miércoles. 24.04.2024

Apocalípticos, disociados y desajuntados

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Los especialistas en teoría de los roles llevan años estudiando las formas en las que los humanos compaginamos y ajustamos los diferentes papeles sociales estandarizados (roles) que cada uno de nosotros desempeñamos en las sociedades en las que vivimos.

De esta manera, toda sociedad puede ser vista como un conjunto de escenarios en los que cada uno de nosotros desempeñamos diferentes “papeles”, como en una obra de teatro en cada uno de los planos y escenarios en los que actuamos. En el plano familiar, podemos desempeñar el rol de padre, de hijo, de esposa, de cuñado, etc. Y en cada uno de esos planos sabemos cómo se espera que nos comportemos, según nuestros respectivos papeles. Al igual que ocurre con nuestros papeles en el trabajo, en el vecindario, en la vida política y social, etc. En las sociedades complejas cada uno de nosotros tiene que desempeñar múltiples papeles en cada momento. Y todos ellos responden a patrones y expectativas de comportamientos pautados que nos orientan y simplifican las interactuaciones en la vida social, brindándonos orientaciones, certezas y capacidad para saber qué hacer y cómo en momentos más o menos complejos y difíciles.

Por eso, resultan muy importante los procedimientos que se utilizan para intentar que los diferentes roles puedan desempeñarse y complementarse mutuamente entre sí, sin dar lugar a confusiones y conflictos y, sobre todo, a personalidades explosivas, contradictorias y disociadas, que acaben en derivas patológicas. Algo que puede repercutir tanto en el plano personal de las conductas sociales recíprocas, como en el plano político. Por eso, no resulta armonizable el rol de buen padre con el rol de “violento compulsivo”, o de “depredador sexual”, o “torturador”. O el rol de policía con el de ladrón o delincuente violento. O el de “profesor” con el de “acosador”, o el de “médico” con el de “bronquista”.

Además de en el plano general político, en nuestros días también están incidiendo negativa y disfuncionalmente aquellos que asumen el rol del “apocalíptico”, que solo ve problemas y peligros en todo y por todo

De ahí la problemática de los conflictos de roles que dan lugar a que determinadas personas puedan verse abocadas tanto a conflictos, o disociaciones, de personalidad, como a conductas contradictorias con los propios intereses y necesidades, socialmente objetivables de cada uno de nosotros. En particular y en general.

Si nos situamos en perspectivas temporales de largo alcance, podemos comprobar cómo la historia nos brinda muchos ejemplos de este tipo de personalidades contradictorias y disociadas, así como de sectores sociales que acaban teniendo comportamientos —y “papeles”— colectivos claramente contradictorios con sus intereses y necesidades objetivas —o razonablemente objetivables—. Lo cual suele terminar traduciéndose en conflictos y/o retos históricos mal resueltos. Con todas las negatividades y problemas que suelen acompañar situaciones de este tipo.

Recordar todo esto viene a cuento debido a la dificilísima situación ante la que se encuentra situada la humanidad en estos momentos y, por lo tanto, las tensiones que viven —y van a vivir— los sistema económicos y sociales establecidos, hasta que encontremos una respuesta adaptativa razonablemente satisfactoria.

Paradójicamente, lo que caracteriza la situación actual —hasta el momento en el que se escribe esto— es de una notable diacronía entre la enorme gravedad y las complejas exigencias del reto al que nos enfrentamos, y la pobreza moral, política y técnica desde la que sectores muy significativos de la sociedad y de la vida política están afrontando la situación.

Entre lo grande —del reto— y la pequeñez de algunas reacciones se encuentra encajonada en estos momentos nuestra especie, en momentos en los que son palpables las necesidades de liderazgos y de estrategias de respuesta de mucha mayor altura, ambición y capacidad implicativa.

Frente a tales exigencias, la impresión que transmiten algunos liderazgos —los Trump, los Bolsonaro y bastante más— es de una enorme corteza de miras, por no referirnos a la superideologización excluyente de la que se vanaglorian determinados líderes territoriales que no son capaces de ver más allá de sus narices, y que en momentos tan difíciles, en los que se precisa inteligencia y capacidad de entendimiento, no son capaces de salir de la lógica de las exclusiones mutuas, de las antagonizaciones sistémicas, e incluso de la dialéctica de los insultos gruesos y las violencias argumentales.

El problema no consiste solo en no saber, o no ser capaces, de salir de dinámicas políticas tan poco inteligentes como inapropiadas, en coyunturas como las actuales, en las que los ciudadanos más sensatos y responsables demandan capacidad de empatía, sentido común y apuestas inteligentes y solventes en pro de soluciones viables. Soluciones que exigirán generosidad y renuncias por parte de todos, asumiendo de entrada aquel elemento nuclear del consenso keynesiano que hizo posibles los gloriosos treinta años de acuerdos, que supusieron entender —de partida— que “cediendo todos un poco era mucho lo que todos podían ganar”. Lo que permitió una funcionalidad social y económica que no dejaba a nadie tirado en la estacada.

Por eso, es difícil entender que en sociedades como las actuales, en las que tenemos tantas riquezas y recursos y en las que disponemos de las grandes potencialidades que nos brinda la revolución científico-tecnológica que está en marcha, no seamos capaces de sentar las bases comunes necesarias para salir razonablemente bien del terrible desafío de la pandemia y sus graves efectos en la economía y el empleo.

¿Cuáles son los obstáculos que impiden una salida razonablemente consensuada ante este reto? Hoy por hoy, los principales obstáculos están viniendo del campo de la política, por parte de aquellos que no son capaces de apearse de dogmas que la historia y la experiencia práctica —incluso bastante reciente— han demostrado que pueden ser disfuncionales, no solo socialmente, sino también en un amplio plano económico.

Por eso, determinados patrones de pensamiento, cuando son llevados al grado de esclerotización que algunos continúan postulando, tienden a convertirse en puras “ideologías” tan disfuncionales como apartadas de la realidad, en el sentido que analizó en su día Karl Mannheim.

Junto a este fallo de congruencia sistémica, muchos de los que en estos momentos persisten en su obcecación por enrarecer el clima político y tensionar el funcionamiento de las instituciones, con comportamientos sumamente agresivos, en realidad lo que tienen es un problema adaptativo de base, en la medida que están asumiendo y practicando roles sociales y políticos que no son congruentes con las realidades presentes y sus necesidades objetivas. No me refiero solo a aquellos que se han metido dentro del papel del líder gritón, chulesco, antifeminista, altanero e insultador, tipo Trump, Bolsonaro y bastantes otros —en el plano macroscópico y en el microscópico-, sino a todos aquellos que trasladan al plano de la política conductas y roles impropios de personas inteligentes, pragmáticas y con altura de miras. Que es el tipo de rol que la mayoría espera de los políticos, y no el de “camorrista”, o el de “matón de barrio”.

Además de en el plano general político, en nuestros días también están incidiendo negativa y disfuncionalmente aquellos que asumen el rol del “apocalíptico”, que solo ve problemas y peligros en todo y por todo. Que critica todo lo que pasa, sea o no responsabilidad de los gobiernos, sin aportar soluciones, alimentando temores y pesimismo.

Igual ocurre con el que asume el rol del “disociado”, que no es capaz de establecer las conexiones reales existentes entre los datos de la realidad, los diagnósticos y las soluciones, mezclando churras con merinas. Lo que genera confusión y falta de visibilidad de las soluciones. A lo que habría que añadir los que se vanaglorian ejerciendo el rol de los “excluyentes”, o “desajuntados”, que ante una borrasca como la que nos asola, pierden un tiempo precioso en “excluir” —y excluirse— respecto a lo que hoy por hoy resulta necesario “incluir” perentoriamente, manejando argumentarios y explicaciones a veces pueriles, del tipo de “yo con ese no me junto”, o “yo con esos no me pongo a remar juntos”, como si la situación permitiera tales distingos. Lo que puede producir graves disfunciones en los niveles de cohesión social y política —y paz pública— que vamos a necesitar para enfrentarnos a lo que está por venir.

En definitiva, parece claro que para hacer frente a muchos de los retos multidimensionales que plantea la pandemia, vamos a necesitar hacer un esfuerzo serio de empatía y de capacidad de adaptación, desde la conciencia de que nuestras sociedades tendrán que ser capaces de adaptarse, innovar y ponerse al día en múltiples planos y pautas de comportamiento.

A su vez, para afrontar tales retos adaptativos habrá que ser capaces de realizar análisis y diagnósticos muy precisos, acompañados de la correspondiente capacidad de pedagogía y explicación que demanda una ciudadanía madura y formada, que pide informaciones y explicación, como la de nuestras sociedades actuales. Y todo ello, por supuesto, vacunándonos debidamente contra las intolerancias, los autoritarismos, las agresividades y las violencias físicas y verbales.

Artículo publicado en Sistema Digital

Apocalípticos, disociados y desajuntados