La evolución reciente de los partidos centristas en España da la impresión de que están tocados por un mal fario, y siempre acaban arrastrados a destinos fatales.
La experiencia primigenia de Adolfo Suárez con la UCD parecía que podía conducir a una nueva etapa en la sociología de los partidos políticos españoles, haciendo legal –existente– lo que era real, a nivel de potencialidad. Es decir, parecía que en España podíamos tener un partido de centro progresista que se correspondiera con el sentir más común de los españoles, que en su mayor parte se sitúan, precisamente, en posiciones de centro y de progresismo moderado.
Bajo el liderazgo de Adolfo Suárez la UCD obtuvo en las urnas en 1977 una mayoría suficiente como para gobernar y, sobre todo –y esto es muy importante–, como para impulsar desde la equidistancia acuerdos económicos, sociales y políticos importantes que España necesitaba. Desde los “pactos de la Moncloa”, hasta el mismo “consenso constitucional”.
Sin embargo, las guerras internas acabaron dinamitando aquel proyecto político de centro progresista, que tantas potencialidades tenía; de forma que un PSOE renovado y pujante sustituyó a los gobiernos de UCD, mientras que el preterido y criticado Adolfo Suárez y su equipo acabaron fundando un nuevo partido: el Centro Democrático y Social (CDS), que pronto logró afianzarse en los espacios de centro, con magnitudes apreciables de voto (1.800.000 y 19 escaños en 1986, que llegaron casi a 2.000.000 en las europeas). Tales apoyos auguraban la posibilidad de cumplir un papel clave de socio (interno o externo) en la formación de gobiernos de mayoría, como requería la Constitución española.
Pronto surgieron tensiones y problemas en el nuevo partido que llevaron a Adolfo Suárez a optar por su auto-exclusión. Lo que condujo inmediatamente al escoramiento del nuevo partido hacia el centro-derecha. Espacio que ya había ocupado y amplificado, primero, la Alianza Popular de Fraga Iribarne e, inmediatamente, su refundado y “retocado” PP (Partido Popular).
Este solapamiento de espacios acabó en una confluencia de propósitos. Confluencia que se hizo especialmente notoria en 1989, cuando el ex Ministro de Defensa de Adolfo Suárez, Agustín Rodríguez Sahagún, se alió con AP-PP en Madrid para sustituir en la Alcaldía al PSOE, entonces representado por Juan Barranco.
En cuanto los electores vieron a Rodríguez Sahagún aupado a la Alcaldía de Madrid en connivencia con el PP, el acta de defunción del nuevo partido centrista quedó firmada y rubricada. Una vez más, las posibilidades de un partido centrista progresista se iban al traste. En esta ocasión por su deriva hacia la derecha.
Una sombra del mal augurio tiende a penetrar nuevamente por los espacios políticos y electorales del centrismo español, que otra vez se encuentra sin un partido creíble de referencia
Con tales antecedentes, y después de la fugaz intentona de Rosa Díez y su UPyD, el surgimiento de un partido como Ciudadanos significó para muchos una nueva expectativa de otra apuesta de centro progresista en unos momentos en los que las políticas del PP, con el pretexto de la crisis, se escoraban demasiado hacia la derecha, con diversas medidas de regresión fiscal, involución laboral y desapego con las causas sociales, que dejaban –o podían dejar– a muchos sectores sociales huérfanos de referentes electorales.
La apuesta del nuevo líder centrista –Albert Rivera– por intentar formar un gobierno con Pedro Sánchez, generó nuevamente la esperanza de que parte del electorado de centro-progresista pudiera inclinar el fiel de la balanza electoral hacia posiciones y políticas de interés general y orientación social, en las que pudieran sentirse representados muchos españoles. Españoles que en su gran mayoría continúan auto-ubicándose en los espacios de centro y de centro-progresista.
Pero, cuando tales posibilidades parecía que estaban al alcance de la mano, nuevamente entró en escena el “mal fario” de los partidos centristas españoles, como si de una maldición de Fumanchú se tratara.
En esta ocasión las primeras inflexiones vinieron de arriba-abajo, prescindiendo de los propósitos socialdemócratas en los textos programáticos definidores de Ciudadanos, cortado amarras con viejos fundadores y referentes de centro-progresista, metiéndose en confrontaciones extremas con lo que el núcleo de Rivera llama el “sanchismo”, y entrando, en suma, en una cascada de pactos, manifestaciones y presentaciones públicas de la mano del PP y, sobre todo, de VOX, hasta llegar a los vodeviles más recientes con pactos vergonzantes, reuniones clandestinas y encuentros para “tomar un café” que duran más de cuatro o cinco horas. Y todo ello aderezado por los pronunciamientos, las descalificaciones y los tópicos más anti-socialdemócratas que puedan imaginarse.
¿Por qué este comportamiento tan frentista y extremo en un partido que se presenta (o presentaba) como centrista? Esta es posiblemente la pregunta del millón en estos momentos. ¿Se trata solo de un seguimiento poco meditado de consejos disparatados –o malamente intencionados– por parte de unos asesores ocultos que manejan informaciones basadas en análisis no representativos de la opinión pública y sus inclinaciones y demandas? ¿Estamos en el fondo ante una competencia abierta para ver quién logra imponerse en el campo de la derecha? ¿Realmente esperan los estrategas y los asesores ocultos del Sr. Rivera que el PP se hunda por completo y que ellos se conviertan en los herederos directos de su espacio natural y de sus viejos votantes? ¿Cómo se compadece esto con las aproximaciones –si pero no– con VOX?
Mientras todo esto se dilucida y algunos logran encontrar respuestas plausibles a tales preguntas y a otras similares, lo cierto es que una sombra del mal augurio tiende a penetrar nuevamente por los espacios políticos y electorales del centrismo español, que otra vez se encuentra sin un partido creíble de referencia, y cuyos antiguos votantes se sitúan ante la tesitura de votar o no votar por ellos, o hacerlo por otro partido político que les ofrezca más seguridad y garantías de gobierno sensato y que tenga coordenadas y ubicaciones claras en Europa.
¿Habrá que cruzar los dedos de nuevo?