viernes. 19.04.2024

El rey de la baraja deslucida

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Defender el legado del primer rey de la democracia ya es algo de valientes. En realidad, es cosa de póker (y de faroles)

El día en que se hizo pública la noticia del safari del rey Juan Carlos I en Botsuana, la monarquía española sabía que se enfrentaba a un cataclismo de dimensiones colosales. Pero no se imaginaba que lo que se avecinaba era el fin de una época.

Ese 14 de abril de 2012 los españoles amanecieron con los primeros informes de la caída sufrida por el rey durante su periplo en tierras africanas y de la operación de cadera que se había realizado. También se enteraron del contexto en el que había ocurrido todo esto: un safari lujoso donde se cazaban elefantes.

Como no podía ser de otra forma, el grito se hizo grande y hondo. Desgarrado. Vino de todas partes. Primero de los ambientalistas que vieron cómo el representante de una nación desarrollada se dedicaba a eliminar los pocos ejemplares de una especie animal en vía de extinción. Y luego de los que, preocupados por el estado de una economía deplorable, veían a su monarca, campante y desconectado de la realidad, disfrutando de un paseo en tierras lejanas.

Era obvio que la realeza encaraba un periodo delicado en el que se transparentaba su rostro agrietado. Pero no era el primero. En 2007, cuando en la Sesión Plenaria de la XVII Cumbre Iberoamericana el gobernante lanzó el famoso “¿Por qué no te callas?” a Hugo Chávez, algo indicaba que la realeza había llegado a un punto de quiebre. Enojado, impotente y poco diplomático, el Rey de España mostró en ese momento hasta qué punto su papel de mediador estaba limitado y cómo le era imposible superar los estragos del pasado colonial.

Las disculpas públicas presentadas por Juan Carlos I después de la caída en su viaje a Botsuana reforzaron esa imagen de monarca incapaz de hilvanar un diálogo argumentado, concienzudo y seductor. Con ese nuevo episodio embarazoso, volaban por lo alto años y años de trabajo propagandístico de la Casa Real con las que se buscaba poner en adelante las virtudes del rey. Y en efecto, ¿Quién podía recordar ahora el héroe del 23-F? ¿Dónde estaba el hombre que había logrado mediar en 1981 y salvar la incipiente democracia española?

El rey que alegraba las páginas de las revistas de corazón, aquel que provocaba sentimientos de gracia y simpatía en las tardes de fin de semana, ya sólo era una quimérica construcción que desentonaba con el entorno y, esto fue acelerándose a medida que salían a la luz nuevos detalles de cada caso que atenazaba a la Casa Real.

Las revelaciones sobre la relación del rey con la princesa Corinna Zu Sayn-Wittgenstein –a quien conoció en otra cacería en 2004–, destapaba otro suceso de infidelidad tolerada dentro de la familia real. Era imposible ya esconder la irrefrenable vida amorosa del soberano, y tampoco defender la moralidad “cristiana” alimentada durante décadas. Ni siquiera la reina Sofía lo intentó.

Pero lo más aterrador fue lo que vino más adelante con el caso Urdangarín y unas revelaciones que no dejaban a Juan Carlos muy bien parado. El yerno ideal, alto y elegante, un señor venido del mundo del deporte, terminó implicado en un torbellino de escándalos en el que resaltaban los cargos de malversación, fraude y blanqueo de capitales.

El caso Noos fue determinante en el distanciamiento (o disgregación) reciente de la familia real, pero también en el descalabro del relato construido entorno a la figura de Juan Carlos I. El proceso judicial no sólo destapó el hecho que el monarca orientara Urdangarín en sus primeros pasos, sino que también lo acompañara y recomendara en su papel de “traficante de influencias” con cartas firmadas de su puño. Esto precipitó definitivamente la abdicación del soberano el 02 de junio de 2014. 

No obstante, esta semblanza sería incompleta si no tuviéramos en cuenta las declaraciones de Corinna de julio de 2018, en las que explicó que fue usada como testaferro por el rey debido a que residía en Mónaco (lugar en el que no se reclama declaración pública sobre el patrimonio). También comentó que Juan Carlos I habría recurrido a la amnistía fiscal aprobada por el gobierno de Rajoy en el 2012 para repatriar fondos opacos con un coste tributario mínimo.

Finalmente, si a todo esto añadimos las declaraciones del periodista Jaime Peñafiel –uno de los que mejor conoce la monarquía–, en las que habla de las comisiones que el rey cobraría desde hace décadas sobre las transacciones con Arabia Saudita, un país que pisotea los derechos humanos y que aniquila el país vecino, el retrato se desmorona sin posibilidad de recuperarlo. Defender el legado del primer rey de la democracia ya es algo de valientes. En realidad, es cosa de póker (y de faroles). 

El rey de la baraja deslucida