viernes. 19.04.2024

¿La España ingobernable?

españaUno de los tópicos más negativos sobre España es el que nos atribuye la condición de país ingobernable. Este cliché se conecta con visiones peyorativas sobre nuestro supuesto carácter nacional, como personas altivas, violentas, arriesgadas, indomables e intolerantes. Es decir, poco dadas a la transacción, al diálogo, a la paciencia y a la aceptación de soluciones e ideas evolutivas y pacíficas.

Durante largos períodos de tiempo este cliché ha estado vinculado a la leyenda negra sobre España, habiendo sido estimulado en círculos internacionales por sectores y países muy concretos. Y también ha estado conectado a determinados tópicos sobre nuestras costumbres, nuestras tradiciones y nuestra cultura atávica, como ocurre con la llamada “fiesta nacional”, con todos sus componentes proyectados de violencia, heroísmo, riesgo y escenificación de la muerte.

Más allá de las exageraciones implícitas en este cliché –como todos los clichés− y de lo que supone de simplificación y desconocimiento de la historia reciente, lo que no puede negarse es que la evolución sociopolítica y económica de España ha estado lastrada por dificultades y retrasos comparativos con la dinámica que han seguido otros países europeos. En este sentido, hay que recordar que en España los procesos de industrialización y modernización se dieron de manera tardía y con muchas dificultades. Al igual que la consolidación de un sistema político plenamente democrático. Y todo esto se tiende a aderezar por la pretendida explicación de que el pueblo español es de natural dado a la violencia, a la intolerancia y a las resistencias para ser gobernado.

Lo cierto es que las experiencias democratizadoras de nuestra historia más reciente acabaron en fracasos sonados, debido, precisamente, a las dificultades de gestión y de consolidación que las acompañaron. El caso de la Primera República es un exponente claro de esta dificultad, habiendo contribuido en no escasa medida al arraigo del cliché de España como país ingobernable. Hay que recordar, en este sentido, que ese fue el primer intento sustantivo de desarrollo de un régimen político basado en el reconocimiento de la complejidad y la diversidad de España. De hecho, el papel destacado que en esta experiencia desempeñó el Partido Republicano Federal −cuyos líderes eran en buena parte catalanes− fue determinante de su evolución y desenlace.

La renuncia al trono de Amadeo de Saboya el 11 de febrero de 1873 y su abandono del país dejó prácticamente a España en manos de los republicanos y los federalistas, pasando la jefatura del Estado a manos del federalista Estanislao Figueras, que una vez proclamada la República,  y declarada como República Federal el 8 de junio de 1873, se convirtió en su primer Presidente.

Sin embargo, la experiencia práctica de los gobiernos republicanos bien pronto se vio arrastrada por la conflictividad, los intentos cruzados de golpes de Estado, las asonadas carlistas y la inoperancia de sus reuniones y su funcionamiento ordinario. Con convocatorias que se prolongaban en debates inacabables, y posiblemente muchas veces incomprensibles. Todo esto dio lugar a que el propio Figueras estallara en cólera y en catalán soltara aquella famosa frase: “Ya no aguanto más. Estoy hasta los cojones de todos nosotros”.

La ingobernabilidad y la falta de espíritu de acuerdo acabó conduciendo a que Figueras un buen día, presa del pánico, dijera a sus ayudantes que se iba a dar un paseo por el parque del Retiro “para despejarse” de aquellas situaciones y reuniones tan conflictivas, confusas y difíciles −que tanto recuerdan a las últimas semanas de reuniones, parálisis, avances y retrocesos, idas y venidas, anuncios, rectificaciones y discusiones interminables en las que están imbuidos los secesionistas catalanes−. Lo curioso es que aquel “paseo” de Figueras por el Retiro se prolongó hasta llegar a la estación de Atocha, donde cogió un tren y no paró hasta llegar a París, donde se exilió.

En el artículo primero de la Constitución Federal de 1873 se decía: “Componen la Nación española los Estados de Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Castilla La Nueva, Castilla La Vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia y las Regiones Vascongadas“. Y a continuación se añadía: “Los Estados podrán conservar las actuales provincias o modificarlas, según sus necesidades territoriales”.

A su vez, en otros artículos de la Constitución se establecía que dichos Estados tendrán “una completa autonomía económico-administrativa y toda la autonomía política compatible con la existencia de la Nación”, así como “la facultad de darse una Constitución política” propia.

Los sucesos de los últimos meses de la Primera República no dejaron de ser menos peculiares, produciéndose un rosario de declaraciones de “autonomía” de los más diversos municipios y territorios españoles. En aquel contexto, que los historiadores han calificado como “el cantonalismo”, llegaron a declararse plenamente autónomos municipios como Alcoy, Almansa, Andújar, Bailén, Motril, Tarifa, Torrevieja e, incluso, pequeños lugares como el pueblo manchego de Camuñas o el murciano de Jumilla, etc. Aunque el caso más sonado, por lo disparatado de su peripecia, fue el del cantón de Cartagena.

Al final, después de aquella experiencia liderada por hombres sin duda de buena voluntad y buen talante político, como eran la mayor parte de los federalistas y los republicanos, la vida política acabó dominada por el caos y la ingobernabilidad, terminando con el pronunciamiento militar del General Pavía del 3 de enero de 1874, que abrió paso a una etapa de tutelaje militar de la vida política.

Carlistas-catalanes

La experiencia de la Segunda República, más de medio siglo después, fue otro intento positivo de intentar situar a España en la senda de los regímenes democráticos y las políticas de modernización y de equidad social. Intento que pronto se vio lastrado por la llegada de las derechas intransigentes al poder (bienio negro) y por un acontecimiento también enormemente perturbador, como fue la repentina y unilateral declaración de independencia de Cataluña el 6 de octubre de 1934, solemnemente proclamada por el President Lluis Companys desde el balcón de la Generalitat. Proclamación que no solo consistió en dar aquel paso tan audaz por sí solo, sino que a su vez también proclamó una supuesta República Federal Española, como Confederación de Repúblicas Hispánicas. Lo cual revelaba no solo una audacia sin límites, sino también una falta total de realismo y de sentido común. Aquella proclamación unilateral e imposible de independencia acabó con la declaración del estado de guerra y la aplicación de la Ley de orden público, siendo reprimida por una acción militar contundente (bombardeo de artillería), a la par que despertaba la indignación entre sectores muy concretos de la sociedad española y, sobre todo, del Ejército, en el que a partir de entonces se reforzó el propósito de tutelar la vida política de España. La primera intentona en este sentido fue el golpe fallido del General Sanjurjo en 1932 y posteriormente el golpe militar de 1936, al tiempo que en territorios como Cataluña se consolidó un duro enfrentamiento y distanciamiento entre los sectores burgueses nacionalistas de la sociedad catalana y las clases trabajadoras, lideradas principalmente por la CNT, como expresión de un conflicto de clases muy duro y persistente en la sociedad catalana.

Es decir, el tópico de la ingobernabilidad de España y los fracasos en la consolidación de un régimen democrático y de una política de modernización, han estado históricamente influidos por una notoria falta de realismo en el secesionismo catalán. Secesionismo que tampoco ha tenido –ni tiene− detrás el consenso de la sociedad catalana, y en especial de las clases trabajadoras a las que los independentistas siempre consideraron como un elemento ajeno a la idiosincrasia catalana, prácticamente como unos intrusos en su espacio natural. Es cierto, sin embargo, que los primeros secesionismos estuvieron penetrados por un Carlismo populista –que lógicamente se encuentra en la raíz de la cuestión catalana−, mientras que en la Segunda República presentaba perfiles más acusados de modernización, de industrialización y de apertura al mundo. Perfiles que bien podrían haber conducido a unos acuerdos estratégicos y a unas alianzas sensatas que hubieran podido canalizarse en contextos de mayor estabilidad política y de mayores perspectivas de desarrollo y de convergencia de España con lo que estaba ocurriendo en otros países europeos. Sin embargo, como en experiencias anteriores, al final la impaciencia, la simplificaciones y la exaltación de las emociones condujo a resultados regresivos, que acabaron taponando y revirtiendo las conquistas que se habían logrado.

Desde luego, la situación española actual, y sus circunstancias sociales, culturales y económicas, son muy diferentes a las de los períodos históricos que aquí hemos recordado esquemática y simplificadamente. Pero, nuevamente, la inclinación a echarse al monte y a “romper por las bravas”, sin diálogo ni voluntad de consenso, está conduciendo el contencioso de Cataluña a una situación que puede acabar desembocando en una crisis enconada y sin solución. Crisis de la que Cataluña puede salir no solo muy deteriorada económica y socialmente, sino también dividida internamente, y con amplios sectores de su juventud frustrados y sintiendo que han sido manipulados al servicio de causas imposibles.

¿La España ingobernable?