viernes. 29.03.2024

¿Estamos a lo que estamos?

El problema objetivo de fondo que tenemos es que con el grado de fragmentación electoral y parlamentaria al que se ha llegado no resulta fácil formar gobierno con el actual modelo de investidura

El debate de investidura de Mariano Rajoy ha producido sensaciones encontradas y valoraciones, generalmente, bastante críticas entre la opinión pública española. Lo cual ha sido aprovechado por los tertulianos y los opinadores más amarillistas e irresponsables para verter todo tipo de críticas y descalificaciones sobre los líderes y las instituciones políticas. Lo que está creando entre la opinión pública un caldo de cultivo muy negativo, no solo sobre la actividad de los políticos, sino también sobre la legitimidad de nuestra democracia en un totum revolutum de argumentos peyorativos que empiezan a ser preocupantes.

Personalmente, yo estoy entre los que no creen que todas las reacciones ante lo que está pasando respondan a un sano interés para mantener a salvo la credibilidad de nuestro país ante el fracaso por formar gobierno. De hecho, hay bastantes países europeos que han pasado por tesituras similares a la nuestra y en ninguno de ellos se han visto campañas tan desmesuradas para descalificar y presionar a ciertos líderes y partidos en la forma en la que aquí se ha hecho y se continúa haciendo, en un empeño que más bien parece orientado a dificultar cualquier tipo de acuerdo que a propiciarlo. Al menos, tales tipos de argumentos, descalificaciones y presiones no son las que se esperan de alguien que desea convencerte y llegar a acuerdos contigo.

En particular, el intento de linchamiento que ha sufrido Pedro Sánchez, a veces desde lugares inesperados, es una de las páginas más penosas y antidemocráticas que se han escrito en España durante el actual ciclo político.

De ahí la necesidad de objetivar y descrispar la situación en la que nos encontramos como país, elevando el nivel de los análisis y los debates, poniendo el énfasis en las soluciones –que las hay− y dejando de lado las inclinaciones más morbosas de los negativistas de oficio.

Desde luego, lo que hemos visto del debate de investidura proporciona muchos motivos para sentir bochorno, y nadie puede negar que estar tanto tiempo sin formar gobierno es una muestra de fracaso institucional y un motivo de vergüenza ante el mundo. Pero, si es cierto que es motivo de sonrojo –ante todos− que no logremos tener gobierno, más motivo de vergüenza es tener un mal gobierno, un gobierno que continuamente añade motivos para que en otros países se nos vea como un país de tramposos, corruptos, asociales y perezosos.

Por lo tanto, cualquier esfuerzo positivo en este momento tendría que ir orientado a ganar respeto y credibilidad en los organismos internacionales y en los agentes sociales y económicos. Lo cual, obviamente, no pasa por el camino de las chapuzas, las corruptelas y las presiones a ojos cerrados, sin pensar en lo que viene después del momento de la investidura, ni cómo se podría legislar, ni qué medidas y nombramientos se van a producir con tal tipo de gobierno.

Es decir, el esfuerzo real debe ir orientado a lograr un buen gobierno, que tenga suficiente respaldo y legitimidad, de origen y de ejercicio para el desempeño de las responsabilidades políticas; un gobierno que no suscite tantos rechazos en la opinión pública como Mariano Rajoy, que no acaba de asumir que despierta muchos más rechazos que apoyos entre los ciudadanos españoles, y que apenas tiene crédito internacional. Algo que se ha ganado a pulso, y en lo que está demostrando que no sabe parar. Caso Soria mediante.

El problema objetivo de fondo que tenemos es que con el grado de fragmentación electoral y parlamentaria al que se ha llegado no resulta fácil formar gobierno con el actual modelo de investidura. Algo que no ocurría desde la aprobación de nuestra Constitución. Y no ocurría –o al menos no solo− porque hubiéramos encontrado la panacea de un sistema electoral e institucional adecuado para solucionar el reto de la gobernabilidad en un país complejo y con cierta fama de ingobernable como ha sido España. Lo cierto es que el sistema que tenemos ha funcionado bastante bien durante muchos años, básicamente porque hemos contado con dos partidos lo suficientemente fuertes como para poder conformar mayorías parlamentarias adecuadas, en función de los equilibrios –y reequilibrios− de cada momento. Equilibrios que la mayor parte de las veces se decantaban a favor de uno y otro partido en virtud de su capacidad para atraer más apoyos en los espacios de centro, donde se situaba un mayor número de ciudadanos.

Pero, ahora, ese equilibrio sociológico y político se ha modificado, debido a la aparición de otros dos partidos de cierta entidad que compiten respectivamente en la izquierda –en términos comparativos− del PP y en la izquierda del PSOE. A lo cual se une un crecimiento de los espacios más de izquierdas del espectro político, nutrido, sobre todo, por jóvenes con serios problemas laborales, que tienden a radicalizar sus opiniones y su indignación.

Esta inflexión hacia la izquierda, sin embargo, no se ha traducido parlamentariamente en una decantación neta hacia la izquierda, sino más bien hacia un equilibrio muy ajustado de posiciones en términos de izquierda o derecha. De forma que depende dónde situemos a Ciudadanos para que exista mayoría (relativa en el caso de la derecha) hacia un lado u otro del espectro político.

Lo que hace que resulte bastante difícil –objetivamente y con los condicionantes procedimentales actuales− la formación de un gobierno de orientación neta, por muchas elecciones que se repitan. Elecciones que podrán dar lugar a pequeños trasvases de unos partidos a otros –plausiblemente de Ciudadanos al PP y de Podemos al PSOE−, pero que no resolverán el problema del equilibrio general de fuerzas.

Consecuentemente, si queremos evitar el bochorno –y las disfunciones− de entrar en un bucle electoral recurrente, solo hay dos soluciones: o bien algunos partidos (al menos tres plausiblemente) acuerdan ceder en su programa original y se ponen a negociar un nuevo programa de encuentro, que no podrá ser ni un programa netamente de derechas, ni prístinamente de izquierdas, o bien nos ponemos de acuerdo –al menos− en cambiar el procedimiento actual para elegir al Presidente de Gobierno, asumiendo que en este campo procedimental no hay verdades absolutas ni criterios indiscutibles. El modelo actual no ha sido malo y ha permitido que en España hayamos tenido gobiernos estables y hayamos podido prosperar y ganar un merecido respeto y crédito internacional.

Pero parece evidente que ese modelo ya no funciona en las condiciones actuales y, por lo tanto, si no prospera un espíritu de diálogo, entendimiento y disposición al acercamiento de posturas y al establecimiento de pactos, entonces no queda más salida que modificar el procedimiento de investidura. O resignarnos a la impotencia y a la absurda repetición sin fin de elecciones.

Por eso, cuando algunos se rasgan las vestiduras y, sin más, claman contra el disparate de unas terceras elecciones, revelan que no están entendiendo bien el problema. No se trata solo de las terceras, sino de comprender que el resultado de estas será muy similar al actual y, por lo tanto, no estaremos únicamente ante unos terceros comicios, sino ante un auténtico bucle electoral, cuyo único efecto práctico (para algunos) será que Mariano Rajoy continuará en la Moncloa como Presidente, aunque en funciones. De forma que a ver quién es el valiente que se atreve a llevar a comparecer ante un Tribunal de Justicia a todo un Presidente de Gobierno, por muy en funciones que esté. Y, quizás, esa sea la clave más importante.

¿Existe algún otro procedimiento para elegir Presidente de Gobierno que no nos lleve al bloqueo y que permita garantizar el carácter democrático de la elección, con su correspondiente legitimidad de ejercicio ulterior? Desde luego que tales procedimientos existen y algunos países están funcionando perfectamente con ellos. Por ejemplo, el modelo francés a dos vueltas permite un equilibrio entre representatividad, funcionalidad y legitimidad, en la medida que todos pueden decidir en la segunda vuelta, y el que sale elegido puede hacerlo con el respaldo del 50% o más del electorado, sin más dilaciones, cuestionamientos, ni posibilidades de bloqueo.

También se podría recurrir, con algunas modificaciones legales no sumamente complejas, a utilizar el procedimiento de elección de Presidentes que existe en algunas Comunidades Autónomas, que no da lugar ni al sinsentido de algunas intervenciones bastante sui géneris –y evitables− de cara a la galería en los debates de investidura, ni a un bloqueo institucional sistemático. Por ejemplo, podrían presentar su candidatura a Presidente de Gobierno quienes tuvieran el respaldo de partida de un mínimo de diputados que estaría fijado por ley; luego, los candidatos defenderían su programa de gobierno, librándonos a todos de escuchar la larga retahíla de peroratas de líderes de un sinfín de partidos, y partidillos, tal como ocurre actualmente en el Parlamento español, dando una imagen a los ciudadanos –y a los observadores y analistas internacionales− de barullo dialéctico sin fin. Una vez presentadas y difundidas las candidaturas, se procedería a votar, siendo elegido Presidente el que más votos positivos obtenga, computándose los votos a favor de uno u otro candidato y las abstenciones. Y en el caso de que hubiera más de dos candidatos, se realizará una segunda vuelta con los dos que hayan obtenido más votos en la primera.

En cualquier caso, estos u otros procedimientos de elección son perfectamente legítimos, democráticos y funcionales, por lo que si en España no logramos formar gobierno por la vía del pacto, habría que intentarlo por la vía de la reforma legal, dejando de lado las diatribas cruzadas, las presiones e intimidaciones que rozan los modos mafiosos y la esterilidad de las impugnaciones cruzadas entre los diferentes y/o los opuestos.

A esto es a lo que habría que estar y de lo que habría que tratar y considerar, sin la intermediación sesgadora de unos medios de comunicación que más que ayudar a buscar soluciones, parece que solo se interesan por aventar conflictos e incendios políticos e ideológicos. Y, lógicamente, habría que ponerse a esta tarea con espíritu abierto y constructivo, sabiendo cuándo toca o no toca hacer reformas y adaptaciones de interés general, sin cerrazones apriorísticas. Como en el viejo chiste de los vascos (¡hay los estereotipos!) que van al monte a buscar setas y de pronto uno de ellos se encuentra un reluciente Rolex oculto en unas matas y grita con júbilo: “¡Mira, un Rolex!”. Y el otro le replica airado: “¡A que estamos, a setas o a Rolex! A ver si te aclaras y eres consecuente”.

Pues eso, ahora tenemos que estar a intentar las aproximaciones necesarias y a explorar las posibilidades de pactos y, a la vez, a garantizar que no vamos a permanecer en un bucle electoral sin fin y en un bloqueo institucional que nos está quemando y desprestigiando peligrosamente.

¿Estamos a lo que estamos?