En un mundo crecientemente globalizado no es extraño que las campañas electorales de los países que tienen algún peso se vean influidas –tácita o descaradamente– por los intereses y maniobras de aquellas potencias y sectores de interés que tienen vocación de influencia en el orden nacional y/o internacional.
Las últimas elecciones presidenciales norteamericanas constituyen un caso paradigmático de cómo intentan influir en los procesos electorales diferentes núcleos de poder –no solo norteamericanos–, a veces con estrategias bastante tóxicas. Sin importar la legitimidad ni la veracidad de los instrumentos y noticias que se propagan.
En aquellas elecciones las estrategias e iniciativas orientadas a lograr el deterioro de Hillary Clinton fueron de manual. Por un lado, Hillary Clinton se vio sometida a campañas de deterioro constante de su imagen, de su credibilidad personal y técnica (capacidad para gobernar), mediante todo tipo de “falsas noticias” y comentarios denigratorios difundidos por las redes en procesos recurrentes bien alimentados y diseñados. A veces surgidos desde fuera de las fronteras norteamericanas.
Pero no solo se produjeron campañas generales de descrédito de un candidato, sino otras muy específicas entre núcleos de población seleccionados entre sectores sensibles a las cuestiones éticas, especialmente grupos religiosos. En particular, se realizaron campañas orientadas a privar a Hillary Clinton del apoyo de sectores del electorado que tradicionalmente habían sido votantes del Partido Demócrata y con los que los Clinton tenían relaciones especiales. En este caso, el objetivo de los estrategas negativos no fue intentar convencer a los electores afroamericanos para que cambiaran su voto del Partido Demócrata al Republicano, sino sembrar dudas y propiciar estímulos para que se abstuvieran, con argumentos y falsas noticias orientadas a quebrar la confianza en los Clinton, en particular, y en la política, en general. De ahí los componentes de antipolítica que se difundieron entre dichos sectores de población, en el sentido de “todos los blancos son iguales”, “solo miran por sus intereses”, “son egoístas y codiciosos”, “son muy ricos”, “utilizan sus cargos para enriquecerse y poder ayudar y enchufar a sus amiguetes”, “son corruptos”, “todos los políticos son iguales”, “los políticos –¿todos?– son los culpables de nuestros males”, “para qué votar si luego se olvidan de nosotros”, “no sirve de nada votar”…; y así llevar a muchos afroamericanos a no votar, sector de población que podría haber permitido a Hillary Clinton obtener una mayoría más holgada (mayoría que tuvo) suficiente como para privar a Trump de la mayoría de “compromisarios” –aunque no de votos populares– que finalmente obtuvo.
Desde un punto de vista puramente instrumental, no puede negarse que tal estrategia de manipulación de la opinión pública tuvo bastante éxito. Al igual que otras estrategias similares desplegadas en diversos países europeos para promover el liderazgo de personajes que suelen estar cortados por el mismo patrón. Personajes que provocan desazón, conflictos, divisiones y comportamientos colisivos en sus áreas de influencia.
Lo cual explica el surgimiento meteórico en diferentes países de nuevos partidos y líderes políticos de perfil impulsivo-populista que operan con cuantiosos recursos económico-organizativos y una influencia en los medios de comunicación social cuyas raíces financieras son un tanto oscuras.
Y todo esto sucede mientras que otros sectores se ven sometidos a fuertes campañas de intoxicación y de presentación sesgada de los hechos, con la intención de promover una descalificación y un rechazo total a la política, y a los políticos (¿a todos?).
El fomento de climas de antipolítica, de división y de desafección entre los electorados progresistas persigue que no participen en las elecciones, desgastando los sistemas políticos en una dirección predeterminada y con unos efectos erosivos para la credibilidad y la misma funcionalidad de la democracia
El fomento de climas de antipolítica, de división y de desafección entre los electorados progresistas persigue que no participen en las elecciones, desgastando los sistemas políticos en una dirección predeterminada y con unos efectos erosivos para la credibilidad y la misma funcionalidad de la democracia.
¿A quién benefician tales erosiones? A nivel interno evidentemente a aquellos que hacen bandera de la antipolítica y a los interesados en una crisis de funcionalidad de la democracia. Y a nivel externo a aquellas fuerzas y potencias que ven acrecentada su fortaleza y su capacidad de influencia a partir de las debilidades derivadas de la provisionalidad y de los bloqueos funcionales de las democracias. Con todos los efectos que esto provoca en la propia estabilidad política.
En el panorama internacional actual son perfectamente identificables estos problemas y tendencias, en contextos en los que Internet se ha convertido en una herramienta de difusión de intoxicaciones y de descalificaciones, y en la que demasiados medios de comunicación social se están dejando penetrar –consciente o inconscientemente– por argumentarios tremendamente simplistas sobre la antipolítica.
Signos evidentes de estas tendencias pueden verse en España en los intentos sistemáticos de denigrar y descalificar a “los políticos”, a los que se quiere culpabilizar (en su conjunto) del fracaso en formar gobierno y no se sabe de cuántas cosas más, con un proceder informativo –y tertulianesco– que cada vez tiene más rasgos propios de la antipolítica per se.
Lo que se hace coincidir con pintorescas guerras de encuestas en las que brilla por su ausencia el rigor metodológico y científico y en las que prevalecen los propósitos de manipulación de la opinión, mientras que se intenta que los verdaderos profesionales de la sociología sean reemplazados por singulares personajes instruidos en las técnicas de la intoxicación y la desinformación, más propias de otras profesiones.
Especialmente significativo está siendo el intento de presentar una imagen general de enfado y hastío entre la opinión pública, acompañado de una inclinación a no votar. Algo que no tiene sustento empírico contrastado.
¿Cómo van a influir todos estos componentes y estrategias en las próximas elecciones españolas? ¿Se logrará llevar a la abstención a sectores progresistas de la sociedad? ¿Con qué efectos? Muy verosímilmente –como ya se ha empezado a ver– en una forma y con unos propósitos similares a los que se han podido verificar en otros países. De manera que las estrategias de comunicación propias de las campañas electorales honestas se van a ver confrontadas con operaciones de intoxicación y desinformación que son de manual y que tienen sus raíces en otras voces, en otras lógicas y en otros elementos de competencia supranacional. Con el efecto de un deterioro del clima político y personal de la estructura de los partidos políticos, en un curso peligroso que solo se puede combatir con una dignificación de la vida política y con compromisos serios de no caer en la utilización de las armas oscuras de la política. Es decir, sin insultos, sin mentiras, sin demagogia, sin campañas de destrucción del crédito público de la política –y de los “políticos”–, sin intoxicaciones, ni fake news distribuidas masivamente por trolls y otros artificios intencionados.
Es decir, hay que ser capaces de desterrar la antipolítica y las estrategias de doble carril de la competencia política y de las campañas electorales, apostando por la Política con P mayúscula. Una política en la que prevalezca la decencia personal y los objetivos nobles del debate público. Como es propio de una sana funcionalidad democrática.
De ahí la importancia de entender bien lo que algunos pretenden y lo que todos nos jugamos en las próximas elecciones del 10 de Noviembre.