jueves. 18.04.2024

¿Puede funcionar la democracia con “estos” partidos?

Imagen del 15M. (Foto: Prudencio Morales)

Si los partidos políticos pierden el suelo de la realidad de la gente, nos podemos encontrar con todo tipo de teorías políticas peregrinas, pero que no solucionan sus problemas. Entonces, ellos son “el problema”

Desde que España recuperó la libertad con la desaparición del régimen franquista, el protagonismo necesario y la restauración de los partidos políticos, a partir de 1978, éstos han sido pieza clave en el proceso de construcción del régimen constitucional y de la arquitectura democrática. Pocos españoles dudan en la actualidad, por el contrario, que, con el paso del tiempo, los propios partidos, los tradicionales y los emergentes, han ido generando hábitos de comportamiento (corrupción, burocratización, nepotismo, endogamia, elitismo, financiación irregular…) que apuntan a una manifiesta ausencia de democracia interna y una evidente debilidad con la consiguiente desilusión en la opinión pública.

El objetivo democrático de consolidar partidos fuertes ha resultado fallido. Existe en ellos, aunque pretendan disfrazarlo, un constante debate interno, una lucha de intereses políticos e ideológicos y un combate por el control de la organización y del poder, un poder que siempre lleva aparejadas inmensas y golosas ventajas; basta repasar los errores que desde el “desvaído azul”, entre ‘charrán o gaviota’, del Partido Popular y su débil y lelo liderazgo presidencial, pasando por los conflictos internos en el desnortado y acéfalo Partido socialista con un color no rojo sino “negro hormiga”, el contradictorio “naranja” de Ciudadanos, siempre deshojando “la margarita” y el inexistente proyecto morado “color cuaresma”, en rivalidad interna, de Podemos, vienen diseñando su actividad parlamentaria. Nuestro presente histórico y su incierto horizonte dibujan una evidente regresión política, económica, social y cultural; de ahí que la crisis de confianza en nuestras organizaciones políticas está haciendo estragos y ha comenzado a ser palpable socialmente.

Cada vez es más discutible esa tradicional concepción de que los políticos legítimamente electos (diputados o senadores, muchos de ellos de bajo perfil profesional) representan al conjunto de los ciudadanos; viendo cómo actúan en política, para muchos españoles ni siquiera representan ya a quienes les votaron. Vuelve a escucharse de nuevo ese grito nacido en el 15M: “No nos representan”. Resulta, pues, comprensible que frente al gran desafío al que los partidos tenían que enfrentarse después de casi 10 meses de un gobierno en funciones, en todas las encuestas que se realizan, los ciudadanos perciban la política, en un corporativismo obtuso, como uno de los principales problemas del país. Estudios sociológicos de ámbito europeo sitúan a España a la cola de la valoración ciudadana respecto a nuestra democracia y de nuestros políticos. Es significativo que mientras nuestra legislación regula con gran precisión la forma de prohibir y controlar algunas formas de expresar las libertades ciudadanas, por ejemplo, las de manifestación, prácticamente no están desarrollados los imperativos legales en cuanto a su financiación ni las exigencias de que su organización y funcionamiento interno deben ser democráticos. Así lo ve, en su excelente artículo “La caída de los dioses: de los problemas de los partidos a los partidos como problema”, el Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago, el profesor Blanco Valdés.

En 1911, Robert Michels condensó, mediante su “Ley de hierro de las oligarquías de los partidos”, la idea básica de que toda organización se vuelve oligárquica: “Tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría”. Los líderes, aunque en principio se guíen por la voluntad de la masa (la gente) y se confiesen comprometidos con ella, pronto se emancipan de ésta y se vuelven conservadores. El líder siempre buscará incrementar o mantener su poder a cualquier precio olvidando, incluso, sus viejos ideales. De ahí que Martin Lipse puntualizase que “solo mediante la competencia y el compromiso público en objetivos explícitos será posible limitar el mal uso egoísta del poder”, añadiendo que la democracia es un tesoro y que hay que trabajar incansablemente por descubrir la profundidad que encierra el sentido democrático (…), estimulando y consolidando en el ciudadano aptitudes intelectuales de exigencia crítica y fiscalización de la actividad política, con el fin de evitar esa obsesión de los políticos y los partidos por monopolizar las instituciones y controlar la mayor parte de los resortes de poder del Estado en interés propio y no comunitario.

Observando la realidad y cómo actúan, es difícilmente discutible que los partidos son instituciones escasamente democráticas. Existe la percepción de que los partidos sólo sirven para dividir a la gente; se critican permanentemente entre sí y los intereses que persiguen, en la práctica, apenas tienen que ver con los de la sociedad. De hecho, muchos ciudadanos creemos que, durante esos largos meses del gobierno del Partido Popular en funciones, la sociedad ha funcionado igual que sin gobierno, si no mejor. Analizando brevemente la realidad que observamos, de modo especial, la desigualdad existente y la brecha creciente entre quienes tienen todo y quienes nada poseen, y la respuesta europea y española que estamos dando al sangrante problema de los refugiados, nos debemos preguntar, con dudas e incertidumbre, si los partidos políticos son la solución o, por el contrario, son o aumentan los problemas. Es posible que, como consecuencia, entre otras causas, de los devastadores efectos de la crisis económica que hemos padecido y que aún padecemos, se ha producido un bache creciente entre las funciones constitucionales que se supone que los partidos deben de cumplir y las que cumplen en realidad. Superar ese bache es un reto político importante, de no ser así, puede ocurrir, como parecía previsible en Holanda (aunque los resultados de la elecciones han evitado que, después del Brexit y el éxito que supuso la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el populismo xenófobo representado por Geert Wilders, ese político de melena oxigenada y su Partido para la Libertad, haya recibido por ahora la primera gran derrota en Europa) y puede suceder en Alemania o Francia que surjan grupos o partidos prometiendo, con mentiras y falsas verdades, lo que tanta gente está deseando que le ofrezcan: soluciones rápidas a todos sus problemas que hoy están sin solución.

Teniendo como referente el artículo 1.1. de la Constitución de 1978 que reza así: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, señalaba más arriba que, al analizar la actual realidad social de España, observamos verdades que contradicen la letra y el espíritu de esa Constitución, que tan engolados y enfáticamente repiten nuestros parlamentarios para justificar su gestión: una, la desigualdad existente y la brecha creciente entre quienes tienen todo y quienes nada poseen y dos: la respuesta europea y española que estamos dando al sangrante problema de los refugiados. De ahí que muchos millones de ciudadanos nos preguntemos, con dudas e incertidumbre, si los partidos políticos son la solución o, por el contrario, son o aumentan los problemas.

Respecto a la desigualdad, a pesar de los datos de la mejora de la previsión de crecimiento para este año y la cifra del 2,2% para 2018, aportados por secretario general de la OCDE, Ángel Gurría, en el escenario de la sede del Ministerio de Economía junto al ministro Luis de Guindos, que reconocían el avance de la economía española en los últimos años (“Sería injusto -subrayaban ambos- no reconocerlo”), sería también injusto no reconocer que esos datos macroeconómicos encierran una verdad a medias, o mejor, una total mentira para la mayoría de españoles cuya economía real no ha crecido; al contrario, se ha reducido. Pues el crecimiento económico, si el ciudadano no lo percibe, no deja de ser más que una entelequia para la “tranquilidad y descanso” de los que viven bien con sueldos de fortuna, en los apacibles despachos del “poder político y económico”.

Y nada mejor para hacer patente esta vergonzante mentira de un gobierno poco sensible que confrontar la publicidad de su relato con la realidad de los datos del nuevo informe de Oxfam, que refleja cómo la súper concentración de riqueza en el mundo se ha agudizado en este último año, amenazando la estabilidad y el crecimiento mundial. Aunque en España, afirma el informe, crece desde 2014 el PIB, los resultados de esta reactivación económica solo parecen beneficiar a una minoría. El gobierno del PP nos vende con un optimismo falaz unos años de crecimiento económico como muestra de su buena gestión, pero la realidad es que la desigualdad se cronifica e intensifica. En la última década, según el “coeficiente de Gini” -indicador de la desigualdad de los ingresos dentro de un país- en España no ha dejado de empeorar y la situación actual de las familias y las personas más golpeadas por la crisis contradice el optimismo en torno a los principales datos macroeconómicos aportados por la OCDE y el gobierno de Rajoy:

  • España es el segundo país de la Unión Europea donde más ha crecido la desigualdad
  • Este aumento de la desigualdad se debe a una concentración de la riqueza en menos manos, a la vez que se produce un deterioro de la situación de las personas más vulnerables.
  • En el último año, hay 7.000 nuevos millonarios y la fortuna de tan sólo 3 personas equivale ya a la riqueza del 30% más pobre del país, es decir, de 14,2 millones de personas.
  • Mientras en 2015 este 30% más pobre vio reducida su riqueza en más de una tercera parte (-33,4%), la fortuna de las tres personas más ricas del país aumentó un 3%.
  • Entre 2008 y 2014, los salarios más bajos cayeron un 28% mientras los más altos apenas se contrajeron.
  • En 2015 la remuneración del ejecutivo con el salario más elevado multiplicaba por 96 la del trabajador promedio en las empresas del Ibex 35, y por 51 en el total de las empresas cotizadas.
  • España es uno de los países de Europa con menor capacidad para reducir las desigualdades a través del sistema fiscal (solo por detrás están Letonia, Bulgaria, Estonia y Lituania).
  • Las familias son las que soportan la mayor parte del peso tributario, aportando un 84% de la recaudación frente a un 13% de las empresas.
  • La inversión en Educación se ha reducido en un 30% desde 2010, y las familias se han visto obligadas a compensar esta menor inversión con un gasto mayor del dinero que aportan de su bolsillo: un 37,2% más.

Y respecto a la respuesta europea y española que estamos dando al sangrante problema de los refugiados, estos son los datos: España sólo ha acogido, al final de 2016, a 898 personas, lejos de las más de 17.680 a las que el Gobierno se comprometió. Existe una amnesia colectiva en la ciudadanía de que “lo que no está presente en la televisión o ya se ha solucionado o ya no existe”. Por desgracia, el problema continúa existiendo y es patente -los datos lo demuestran- el incumplimiento ético, político, humano y social del gobierno de Rajoy y el responsable silencio por no exigírselo de la oposición parlamentaria.

Ante este olvido de la sociedad, de los políticos y de los medios de comunicación, me resulta repugnante que se dediquen horas e imágenes continuas a hablar de “Messis y Ronaldos”, y del valor de los cuadros en las sedes de los Ministerios, como el del ex ministro Wert, bien situados -él y su pareja, la señora Gomendio, en París-, que, a tenor de su nefasta gestión en la educación, no solo no sería merecedor de cuadro alguno, sino del mayor de los olvidos.

Es inhumano olvidar, en cambio, que quien es forzado a abandonar su tierra, deja atrás lo que era; son los nuevos parias de la tierra. En su nueva situación, el tratamiento burocrático que les damos les rebaja de personas ciudadanas con dignidad y derechos a la de meros seres indiferentes y potencialmente indignos. El desgraciado Trump, la tan desgraciada Mari Le Pen y el no menos desgraciado holandés Geert Wilders, lo confirman con sus políticas xenófobas.

Todos los refugiados dejan atrás una historia y una vida y pasan a incorporar el número de “los nadies”, en expresión de Galeano. Son simples números abstractos encajados en procedimientos burocráticos. La gran paradoja es que los refugiados son acogidos en los diversos países en nombre de los derechos humanos, pero no tratados con tales derechos. Hannh Arendt, ejemplo de refugiada judía, señalaba en uno de sus principios políticos titulado “el derecho a tener derechos”, es decir, el derecho a pertenecer a una comunidad política, que hay leyes no escritas que funcionan con más fuerza que las leyes formalmente establecidas. Esas leyes no escritas, las del prejuicio cultural, las del desprecio social, aunque no son oficialmente admitidas -decía-, son las que más directamente afectan a los refugiados. Esas leyes tienen más fuerza en la silenciosa opinión pública y son más importante en las vidas de los refugiados que todas las declaraciones oficiales de hospitalidad y bienvenida.

No quiero terminar sin dejar este desgarrador texto de la propia Arendt, escapando del terror nazi, en uno de sus artículos titulado “Nosotros, los refugiados”: “Perdimos nuestro hogar (…), perdimos nuestra ocupación (…), perdimos nuestro idioma… Nos dijeron que olvidásemos y olvidamos más rápidamente de lo que nadie puede imaginar (…). Cuanto menos libres somos para decidir quiénes somos o cómo vivir, más intentamos construir una fachada, esconder los hechos e interpretar unos papeles. Fuimos expulsados de Alemania por ser judíos. Pero cuando, a duras penas, cruzamos la frontera fuimos convertidos en “boches” (término despectivo). Durante siete años hicimos el ridículo papel de intentar ser franceses o, al menos, futuros ciudadanos (…) Nuestra identidad cambia con tanta frecuencia que nadie puede averiguar quiénes somos de verdad (…) Cualquier cosa que hagamos, cualquier cosa que pretendamos ser, no revelará nada más que nuestro deseo insano de ser cambiados, el de no ser judíos…”.

Acabar con esta crisis de desigualdad extrema y esta insensibilidad humana hacia los refugiados requiere un giro definitivo hacia una economía y una política social más justas e inclusivas. Es hora de plantear los fundamentos de una alternativa, una economía y una política para la mayoría, que ponga por delante a las personas, especialmente a las más vulnerables.

Hacer política no consiste en la búsqueda de una verdad o solución final, dado que, de ser así, esa forma de actuar pone siempre un punto final al trabajo común. Hacer política no tiene como resultado buscar mi verdad o mi solución sino estimular a los otros a una solución compartida. Si los partidos políticos pierden el suelo de la realidad de la gente, nos podemos encontrar con todo tipo de teorías políticas peregrinas, pero que no solucionan sus problemas. Entonces, ellos son “el problema”.

¿Puede funcionar la democracia con “estos” partidos?