégica erosiva que ya se ensayó –preliminarmente– contra Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, a los que aún intenta perseguir y descalificar. Pero, sobre todo, esta estrategia se lanzó desde el primer momento contra Pedro Sánchez y su gobierno. Al que parece que no se pretende solo ganar legítimamente en las urnas en buena lid, contando votos, como es propio de demócratas honestos. Sino que se les persigue en sí.

Cuando uno repasa la lista de insultos y denuestos que se dedican a Pedro Sánchez y su gobierno, y cuando atiende a los contenidos recurrentes de los dicterios calumniosos de ciertos opinadores y medios de comunicación social, lo único que se constata es una acumulación recurrente de tópicos agresivos e insultantes que solo persiguen descalificar y si es posible imputar. ¿Alguien está contando el número de denuncias que los corifeos de la derecha lanzan al aire y, en su caso, presentan a los Tribunales y a las distintas instancias reprobatorias y punitivas en algún grado y modo?

Y, aunque parezca mentira, hay quien con ardor guerrero digno de mejores causas también pretende llevarme a la cárcel y aniquilarme por completo. No es algo que yo me invente o que exagere, sino que lo dicen y lo escriben los propios propaladores de este despropósito

Algunos de los que se están empeñando con tanto ardor en este propósito en realidad responden a los perfiles a los que yo me refería al principio con el tópico de la “mentalidad del carcelero”.

Se trata de personajes –y monaguillos– que no aspiran a convencer, a persuadir, o a intentar dejar sin argumentos a sus adversarios, como tales. Sino que pretenden aniquilarlos, o encarcelarlos si es factible.

Lógicamente, en tales condiciones es muy difícil celebrar debates serios y de altura, resultando prácticamente imposible que los ciudadanos del común puedan percibir algún rastro de análisis y propuestas cívicas, sino que lo único que pueden captar es ruido, furia y odio.

He de confesar que en el modesto plano –y bastante especializado– de mis colaboraciones con este gobierno desde el CIS me he encontrado con situaciones y comportamientos con los que nunca pensé que me encontraría en el campo de la Sociología.

Y, aunque parezca mentira, hay quien con ardor guerrero digno de mejores causas también pretende llevarme a la cárcel y aniquilarme por completo. No es algo que yo me invente o que exagere, sino que lo dicen y lo escriben los propios propaladores de este despropósito.

De hecho, hasta el momento he sido objeto de tres denuncias –que yo sepa– ante los tribunales, de cinco denuncias ante la Junta Electoral Central y de varios intentos de reprobación en el Parlamento. Aunque tratándose del Parlamento nadie puede negar que esta sea precisamente su función, sin que quepa reclamar otra cosa que alguna sustancia. Es decir, que haya razones concretas para las críticas y que estas no se circunscriban a “repudiar” (?) las ideas o las afiliaciones políticas del interesado. Algo que los que tienen mentalidad de carcelero aún no han logrado –y esperemos que nunca lo logren– que sea considerado como un elemento perseguible per se o repudiable (por motu proprio).

Uno de esos personajes belicosos que se dedica a perseguirme cada vez que se publica una encuesta del CIS, parece como si estuviera movido por una especie de resorte automático que le hace salir públicamente –como el cuco de un reloj al dar las horas– a descalificarme a mí y a los estudios del CIS, sin explicar en concreto por qué lo hace; casi como algunos hacen con los negros o los judíos, por razón en sí (“como ya es sabido” –llegó a decir) cada vez que se publica una encuesta del CIS.

Incluso, parece que este curioso personaje se dedica a preparar y difundir dosieres denigratorios, intentando convencer a otras personas para que escriban artículos, o difundan whatsapp y otros mensajes en las redes, y hasta para que presenten denuncias en los tribunales, con su apoyo, respaldo y bendición (¿de él y los suyos?).

Que existan personajes de este tipo en sociedades como la nuestra no deja de ser un rasgo de pintoresquismo agresivo que no es fácil comprender. Sobre todo, cuando lo que se defiende –presuntamente– no son posturas metodológicas diferentes, sino que se descalifica ab absoluto, incluso motando mi labor al frente del CIS como un acto de prevaricación y no se sabe cuántas cosas más (?).

Sin considerar que, más allá de detalles, los pronósticos electorales del CIS desde que ocupo la Presidencia han acertado en la dirección de los resultados, en alguna ocasión con gran detalle incluso, y en todo caso anticipando que el PSOE, en particular, y la izquierda, en general, ganaba las elecciones y el PP las perdía. Como así ha ocurrido en realidad, en contra de las predicciones de otros personajes y medios que siempre han pronosticado todo lo contrario.

Que a partir de estos hechos algunos se vanaglorien sistemáticamente de sus aciertos (¿o no?) y que intenten incluso criminalizar los del CIS, intentando provocar su descrédito, entra en el terreno del puro delirio. Si además se conspira abiertamente para intentar que se presente una denuncia (otra) contra el Presidente del CIS –¿por qué?– eso es algo que ya no tiene nombre. Y supone una utilización torticera del derecho de denuncia previsto en nuestra Constitución con un propósito querulante.

En el supuesto –humanamente comprensible– de que algún empresario del ramo –o más de uno– sienta preocupación por posibles futuros encargos demoscópicos, o por pérdida de credibilidad de su empresa en comparación con el CIS, parece que la estrategia seguida no es ni la más correcta, ni desde luego la más pertinente e inteligente.

Si sus estudios son buenos y fiables, ¿cómo es que todo el mundo no se da cuenta de ello automáticamente sin recurrir a tanta alaraca? A El Corte Inglés, por ejemplo, nunca se le ocurriría recurrir a publicidad negativa y acusatoria de manera airada contra unos posibles competidores suyos, intentando argumentar sobre “lo malos y feos” que son los productos de la competencia, sino que sencillamente pondría en positivo todo lo bueno que puede hacer y ofrecer.

Por eso, precisamente, hay que entender que no estamos ante intereses comerciales, sino ante una estrategia política acusatoria y denigratoria, que no aspira a que se hagan las cosas mejor o de otra manera, sino que lo único que pretende –de manera obsesiva– es denigrar, descalificar e insultar. Y si le dejasen, lo que posiblemente haría es encarcelar directamente.

En definitiva, en momentos de descontrol y de tanta agresividad a algunos se les ve demasiado el plumero, como le ocurría a aquel peculiar doctor Strangelove de la divertida película de Stanley Kubric que en España se tradujo como “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú”.

Mucho ojo, pues, con los que tienen mentalidad de carcelero y urden estrategias de acoso y de conquista del poder por la vía neo-golpista de los procesos judiciales infamantes, al margen de la lógica de las urnas. Algo a lo que los expertos ya califican como una nueva modalidad de “Golpe de Estado Judicial”.

Como dice ese gran periodista: “Atentos”.

Artículo publicado en Sistema Digital

Con mentalidad de carceleros