viernes. 29.03.2024

“El rey va desnudo”

El mayor activo de una institución monárquica, cuyos privilegios son inmensos, institución sostenida más por la opinión pública que por las leyes, no es otro que su 'ejemplo moral'

Al filósofo Hipias, en el marco de su pensamiento sofista, se le atribuye esta máxima de relativismo moral: “Todo me está permitido con tal que nadie me vea”. Algo parecido debía pensar su católica majestad, el rey emérito, hasta que han empezado a hacerse públicas (muchos medios de información y el entramado del poder ya las conocían) algunas “correrías con cacerías incluidas” y no pocas filtraciones de conversaciones, grabadas por los espías del CESID, sobre su vida íntima. ¿Puede tener vida íntima el Jefe del Estado?

Es bueno recordar las palabras del entonces rey Juan Carlos I, en su discurso de Navidad de 2011: “… Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos. Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar”. Nadie puede dudar y se debe exigir que ostentar la representación de todos los españoles (es decir, de España) implica una conducta ejemplar. Y, según la RAE, “comportamiento ejemplar” significa, en su primera acepción, “que da buen ejemplo y es digno de ser tomado como modelo”.

El mayor activo de una institución monárquica, cuyos privilegios son inmensos, institución sostenida más por la opinión pública que por las leyes, no es otro que su ejemplo moral. No sería admisible que desde tan alta institución solo se tengan en cuenta los innumerables privilegios de los que disfruta (enumerarlos sería excesivo) y no se consideren también las obligaciones que comporta. El mundo ético no es sólo el de los derechos; a la ética también se le exige el cumplimiento de los deberes, como es, y muy principal, el de la ejemplaridad. En mi opinión es discutible que, en pleno siglo XXI, podamos considerar como privada la vida del Jefe del Estado. Y con tantos asesores monárquicos engarzados en la Casa Real y en las distintas instituciones del Estado es inexplicable, a los ojos de los ciudadanos de a pie, que nadie advirtiera el peligro físico, estético y ético de tantas aventurillas como hoy conocemos del emérito rey. La Casa Real no está para satisfacer los caprichos de su inquilino, sino para servir a la Jefatura del Estado. Y menos si esos “caprichos” se pagan con dinero de los ciudadanos. Quien ejerce tal jefatura debe actuar siempre en consecuencia con tan alta responsabilidad. Repetía Tarradellas con frecuencia que lo que nunca debe hacer un representante del Estado y un político es el ridículo.

Aunque conocido, quiero recordar aquí el famoso cuento de “el rey va desnudo”. Este rey convoca a los mejores sastres de su reino para hacerle un traje especial con motivo de su coronación. Un listillo con labia arrolladora convence al rey y a sus dignatarios para que se lo encarguen a él. Sería un traje mágico, con una advertencia: no podrá ser visto por los necios, solo las personas inteligentes serían capaces de apreciarlo. En el día señalado para la prueba, el rey contempla la mirada imperturbable y sonriente de sus ministros y cortesanos; ninguno quiere parecer necio, aunque nadie ve ningún traje. El rey, no queriendo tampoco parecer necio, premia y felicita al pícaro sastre por la maravilla del traje invisible. Llega el día de la coronación y el rey aparece en público desnudo. Puesto que nadie quiere ser necio, todos aplauden hasta que destaca la voz de un niño que grita: ¡El rey va desnudo! Pierde el rey la compostura e intenta taparse. Y todos, avergonzados por serviles se dan cuenta de la superchería. Razón tenía el libro bíblico del “Eclesiastés”: “Stultorum numerus infinitus est” (Es infinito el número de los necios).

Es curioso observar con qué facilidad el ser humano se deja convencer y actúa por vanidad o codicia, dos pasiones que mueven el mundo y que pueden, siguiendo el ejemplo del rey desnudo, dar por buenas las mayores aberraciones y estupideces; si añadimos, además, ignorancia, falta de información, adulación, servilismo, ambición o necia credulidad, tendremos la explicación de muchos de los silencios exigidos en todo lo referente a la Casa Real y más en concreto, a ciertas conductas del “campechano”. Mientras existan los que adulan al poderoso y silencian sus devaneos, existirá la posibilidad de que el poderoso se crea con el derecho a todo, incluso a “importarle una higa” las consecuencias. Si las democracias mejoran con más democracia, la verdad mejora no con ocultamientos serviles sino con más verdad.

No todas las personas e instituciones evolucionan al mismo ritmo. Da ahí que resulte inevitable que, con el paso del tiempo, convivan normas modernas y acordes con los principios de la justicia y la ética con otras ya desfasadas, anacrónicas y que contradicen el principio constitucional de que “todos somos iguales ante la ley” - frase que más de una vez ha repetido el monarca-. Uno de los ejemplos más ilustrativos de anacronismo es la proclamada irresponsabilidad de los Jefes de Estado en general y de los Monarcas en particular. El artículo 56.3 de la Constitución Española establece que la figura del Rey “no está sujeta a responsabilidad”. A cuenta del contenido de este artículo se ha extendido una interpretación acorde con la tradición (pero que, en modo alguno, es la única posible) tendente a concluir que el titular de la Corona está exento de responsabilidad alguna por sus actos, sean los referidos a sus funciones públicas o sean los relativos a su condición de persona física. En una sociedad moderna que un ciudadano en un Estado de Derecho y democrático pueda incumplir, por nacimiento, cuantas normas quiera sin asumir culpa jurídica alguna, es absolutamente indefendible. Con inteligencia democrática hemos superado la mentalidad imperante de los siglos XV y XVI de las monarquías absolutas, cuyo primer principio era que el poder del Rey emanaba de Dios; desde ese “razonamiento” se construyó la teoría de la inviolabilidad de la persona del monarca, su irresponsabilidad e inmunidad.

Es voz común que en la transición democrática hubo un énfasis trazado desde los poderes del Estado en construir mediáticamente una imagen blindada de la institución monárquica, y del rey Juan Carlos I en particular, que no se correspondía totalmente con la realidad. De ahí que exista en estos momentos una enfrentada controversia entre quienes defienden, “con uñas y dientes y una piel muy sensible”, el respeto silencioso a cuanto sobre su vida privada haga o haya podido hacer el rey emérito. Son aquellos políticos, tertulianos, periodistas, simples ciudadanos e incluso instituciones, capaces de criticar a todo y todos, pero que “no me toquen a la monarquía”. Y para invalidar toda crítica, apelan a la figura valiente de Juan Carlos en ese acontecimiento del 23 F de 1981, discutible en su interpretación histórica, como describe Javier Cercas en su libro “Anatomía de un instante”, para quien la conducta del rey antes del golpe no fue en absoluto ejemplar. Sin embargo, somos muchos los que defendemos el conocimiento de la historia desde una verdad no modificada ni manoseada de los hechos; y no porque nos importen en sí mismos los devaneos del monarca, pues carecen de interés sus relaciones sentimentales, sino por coherencia con lo que él mismo decía y exigía: “Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar”. Y más quien, desde tan alta institución, se confiesa públicamente católico y recibe todas las bendiciones y privilegios de esa religiosa institución. No se puede obviar que la iglesia católica, desde su rancia moral, condena el adulterio y rechaza de su comunión a quien incurre en él. Y mientras condena a los simples fieles en manifiesto adulterio a ser excluidos de los sacramentos, ha mantenido y mantiene un cínico silencio incomprensible con la monarquía. El cumplimiento de las leyes es condición necesaria pero no suficiente para la convivencia. Se exige un plus extralegal que se define con el concepto de ejemplaridad.

La ejemplaridad y la coherencia en la vida son deseables y convenientes, pero en la vida pública (y en la responsabilidad política) son exigibles. ¿Puede alguien inmoral en la vida privada ser virtuoso en la pública? Difícil. Cuando esto sucede, el cinismo se apodera de los dirigentes políticos y la verdad acaba por resquebrajar la confianza y la credibilidad. Hay algo incuestionable que los ciudadanos pedimos a los que mantenemos con nuestros impuestos en las instituciones: que se merezcan nuestra confianza, que nos la devuelvan en forma de credibilidad y servicio. Exigimos políticos ejemplares y esto porque quienes ostentan cargos públicos, al asumir mayores niveles de responsabilidad, se deben imponer a sí mismos mayores niveles de ejemplaridad. La ejemplaridad se ha convertido en una demanda ciudadana ineludible. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de ejemplaridad?

El filósofo español Javier Gomá, en su más que oportuno ensayo titulado “Ejemplaridad pública” define la ejemplaridad como “una rectitud genérica que involucra todas las esferas de la personalidad”. “Ser ejemplar implica mucho más que hacer lo correcto, más que simplemente seguir y cumplir con las normas. Ser ejemplar es tener un comportamiento capaz de despertar admiración y de querer ser imitado”. La ejemplaridad es, por lo tanto, identificación. En política esto se traduce con la capacidad de hacer algo más que lo correcto: se trata de hacer lo justo, lo conveniente. No debemos renunciar a la búsqueda de “ejemplos éticos” que regeneren la delicada salud de la esfera pública.

Si hoy contemplamos en algunos medios un escándalo de falta de ética ciudadana -criminalizada por los jueces- porque algunos padres que asistían a un encuentro de futbol de sus hijos se enzarzaron en una pelea, ¿se puede criticar que muchos ciudadanos estemos escandalizados al contemplar que quien es el Jefe del Estado incumpla como monarca constitucional católico sus compromisos públicos matrimoniales o derroche en censurables cacerías, realizadas con fondos públicos al mismo tiempo que, en medio de una salvaje crisis, se les exijan a los ciudadanos arduos sacrificios económicos…? Son estos solo algunos “ejemplos” pero evidentemente nada “ejemplares”, pues la ejemplaridad debe basarse en la conciencia de ser modelo para los demás.

Tal vez estas reflexiones molesten, incluso escandalicen, a píos monárquicos. Da la sensación de que preferimos vivir engañados, ausentes de una realidad que resulta molesta o dura, ajenos a la verdad que nos descubre muchas cosas que no desearíamos ver o saber. Pero es necio negar lo evidente, porque como decía Machado en “Juan de Mairena”: “La verdad es la verdad, dígalo Agamenón o su porquero”.

En una sociedad de libertades, suscribo lo que le decía Quevedo en su Epístola satírica al Conde Duque de Olivares: “No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo…/ ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”.

“El rey va desnudo”