jueves. 28.03.2024

Rajoy y los malvados banales

De modo casi inconsciente hay una tendencia a pensar que la banalidad excluye a la maldad. Una persona banal es tenida por inocua en su insignificancia, pero eso es un grave error porque esa manera de pensar no distingue la banalidad del sujeto de sus acciones, que bien pueden tener consecuencias terribles para muchísimas otras personas. La banalidad no puede eliminar el mal como Hanna Arendt nos enseñó en su imprescindible libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal del que en este momento en Europa, y en España en particular, se pueden extraer muy provechosas lecciones.

El libro de Arendt es más que una crónica del juicio al que en Israel fue sometido el nazi Eichmann, secuestrado en Buenos Aires en 1960 en donde trabajaba en la fábrica de Mercedes Benz. En contra de lo que intentó la acusación, en ese juicio quedó de manifiesto que el acusado no era un monstruo, ni odiaba a los judíos, ni era un fanático antisemita, ni ordenó matar a persona alguna, ni lo hizo él mismo, simplemente se limitó a organizar el largo viaje (en general en trenes de carga) de cientos de miles de personas (en su mayoría judías), primero obligadas a un desplazamiento forzoso a campos de concentración en los que se usaba el trabajo esclavo para fabricas como Krupp o Siemens y desde 1941, cuando se adopta la Solución Final, a los campos de extermino. Era siempre plenamente sabedor de lo que ocurría en esos lugares, pero, como repitió en el juicio, él no mataba, organizaba la maquinaria burocrática para un transporte eficaz. No tenía mala conciencia, sino satisfacción por haber cumplido su deber de ciudadano cumplidor de la ley que recurría para explicarse a frases hechas, hueras, clisés, cuya incapacidad para hablar con propiedad mostraba su incapacidad para pensar por si mismo y, sobretodo, para pensar desde el punto de vista de otro. Arendt reitera que en el juicio se vino abajo la sospecha de que Eichmann fuera un monstruo, pero fue tomando cuerpo la de que era un payaso que no tenía mala conciencia ni se engañaba porque había estado actuando en plena armonía con el mundo en que vivía, en donde imperaba un autoengaño de la mayoría de la población alemana y en el que no hubo protestas cuando el partido nazi se apoderó del aparato del Estado y los altos cuerpos de la Administración se sumaron con entusiasmo a las tareas de la Solución Final redactando reglamentos y ordenanzas para poner en práctica la voluntad del Führer que era considerada fuente de derecho.

Eichmann, nos dice Arendt, era un irreflexivo, pero no estúpido, lo que nos lleva al problema de la responsabilidad. Al crearse una maquinaria burocrática que organiza “matanzas administrativas” cada funcionario, cada miembro de ese engranaje cumple con su obligación y puede pretender, para exonerar su responsabilidad, que cualquiera otra persona podía haberlo hecho igual. Es el “imperio de nadie” en que por ser todos responsables potenciales ninguno lo es. Pero Arendt nos recuerda la distinción aristotélica entre potencia y acto. Muchos pudieron, pero algunos hicieron y por ello merecen ser juzgados y condenados. De hecho, aunque fueron excepciones, hubo personas en Alemania que se opusieron a los horrores del III Reich y lo pagaron caro. Hay que recordar que los primeros perseguidos fueron los antifascistas, en especial los comunistas, y que en los territorios de la URSS, tras las tropas regulares del ejercito y con su colaboración actuaba un cuerpo especial cuya tarea era la eliminación in situ de cuantos personas eran consideradas guerrilleros o simpatizantes del Ejercito Rojo. Las mayores pérdidas humanas de toda la segunda guerra mundial las sufrió la URSS. La excepción, aunque solo hubiera estado constituida por una sola persona, como nos recuerda el poema de Cernuda, bastaría para dar dignidad al genero humano y por lo mismo hay que reivindicarla y ponerla como ejemplo para todo el mundo.

La burocracia en la que parece imperar “el imperio de nadie” y que crea un lenguaje que encubre la realidad, que miente, no es cosa del pasado. Hoy esa burocracia va más allá del aparato estatal en una confusión en la que grupos económicos privados dominan los instrumentos públicos y los medios de persuasión pervirtiendo la idea democrática para huir de la responsabilidad por actos que tienen consecuencias extremadamente dañinas para una gran parte de la población. Lo ocurrido con las políticas del Partido Popular en estos últimos años es un claro ejemplo. Apenas llegó al poder el Gobierno de Rajoy, despreciando las formas democráticas, entre otras cosas mediante el uso torticero de la legislación de urgencia, aplicó un programa que nada tenía que ver con el que ganó las elecciones. Un programa elaborado por mentes no banales en el que los derechos laborales que sirven para preservar un mínimo de dignidad a la persona que trabaja fueron sacrificados en aras del interés empresarial para “mejorar la eficiencia del mercado de trabajo” (como si el trabajo fuese una mercancía cualquiera), el Sistema de la Seguridad Social horadado, el acceso a la justicia severamente limitado con el aumento de las tasas, el poder judicial colonizado en interés del partido, la protesta social criminalizada, la educación y la atención sanitaria profundamente deterioradas y convertidas en “oportunidades de negocio”, los medios de comunicación, en fin, puestos al servicio del Gobierno y del partido en el poder para mediante la manipulación y la mentira justificar sus tropelías. Las consecuencias han sido claras: aumento de la desigualdad, de la pobreza, de la precariedad y enormes sufrimientos de una gran parte de la población. A todo ello hay que sumar una corrupción rampante enquistada en el núcleo mismo del Partido Popular que se ha extendido cual gangrena por las administraciones públicas que han caído en sus manos.  

En pocos años el deterioro de los valores democráticos ha alcanzado cotas insospechadas para quienes pensaban que la salida de la dictadura franquista nos llevaría a un avance progresivo en libertades y derechos. Ahora estamos, no en una regresión, sino en algo peor, en un cambio de época en el que las clases oligárquicas utilizan las instituciones supranacionales (Fondo Monetario Internacional, Comisión Europea, Banco Central Europeo) convertidas en un “imperio de nadie”, pero formado por personas de carne y huesos, para arremeter contra el Estado Social y Democrático de Derecho en que se plasmó el pacto constituyente fundante de nuestro sistema de convivencia y de la Europa de la segunda postguerra. Todo esto tiene una enorme gravedad y personas determinadas, en lo que nosotros toca Rajoy en tanto que jefe del Gobierno y del partido del poder y como cabeza de otros secuaces, ha contraído graves responsabilidades de las que no le puede librar la banalidad con la que se expresa y comporta (sus continuos deslices con el lenguaje en cuanto se sale del guión que le preparan muestra su dificultad para pensar). Ahora otra vez Rajoy pretende volver a ser presidente del Gobierno banalizando las maldades cometidas, llama a la responsabilidad de otros para que le apoyen confundiendo las palabras, porque a lo que tendría que aludir es a las obligaciones que los representantes públicos tienen frente a sus representados, empezando por las suyas. Responsabilidad es soportar las consecuencias de las propias acciones, consecuencias de las que quiere huir al pretender que está al margen de ellas porque sus electores no le han exigido responsabilidades políticas  (como si fueran las únicas) al ser el partido más votado, pero de nuevo banaliza cuando pasa por alto que en una democracia parlamentaria el 67 por ciento que no le quiere es mucho más que el 33 por ciento que todo le perdona. Una democracia que merezca ese nombre no puede tener un Gobierno formado por gente que ha creado un enorme un enorme aparato de producción de males, los “sacrificios” que según ellos no han podido evitar imponer a la población por “las circunstancias” en las que se han encontrado. Eso mismo venían a decir Eichmann y sus congéneres para justificar sus conductas. 

Rajoy y los malvados banales