viernes. 29.03.2024

Reinventar la normalidad

calles vacias

“Ninguna sociedad puede ser feliz y próspera
si la mayor parte de sus ciudadanos son pobres y miserables”.


De las muchas lecturas de las obras de Lope de Vega, hay una larga poesía de mis años jóvenes que, como las olas es recurrente a mi memoria. Se titula “A mis soledades voy”. En estos tiempos de soledad confinada, considero abrir estas reflexiones con el inicio de sus primeros versos. Son como esa música íntima que ayuda a entrar en uno mismo e ir hilvanando ideas, yendo lejos pero estando cerca: “A mis soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para andar conmigo / me bastan mis pensamientos. / ¡No sé qué tiene la aldea / donde vivo y donde muero, / que con venir de mí mismo / no puedo venir más lejos!”

Sería una osadía intentar resumir en unas líneas la trascendencia que, en un futuro inmediato en todo el mundo, pero especialmente en Europa, van a tener en nuestra vida estos momentos de “pandemia”; en apenas diez semanas, la pandemia del coronavirus ha cambiado el modo de vida de nuestra sociedad; de ahí que agregar trivialidad a la actual vida cotidiana no debe tener cabida en este momento. Es cierto que lo que hoy somos es el resultado de nuestras decisiones y elecciones del pasado; pero lo que seremos mañana será consecuencia de lo que hagamos hoy; tampoco deberíamos esperar la felicidad de mañana si perdemos la que nos puede ofrecer el día de hoy.

En su obra “La muerte de Jesús”, el Nobel de literatura, el escritor sudafricano John M. Coetzee, finaliza su historia con esta frase entre sus dos protagonistas, Simón y David: “Estamos buscando un sitio donde quedarnos, para empezar nuestra nueva vida”. En el fondo estos tiempos de encierro nos ofrecen la oportunidad de ser capaces de forjar en nuestras vidas una metamorfosis como mariposas y “volar” a un futuro diferente para empezar nuestra nueva vida.

Tal vez, en estos días de reflexión tranquila, hemos podido recordar experiencias pasadas para conocer lo que no ha funcionado en nuestra vida y para saber lo que sí queremos que funcione. No es momento para la ambigüedad; tenemos que ser capaces de entender que a los miedos hay que mirarlos de frente, son ellos los que paralizan nuestro mundo y desarbolan nuestra vida; hay que pasar de la inacción a reinventar la sana normalidad de nuestro futuro. No podemos invertir más tiempo en analizar los problemas que tenemos que en resolverlos. Hay que poner la lupa de la historia en que, si “un mundo mejor es posible”, también “es posible un futuro peor”.

Aunque sea memoria de un tiempo pasado, resulta sano recordar ese movimiento ilustrado, desarrollado en Europa durante el siglo XVIII, el “siglo de las luces”: luces como la lógica y la inteligencia práctica que deben iluminar nuestro mundo futuro; fue un paso firme en un intento de transformar las caducas estructuras del Antiguo Régimen, cuyas características fueron el optimismo, el laicismo, la creencia en la bondad del hombre por naturaleza, el imperio de la razón. Lo que quería el hombre ilustrado era llegar al amor hacia el prójimo partiendo de la razón y no de la revelación como se había hecho hasta entonces: en síntesis, fue un movimiento de búsqueda de la felicidad.

Una filosofía propicia para tiempos difíciles, como esta cuarentena impuesta por el Covid-19, con el fin de recuperar el pensamiento tranquilo y el dominio y control de los hechos y pasiones que perturban la vida, es el estoicismo, escuela fundada por Zenón de Citio en la Grecia de finales del siglo IV antes de Cristo, cuyos grandes exponentes fueron Séneca, Epicteto, Marco Aurelio. Los estoicos cultivaron una de las corrientes filosóficas más influyentes de la historia. Una de las obras más conocidas de Lucio Anneo Séneca, nuestro filósofo afincado en Roma, que sobresale sobre el resto de filósofos helenistas es “De vita beata” o “Sobre la felicidad”. Los estoicos propusieron aceptar las cosas que vienen como inexorables para entrar en la angustia que perturba la vida y que no está en nosotros poder evitar. “Sustine et abstine” es el principal mandamiento estoico: “Soporta y renuncia”. Como humanismo pagano no se puede pedir más; actitudes que sintetizan la definición de un orgullo que nacía de lo que el hombre llegaba a ser con su propio esfuerzo en la forja diaria de su carácter: “Soportar y renunciar”. No hay fórmula mejor para enfrentarse a la crisis que hoy angustia y amedrenta a tantos ciudadanos. Difícilmente se podría encontrar una fórmula mejor de moral mínima para vivir en tiempos procelosos de miedos e incertidumbres.

“Sobre la felicidad” (De vita beata) es un diálogo escrito por Séneca hacia el año 58 d.C. Destinado a su hermano mayor Galión, el diálogo está dividido en 28 capítulos que presentan el pensamiento moral de Séneca en plena madurez. Séneca, de acuerdo con la doctrina estoica, arguye que la naturaleza es “razón”; es la facultad que cualquier persona deberá emplear para vivir en concordia con la naturaleza y así alcanzar la felicidad. Propone el seguimiento de una secuencia lógica en el planteamiento vital, empezando por la definición de los objetivos que quiere conseguir. Como aconseja a Galión, en la toma de decisiones hay que apostar por despreciar los caminos del vulgo, que es el camino más trillado, más conocido y el que nos lleva al engaño, ya que la mayoría, el vulgo, prefiere confiar, creer a los otros que a juzgar por sí mismos; este error, conduce al precipicio.

La felicidad es el objetivo de la vida humana, cuyo bien supremo es alcanzar la tranquilidad del alma. Para conseguirla hay necesidad de un guía que ayude a elegir el camino recto y nos aleje de la opinión del vulgo. Todos quieren vivir felices, pero les resulta difícil porque no saben en qué consiste la felicidad: yerran en el camino de la elección; de ahí la necesidad de un guía que les ayude a evitar el error. El camino no consiste en imitar a quieres les precedieron. No hay nada peor que vivir siguiendo la opinión del vulgo, haciendo lo que hacen otros y no guiados por la razón. La vida feliz no consiste en seguir el criterio de la mayoría; el criterio mejor consiste en bucear en nosotros mismos para que seamos nosotros los que encontremos el bien de nuestro espíritu: sentirse bien con nosotros y de acuerdo con una decisión bien meditada. No es otra exhortación que el “conócete a ti mismo” socrático, o la sentencia agustiniana: “en el interior del hombre habita la verdad”, o la moral autónoma kantiana con la que actúo, no por mandato externo, sino por propia voluntad según mi conciencia.

Nuestros actos -sostiene Séneca- no dependen del juicio o criterio de otros ni del agrado que les ocasione, sino de nuestro propio criterio de bondad y coherencia, al tener claro que ese bien buscado es sólido y constante, frente al carácter efímero de lo aparente. Sólo se consigue si la mente está sana, bien formada en valores y de acuerdo a la cordura y la sensatez, dispuesta a utilizar los dones que da la fortuna, pero sin ser esclavos de ella. Sólo así se consigue la tranquilidad y, por tanto, la felicidad. La naturaleza es la guía para obtener la vida feliz, pero para ello es la razón la que debe observarla, consultarla y tenerla como maestra. Entonces, el placer es un hallazgo, no una búsqueda; no lo proporciona la vida virtuosa, sino que es un añadido, una consecuencia de la vida virtuosa, que no es otra cosa que vivir honestamente, porque la verdadera felicidad no consiste en tenerlo todo, sino en no desear nada.

Desde estas reflexiones sensatas, avaladas por la historia, habrá que empezar otra vez, a volver a la normalidad; aunque sea desde cero, habrá que intentarlo; pero empezar ¿a qué?: a volver a hacer comunidad, a construir solidaridad, a ayudarse mutuamente, a valorar lo que realmente vale y no lo superficial o superfluo; es decir, a “reinventar la normalidad perdida”. No se puede abandonar la lucha del compromiso antes de iniciarla, pues sólo fracasa aquel que no lo intenta; esa es la responsabilidad del “oficio de vivir”, como escribió Cesare Pavese en su diario: “Vivir es un oficio y nadie nos lo enseña”; en el que retrata con generosidad la belleza del mundo, disfrutando de las vidas de las personas comunes y sin pronunciar jamás una palabra de envidia por la buena fortuna ajena.

Si queremos reinventar la normalidad, nuestra consigna debe ser que no hay “un nosotros” sin “los otros”

Quien tiene convicciones debe vivir con ellas; si las traicionamos, ¿qué nos queda?, ¿recostarse en el escepticismo y el pesimismo?; esta actitud solo beneficia a los que viven “para sí” y no “para los demás”. Hay que empezar por dar a nuestra vida el sentido de cambio y progreso que nos estamos prometiendo en estos tiempos de “temor y temblor”. No podemos hacernos promesas que no se conviertan en realidades ni propuestas que no sean para proteger a los ciudadanos que hoy se ven sacudidos por las crecientes desigualdades que ocasionará esta pandemia. Si no sabemos acompañar a los más vulnerables, si no asumimos que los problemas de los demás son también “nuestros problemas”, después de estos tiempos, como escribe Camus en “La peste”, retornaremos al olvido y todo volverá a ser igual. Es necesario activar la empatía, escuchar y ponerse en la piel del otro, no basta la simpatía y “cantar desde los balcones: ¡Resistiremos!”. Nuestra consigna debe ser, si queremos reinventar la normalidad, que no hay “un nosotros” sin “los otros”; que los valores democráticos y ciudadanos no entran en los pactos, no son negociables, como no lo es retroceder al pasado, ni suprimir derechos y libertades, ni menguar la solidaridad, ni mantener la violencia de género, ni la exclusión… ¡Cuánta culpabilidad tendremos si borramos u olvidamos la memoria del presente y de lo mal que lo hemos pasado! Necesitaremos hacer un homenaje a todos aquellos que lucharon por nuestras vidas, a aquellos mayores que nos abandonaron en estos tiempos de dolor sin el abrazo de los suyos y que jamás en sus sueños pensaron irse en soledad. Ya lo escribió Borges en uno de sus versos: “Uno debe aprender a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado inseguro para hacer planes...”.

Sin embargo, pocos conceptos son tan ambiguos como el de “normalidad”; además de ambigua posee una carga importante de subjetividad. El concepto “normal” se utiliza con frecuencia y de manera indiscriminada en nuestra sociedad. En multitud de ocasiones escuchamos que ciertas cosas o comportamientos son o no son normales. Ahora bien, cuando intentamos definir la idea de normalidad, el asunto se complica. Es difícil delimitar qué es normal y qué es extraño o raro. ¿Qué dice la RAE al definir el término? Nada; pura obviedad: “Normalidad es la cualidad o condición de normal”. En un sentido general, la normalidad hace referencia a aquel o aquello que se ajusta a valores medios cuantitativos. Recuerda esa misma ambigüedad aristotélica, en su obra Ética a Nicómaco, cuando especifica de que la virtud “está en el medio”; es un tópico difícilmente comprensible cuando se analizan realidades con criterios y parámetros cuantitativamente no medibles. Si hacemos referencia al comportamiento, la normalidad está vinculada a la conducta de un sujeto que no muestra diferencias significativas respecto a la conducta del resto de su comunidad. En psicología se habla de comportamientos normales y anormales, pero fundamentalmente cuando se refiere a trastornos mentales. Sin embargo, no resulta fácil saber qué es lo que hace a una conducta algo anormal al calificarla bajo la etiqueta de “diferente”. En la práctica, carece de precisión.

Cuando en 1985 se aprobó el Real Decreto 334/1985, de 6 de marzo, de ordenación de la Educación Especial, bajo cuatro principios que habían de regir en la educación en todos los centros escolares: normalización de los servicios, integración escolar, sectorización de la atención educativa e individualización de la enseñanza; el eslogan de aquella campaña no pudo ser más acertado: “Todos iguales, todos diferentes”. Los rasgos de personalidad son muy complejos; bastan pequeñas diferencias entre dos personas para entender que se trata de dos sujetos, tal vez bien definidos, pero muy distintos; a pesar de la mitología, “los sosias” no existen. Si se examinara la personalidad de todos los seres humanos desde su ADN, si se los sometiera uno a uno a todas las situaciones posibles de la vida para evaluar sus reacciones, difícilmente se podrían establecer los límites de la normalidad.

Durante la gravísima crisis que culminó en la segunda guerra mundial, el movimiento existencialista se extendió por gran parte de los países europeos, articulándose en corrientes distintas, que acabaron llevando hasta sus últimos extremos todo lo positivo y lo negativo que contenía el existencialismo. Es decir, un marco realmente trágico, descorazonador. El imaginario popular suele presentar a los filósofos existencialistas como tipos pesimistas. Lo cierto es que este pensamiento es todo lo contrario a una manera pesimista de ver el mundo. Es una manera de responsabilizarse de las propias acciones y aprender a ver el mundo de la mano de nombres como Sartre, Simone de Beauvoir, Camus o Heidegger, pensadores con obras muy recomendables. La “Guía existencialista para la muerte, el universo y la nada”, del doctor en filosofía por la Universidad de Birmingham, Gary Cox, se empeña en reivindicar la utilidad del pensamiento existencialista para analizar las principales preocupaciones de los hombres y mujeres contemporáneos; en su libro hace un recorrido riguroso por las líneas fundamentales del pensamiento existencialista y un recordatorio de su constante actualidad y de su utilidad para afrontar la rutina de nuestras vidas. Y, quizá, también, para aprender a salirnos de ella.

En su obra Cox sostiene que la mejor receta del existencialismo es la de responsabilizarse de las propias acciones, porque la acción responsable es la única manera de cambiar la manera en que pensamos y sentimos; y sólo puedes cambiar la manera que piensas y sientes tu vida si cambias la manera de comportarte: es decir, actuando, siendo asertivo, en lugar de dejarte llevar por la corriente y las circunstancias en las que vives: siendo responsable de quién eres y qué haces. No aciertan quienes piensan que el existencialismo es una corriente filosófica pesimista. Es cierto que una de las conclusiones a que llega es la de que la existencia humana carece de sentido, de que es un absurdo, de que el hombre, como dice Sartre, es una pasión inútil. Sin razón suficiente, algunas corrientes de pensamiento de línea católica, critican la dura postura del existencialismo ante la existencia humana y, sin embargo, por extraño que parezca, mantienen la expresada en la biblia en el libro del Eclesiastés: “más felices son los muertos que los vivos y todavía más felices los que nunca han nacido”.

“Ser y Tiempo”, obra del filósofo alemán, muy discutido por su cercanía durante un tiempo al nazismo, Martin Heidegger, es una de las obras más influyentes en el desarrollo existencial. Dasein (término alemán, cuyo sentido literal es “ser – ahí” = existencia), es el término que Heidegger adopta para indicar el modo de ser proprio del ser humano. La existencia que tiene que realizar no es algo que él haya elegido libremente, sino que se encuentra, con independencia de su voluntad, arrojado en el mundo como mero producto del azar. Si en la filosofía tradicional se dice que la esencia precede a la existencia, en el “Dasein”, en el hombre, la existencia tiene primacía y precede a la esencia. Desde Sócrates se tenía clara esta diferencia: todo hombre es “un animal racional”, constituye su esencia, aunque cada hombre tenga unos caracteres individuales que le distinguen de los demás, pero esos caracteres individuantes, son puros accidentes. Para los existencialistas, en cambio, en el concepto hombre concreto, lo importante no es ser “un animal racional”, sino precisamente ese conjunto de caracteres que le individualizan, lo concreto, lo que le constituye y diferencia como “yo”, esos caracteres concretos los va adquiriendo a lo largo de su existencia; el conjunto de esos caracteres concretos son su real esencia, por ello la existencia precede a la esencia. Como dirá Sartre, no soy un ser aislado, mi mundo está integrado por aquellas cosas en las que estoy preocupado, con los otros que también “están ahí” y con los que me relaciono en mi vida. Mi existencia es una existencia en común y dentro de ella juega un enorme papel mi relación y preocupación por y con los demás hombres. De ahí la importancia que, desde el pensamiento existencial, tiene la vida de los demás; con ellos debo “reinventar la normalidad” futura. No en vano para Sartre, y esta es una de sus grandes obras, “El existencialismo es un humanismo”. Para él, el hombre no es otra cosa que lo que “él se hace”, esa es su responsabilidad. La amplitud del concepto de responsabilidad es, pues, mucho mayor de la que posee en el lenguaje habitual, y esto hace que la vida del ser humano se convierta en una “tarea” que es preciso diseñar personal, solidaria y críticamente sin dejarse llevar por las modas y los convencionalismos.

Con el Covid-19 estamos representando nuestras vidas en un escenario de ansiedad colectiva, en la que la vuelta a la normalidad no tiene fecha. Mientras tanto, habrá que recurrir al optimismo, tener claro si la vida merece la pena vivirla; hay que saber confiar en la profesionalidad colectiva de los que saben, de los profesionales, y no en las ocurrencias de algunos políticos y periodistas. El ensayo filosófico de Albert Camus, “El mito de Sísifo”, se abre con la siguiente cita de Píndaro: “No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible”. Porque la cuestión fundamental de la filosofía no sólo de Camus sino de todos los que “aquí somos y estamos” es analizar si la vida vale o no la pena de ser vivida. Y si vale la pena, considero que sí, es obligación de todos “reinventar una vida de normalidad en la que todos quepamos, pero viviéndola dignamente”.

En el epílogo “El animal que se convirtió en un dios”, de la magnífica obra de Yubal Noah Harari, “Sapiens, de animales a dioses”, el autor explora cómo las grandes corrientes de la historia han modelado nuestra sociedad, los animales y las plantas que nos rodean e incluso nuestra personalidad. Somos más poderosos de lo que nunca fuimos, pero tenemos muy poca idea de qué hacer con todo ese poder. Peor todavía, los humanos parecen ser más irresponsables que nunca. Y se pregunta: ¿Hemos ganado en felicidad a medida que ha avanzado la historia? ¿Seremos capaces de liberar alguna vez nuestra conducta de la herencia del pasado? ¿Podemos hacer algo para influir en los siglos futuros? De nosotros depende. Sin embargo, Harari lo cuestiona al finalizar el libro con esta angustiosa frase: ¿Hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?

¿Se estará refiriendo a nosotros? De ser así, no tenemos mayor responsabilidad en estos momentos que, entre todos, “reinventemos la normalidad”.

Reinventar la normalidad