sábado. 20.04.2024

Tiempo de “Carnaval”

“No juzgues a los que en carnaval se disfrazan de algo que no te gusta
si te disfrazas en domingo de cristiano creyente”.


mascaraDecía Séneca que el hombre más poderoso es aquel que es dueño de sí mismo. Desde el subconsciente freudiano, fascinante generador de fantasías, además de fiesta popular, mascaradas, comparsas, bailes y otros regocijos bulliciosos en sano e incontrolado jolgorio, propio de este tiempo, se dice que el carnaval es momento para disfrazarse de lo que nos gustaría ser o disimular lo que somos, aquello que no queremos que los demás sepan o sospechen; ¿quién se libra de esta inevitable ocultación, de este disfraz? Sin sesgo alguno sexual, es la posibilidad de salir de ese “armario” que todos llevamos como mochila. Otra cosa muy distinta es “vivir en la impostura (la RAE lo define como fingimiento o engaño con apariencia de verdad) o la hipocresía” (según la RAE, persona que finge sentimientos o cualidades que, en realidad, contradicen lo que verdaderamente siente o piensa o alguien que esconde sus intenciones y verdadera personalidad); de ahí que se afirme que la vida es un permanente carnaval; que sólo nos despojamos del disfraz en este tiempo de “carnestolendas” en el que realmente nos mostramos como somos. Sería un triste fracaso personal que gran parte de nuestra vida discurriese en el camino del disfraz, en el de la ocultación de uno mismo, teniendo que vivir como no nos sentimos ni somos.

En las democracias blandas es posible contemplar siniestros mecanismos usados por los agentes políticos o sociales para obtener el poder; resulta, pues, humillante constatar que quienes entran en política para servir a los ciudadanos, en realidad a lo que aspiran es a alcanzar el poder y mantenerse en él por encima de todo

El escritor hindú, Jiddu Krishnamurti, en su libro “Tal como somos”, en su línea de pensamiento filosófico y espiritual nos invita a liberar la mente de los condicionamientos que nos atan a un “yo” que no es el nuestro; cuestiona esta sociedad donde el consumo y los avances tecnológicos nos prometen un futuro feliz, pero que en realidad no cumplen; señala que la incomprensión, los prejuicios, el miedo, la hipocresía, la intolerancia, la competitividad y la envidia ganan el terreno a la educación y al conocimiento de uno mismo. A lo largo de su libro nos invita a que cuestionemos de continuo si el desarrollo de nuestro “yo”, nuestra forma de vivir y ser, es el verdadero camino hacia una vida en libertad. Sin caer en el pesimismo de Camus, la vida solo consiste en ir persiguiendo ese tiempo que ha de acabar; y si no hemos querido o no hemos podido ser y vivir como nos sentimos y somos, la meta final ha sido un fracaso anunciado. No es una novedad; no es más que ese aforismo griego inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos, atribuido, entre otros, a Sócrates: “Conócete a ti mismo” como realmente eres y vive en consecuencia: “sin disfraz”. No hay mejor religión que conocerse y creer en sí mismo. Comprender la vida es comprendernos a nosotros mismos y no seguir buscando ni persiguiendo lo que no podemos ser, ni alcanzar ni poseer. Sabemos que la palabra “alcanzar” implica tiempo y distancia; la inmediatez de la conquista apenas iniciado el camino no deja de ser la ilusión de un golpe de fortuna que esclaviza al ambicioso; de ahí el esfuerzo y constancia que implica el llegar a ser lo que queremos ser sin que otros lo impidan. Quien no se conoce, está condenado a ser esclavo de sí mismo.

Prósopon viene del griego; literalmente significa “delante de la máscara”, es un término que traducido significa “persona”; designaba a las máscaras que usaban en el teatro los actores; más tarde por extensión, pasó a significar al actor mismo que la portaba; de ahí que la palabra hipócrita designase en la Grecia antigua al actor que, con una máscara y un disfraz, asumía una personalidad ajena; fingía ante el público ser otro, lejano a su propia realidad, al desarrollar un papel cara al público, buscando la aprobación y el aplauso del público. El impostor, el hipócrita, sitúa la verdad y la realidad en segundo lugar; se coloca en primer plano, desfigurando la verdad y la realidad en su propia estima y aparentando tener cierta superioridad moral. Como estamos cansados de ver creyentes que no creen, también lo estamos de ver políticos que no son demócratas o que no se conducen como tales.

En las democracias blandas es posible contemplar siniestros mecanismos usados por los agentes políticos o sociales para obtener el poder; resulta, pues, humillante constatar que quienes entran en política para servir a los ciudadanos, en realidad a lo que aspiran es a alcanzar el poder y mantenerse en él por encima de todo. La estrategia de “presentarse como servidores de la gente” es un disfraz, un conocido mecanismo de defensa psicológico que algunos ponen en juego para disfrazar su deseo de poder, lícito por otra parte, pero no desde el engaño de presentarse como servidores del Estado cuando lo que pretenden es ser servidores de sí mismos. Intentan dar una explicación lógica y altruista a su gestión; racionalizan de este modo una ambición que podría aparecer a los ojos de los ciudadanos como un comportamiento poco digno y con una excesiva ansia de mandar; algunos lo describen como “la erótica del poder”. El poder es un gran afrodisíaco y bien sabemos la excitación y cambio que experimenta aquél que lo posee. Convierte la política en una forma de impostura; en el fondo es el disfraz de quien no sirve a la política sino quien de ella se sirve. Igual que el medio ha suplantado al mensaje, la impostura, la hipocresía lo ha hacen con la política. Lo decía en el pasado siglo el maestro del periodismo Marshall McLuhan: “El medio es el mensaje”; frase que puede resultar arcana pero que no significa otra cosa que el modo en el que viene empaquetada la información determina cómo es asimilada.

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¿Quién debería tener más interés en ser íntegros, honestos, responsables y virtuosos que nosotros mismos? Y si los ciudadanos deben aspirar a poseer estos valores, con más razón, en razón de la ejemplaridad del cargo, deben poseerlos quienes en las instituciones nos representan: monarquía, gobernantes, parlamentarios, magistrados, funcionarios, agentes sociales, personal educador, sanitario, etc… Pero si hay un colectivo con un plus de obligación y responsabilidad moral, es el de los políticos que son los que se presentan para dirigir la sociedad y, en base a ello, los hemos elegido.

La integridad en un político hace que sea posible lo exigible, realizable lo que promete y condenable lo que corrompe. Lo dicen las encuestas: hoy la política -no toda, pero sí una parte importante- ha llegado a una exaltación e impostura tal que en el barullo y en la pluralidad de los medios y redes que canalizan la información, se ha perdido el mensaje: sabemos que quieren “mandar”, pero no sabemos para qué ni sus verdaderas intenciones. Muchos de ellos, están inmersos en el caos, en el enfrentamiento y la división; hasta el punto de estar convencidos de que les es más útil impartir miedo que mentir; y del miedo no hay que huir sino aprender cómo es y cómo actúa en nosotros y en los demás. Esa fue la máxima del emperador Calígula que, por derecho propio, ocupa un lugar privilegiado en el Olimpo de los desequilibrados; decía: “Oderint dum metuant!” (“¡Que me odien, con tal de que me teman!”); un emperador que en el colmo de su loca soberbia mandó traer de Grecia las estatuas de los dioses más famosos para que les quitaran las cabezas y pusieran en ellas la suya. Ese “odio” preferido por Calígula al temor y al miedo, a no ser que sea una impostura o un disfraz táctico en las estrategias de ciertos políticos, aunque asuste y condenemos, se está instalando en nuestra sociedad. En el fondo es la fábula de Esopo, del “lobo disfrazado de piel de cordero”, de los falsos profetas, de los que, según la Biblia, debemos cuidarnos que, sagazmente y con buena oratoria, aparentan lo que no son: es el permanente “carnaval” del engaño, la hipocresía y la mentira. Bien dijo Nelson Mandela: “Aprendí que el coraje no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él. El hombre valiente no es aquel que no siente miedo, sino el que lo conquista”.

Cuando nos enfrentamos a lo increíble o a lo imposible, la mente mágica busca la explicación mítica, mistérica, supersticiosa y sobrenatural, en cambio los que poseen una mente racional buscan la lógica de la realidad. En el fondo es ese paso griego, permanente y siempre trabajado, pero nunca definitivamente conseguido, del “mito al logos”. Usamos más el sentimiento, la emoción que la inteligencia racional. Apenas iniciada la presente legislatura estamos adivinando el futuro que nos espera si se mantiene la línea convulsa y enfrentada de las presentes semanas. Las sesiones de control al gobierno no pueden ser más broncas y a la vez más insulsas: “agarran el rábano por las hojas”, o por torpeza o de forma intencionada, dan importancia a lo superficial, lo que a ellos interesa, olvidando lo fundamental, aquello que interesa a los ciudadanos y para lo que han sido elegidos. La oposición se cierra en el enfrentamiento y la intolerancia; rechazan cuanto proviene del gobierno, subyace un prejuicio discriminatorio: todo es “sanchismo” en coalición con los comunistas, independentistas y batasunos, a semejanza del contubernio judeo-masónico del franquismo. Los estereotipos juegan un papel determinante en la postura de la oposición: populares, ciudadanos y la ultraderecha de VOX, con estereotipos cercanos a la dinámica del odio; esta actitud representa, en definitiva, un ataque irracional a esa democracia constitucional, participativa y colaborativa que nos dimos en la transición. Según el Consejo de Europa, la discriminación se produce cuando las personas reciben un trato poco favorable porque forman parte, o se considera que pertenecen, a un determinado grupo de personas distinto del propio. Estas personas pueden ser discriminadas debido a sus creencias políticas, edad, discapacidad, etnia, origen, raza, religión, sexo o género, orientación sexual, idioma, cultura y por muchos otros factores; siempre como resultado de los prejuicios, basados en estereotipos a priori de los que se parte y que se traducen en intolerancia con la que se hace casi imposible la convivencia y el diálogo.

Es hora ya de parar este experimento y poner fin a la ficción, al “carnaval”. Los que criticaban la vieja política se han enfangado no ya sólo en la “vieja” sino también en la “baja política”; de siempre sabemos que el recurso habitual de la “vieja y baja política”, para hacerse con el poder, consiste en deslegitimar al contrario. Es lo que algunos llaman “la política de la ingenua inexperiencia” y otros, “la política de la soberbia impostada”. Nada es lo que parece. Vivimos en una época de máscaras, de imposturas, de sobreactuaciones, de falacias convertidas en lugares comunes, de ilusionistas de la mente que ocultan la realidad con un juego de palabras ante nuestros ojos, sin que nos percatemos del engaño. Igual que el medio ha suplantado al mensaje, la impostura lo ha hecho con la política. En el fondo son tiempos de “carnaval” en el que funcionan los prejuicios, la discriminación, la intolerancia; es decir, los estereotipos. Consiste en el permanente pecado español del “sostenella y no enmendalla”, que aparece en las Mocedades del Cid, la obra de Guillem de Castro en el siglo XVII. Alguien decía que la mejor forma de predecir el futuro es inventarlo y seguir intentando el entendimiento necesario para alcanzar objetivos comunes que mejoren la vida de todos los españoles.

No es de recibo considerar como enemigo a cualquiera que no se acomode a su norma de ver la política. Muriel Barbery, profesora de filosofía, convertida en una revelación literaria francesa por su gran ternura y originalidad, lo refleja en su novela “La elegancia del erizo”; ha recibido el reconocimiento de la crítica francesa y mundial: el erizo, cubierto de púas, mantiene, sin embargo, la verdadera elegancia en su porte; esa elegancia la necesita también el político: educación, integridad, entereza moral, diálogo constructivo, en una palabra, sinceridad, pues la mentira es el verdadero capital del mal político. Y al mal político que sólo busca el poder se le puede recordar ese dicho israelí: “La mayoría de los judíos no cree que Dios existe, pero sí creen que les dio la tierra prometida”.

A medida que un político o un partido se desliza velozmente hacia el caos, se muestra cada vez menos dispuesto a identificar el origen y las causas de sus problemas. Se envuelve, se disfraza de atuendos semánticos “todo por los ciudadanos”; lo defiende contra toda crítica, pero es incapaz de reconocer lo que está sucediendo en su alrededor y más incapaz, aún, de lo que le está sucediendo a él mismo. Dan la sensación, por las intervenciones de autodefensa que hacen ante cualquier crítica, que intentan transformar su propia ingobernabilidad en un feroz antagonismo contra todo y contra todos. Por otra parte, es conveniente recordarles que el trabajo de los políticos no es polarizar y dividir la sociedad; al contrario, consiste en dialogar, pactar y buscar el bien común, ser capaces de ilusionar y no encallar en maximalismos y líneas rojas. De ahí que por responsabilidad hay que instarles a que dejen a un lado sus intereses personales y partidistas o, incluso, que se echen a un lado si fuera necesario. Resulta insoportable constatar que, una vez conseguido el poder, al analizar su conducta, es frecuente observar cómo en muchas de sus acciones, en lugar de preocuparse por atender los intereses de los ciudadanos y solucionar sus problemas y necesidades, se ocupan de los suyos propios, trajinan denodadamente por mantenerse en el sillón e incumplen, sin pudor y con enorme cinismo, cuantas promesas les hicieron a la hora de conseguir sus votos. Estos políticos son aquellos que acceden a la política sin vocación y hacen de ella exclusivamente su profesión.

Para finalizar estas reflexiones, considero acertado recordar lo que el autor de “Episodios Nacionales”, Benito Pérez Galdós, cuyo centenario de su muerte estamos conmemorando, escribió en 1912, en un ensayo titulado “La fe nacional y otros escritos sobre España”. Salvadas las circunstancias y el tiempo histórico transcribo algunos párrafos que describen conductas que no deberían repetirse en estos momentos: “Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve y no mejoran en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta... No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a sus amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica y adelante con los farolitos… La España que aspira a un cambio radical y violento de la política, se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años, tal vez lustros antes de que este Régimen, atacado de tuberculosis ética sea sustituido por otro que traiga sangre nueva y nuevos focos de lumbre mental”.

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