martes. 16.04.2024

De "profetas y todólogos"

Desde el mismo día de la convocatoria de las elecciones del 26J, una “conspicua suerte” de “profetas, tertulianos y todólogos”, como en “un casino”, iniciaron sus apuestas sobre quiénes ganarían o perderían votos y escaños y a quiénes “favorecería la fortuna” y quiénes sufrirían un descalabro. Y así han ido trascurriendo días y semanas, mientras llenan programas de radio, televisión y columnas de prensa, entre “profecías, opiniones, apuestas interesadas y encuestas sesgadas o cocinadas…”, intentando medir, con elucubraciones, las subidas y bajadas en apoyos populares de los distintos partidos políticos; focalizan “sus profecías” sobre quiénes ganan o pierden puntos o décimas o qué líderes suben o bajan en aceptación popular. Poco importan los programas (el 99% de los ciudadanos -incluidos muchos “profetas y todólogos”- los desconocen al completo) y qué esfuerzo e interés pusieron los partidos y sus líderes en pactar la configuración de un gobierno en la corta legislatura anterior. Lógico y coherente sería que los electores castigasen a aquellos partidos que han hecho imposible llegar a acuerdos, por dejación, pereza política, intereses partidistas y falta de esfuerzo. Pero, según lo que profetizan “algunos de estos expertos”, van a resultar penalizados los que más voluntad e interés han puesto en el intento.

Es cierto que existe una alto grado de descontento en los ciudadanos con los políticos y partidos que han gestionado estos años, dese la transición del 78 hasta nuestros días: la corrupción ha sido un importante motivo; sin embargo, ignorando cuanto de cambio positivo y progreso se llevó a cabo en aquellos tiempos, solo se pone el foco en la corrupción, el desempleo, la indignación y el desencanto; este descontento ha sido aprovechado por algunos medios al servicio de los nuevos partidos para hacer creer a los ciudadanos que solo los nuevos partidos son los poseedores de la honestidad, la honradez, la eficacia y la verdad, y que tan solo ellos nos van a poder sacar de esta prolongada crisis.

Hacerse una justa composición de la realidad política en las presentes circunstancias no resulta fácil: hay muchos vectores que se entrecruzan y que a la vez ensombrecen el horizonte. Somos muchos los que no tenemos aún focalizada la diana de nuestro voto. Es posible que al final de este recorrido de incertidumbre descubramos que las nuevas elecciones no eran la solución, sino un nuevo problema. Y este sí que sería el principio de un nuevo intento fallido.

La incapacidad manifiesta de aquellos políticos que consiguieron votos para llegar a los acuerdos necesarios mandatados por los ciudadanos en las elecciones del 20D, nos ha sometido a un escenario inconstante, confuso, caprichoso e incierto a la espera de los cambios que se puedan producir en las semanas que restan para las elecciones del 26J. Una vez más tenía razón León Tolstói cuando afirmaba: “Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”. He escuchado en estas semanas a muchos ciudadanos una idea que no considero disparatada y que admito sería una sabia propuesta a introducir en la necesaria y nueva ley electoral: “Ante la convocatoria de unas segundas elecciones por el fracaso en los pactos de los partidos políticos para constituir un nuevo gobierno, ninguno de los diputados elegidos en las elecciones anteriores podrá figurar en las nuevas listas”. Estoy seguro de que hasta las Cortes de Cádiz de 1812 darían su aprobación a esta propuesta. Sería el justo precio a pagar por su incapacidad manifiesta en la negociación.

A todos estos políticos, a los 350 diputados y 266 senadores -los viejos y los nuevos, los de arriba y los de abajo, los de la casta y los que dicen representar a la gente, los del centro y los extremos del tablero- es necesario decirles que si quieren recuperar la confianza de tantos ciudadanos que hoy tienen perdida, deben dignificar su identidad, su mensaje y su gestión; ¿cómo?: limpios de toda corrupción, honestos en sus acciones, templados en el trabajo, seguros de sus creencias, leales a sus electores, fieles a su palabra, claros en sus propuestas, conscientes de que cuando sus decisiones y opiniones tienen consecuencias prácticas sobre la vida de los ciudadanos, deben ser mantenidas con criterios de verdad y corrección, es decir, con transparencia y dispuestos a llegar a aquellos acuerdos necesarios aunque no sean el 100 por 100 de su programa; no responder a las expectativas depositadas por los ciudadanos en ellos equivale a no tener clara su identidad y responsabilidad; y sin identidad y responsabilidad, ni hay política ni hay democracia. En las listas para el 26J vuelven a estar los mismos candidatos, salvo raras excepciones. ¿Qué pueden, pues, decir en estas semanas que quedan para las elecciones que no hayan dicho ya? ¿Volveremos a la misma situación que la anterior? ¿Necesitamos escucharles de nuevo para que repitan las mismas promesas que ya nos ofrecieron? Estamos hartos de ver con qué facilidad manejan la célebre frase de Groucho Marx: “Estos son mis principios y si no le gustan tengo otros”.

A estas alturas, ninguno de los partidos que se vuelven a presentar nos puede garantizar que vayan a ser eficaces y resolutivos; deben ser conscientes de que ante las esperanzas defraudadas millones de ciudadanos se encuentran en la tesitura de no confiar en ellos ni tener claro por quién apostar. Los hechos desmontarán más pronto que tarde que las ensoñaciones en las que muchos confiaban pueden quedar de nuevo defraudadas: es tiempo ya de que nos dejen claras cuáles van a ser sus prioridades y posiciones ante los nuevos pactos y no qué palacios van asaltar ni que sillones quieren ocupar.

Resulta desolador tener que recordar una obviedad: que la democracia no vino de la nada. Es necesario despertar la memoria para que muchos que se consideran “la nueva política”, conozcan cómo llegaron a hacer posible una transición, que para millones de europeos fue modélica, esos a los que hoy de forma despectiva, casi insultante, les llaman “la vieja política”; muchos de ellos fueron testigos de los muros de un ominoso silencio y víctimas de la represión. Fue Julio Cerón, uno de los fundadores del “FELIPE”, persona ejemplar e irreductible defensor de la vida democrática, durante la dictadura franquista y más tarde durante los periodos más oscuros de la transición quien dijo que “cuando murió Franco durante la transición hubo mucho desconcierto porque no había costumbre”. Pero, a pesar de ese desconcierto y esa “falta de costumbre”, muchos de los de la “vieja política” fueron capaces, mediante el consenso y el olvido de tantos agravios, de transitar dignamente de una dictadura a una democracia en la que, con dificultades y errores, hemos  vivido los mejores momentos en los últimos siglos de nuestra historia.

No comparto ese mantra de que “el pueblo cuando vota nunca se equivoca”. Las elecciones del 20D, -me temo que también las del 26J-, demuestran lo contrario. Y la pregunta es obvia: ¿Quién tiene la culpa de este impasse? Si escuchamos o leemos las declaraciones de los distintos líderes políticos, nadie la tiene, pero todos culpan a los demás. Y sin embargo la responsabilidad es de “todos”, y en este “todos” incluyo a partidos, líderes políticos, medios de comunicación y ciudadanos. Los primeros, por haber tergiversado en no pocas ocasiones, cuando no manipulado la información y la realidad política y social; y los ciudadanos, por dejarnos manipular.

La democracia siempre ha sido un régimen de opinión pública, pero en ese juego de debates ideológicos hay que establecer reglas limpias y delimitar los campos. Desde hace años, pero más en tiempos electorales, los ciudadanos estamos recibiendo una constante lluvia de intoxicación mediática. Nos sentimos indefensos ante una manipulación orquestada con todos los medios que las nuevas tecnologías ponen al alcance de quienes intentan manipular.

Afirmaba Noam Chomsky que la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de un país. Quienes gobiernan o controlan los medios de comunicación intentan moldear nuestras mentes, definir nuestros gustos o implantarnos sus ideas, además de utilizar las emociones más que la reflexión. Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional y en el sentido crítico de los individuos o inducir determinados comportamientos o conductas. De este modo, el ruido de tanta manipulación impide al ciudadano reflexionar en el silencio, mirar dentro de sí mismo, calibrar, sopesar y votar con conocimiento. Es tanta la avalancha de información manipulada que nos llega que cuando estamos intentando sacudirnos la anterior, nos llega otra aún más sibilina. A esto hay que añadir que, en la actualidad, una frase ocurrente, una frívola opinión o un “twit” de 140 caracteres escrito por un fanático tienen más valor para la ciudadanía que una información seria y contrastada. Mucho me temo que en estas elecciones van a faltar conocimientos y va a sobrar carga emocional. Se va a votar con las pasiones y no con la reflexión crítica; se va a votar a personas y líderes “carismáticos” y no programas y propuestas.

Primero con las tertulias y luego con las encuestas y las redes sociales, la actual sociedad de la comunicación, en la que los smarphones, móviles o tabletas han adquirido más importancia que los libros y el diálogo reflexivo, está distorsionando en exceso la política española. La sensación que tenemos es la de un excesivo peso de intermediarios poco transparentes que no se limitan a hacer circular mensajes, sino que construyen corrientes de opinión sobre partidos y líderes, magnificando o disminuyendo su imagen e importancia; estos grupos de opinión (y presión) definen estrategias -como describe Chomsky- con el fin de desviar la atención del ciudadano de los problemas importantes mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes, mediante la configuración artificial de estados de ánimo o, lo que es peor, se inventan o realizan encuestas sesgadas que no justifican pero que van condicionando la dirección del voto hacia los que -según sus intereses- deben ser ganadores.

Da grima escuchar la soberbia intelectual de ciertos tertulianos (“profetas y todólogos”) sosteniendo  sus opiniones y elevándolas a la categoría de dogmas sin atisbos de duda alguna. En su libro “La duda y la elección” Norberto Bobbio escribió: "La tarea del hombre de cultura es, más que nunca, sembrar dudas, no recoger certezas". Y en términos parecidos se manifestaron Ortega y Gasset: “Siempre que enseñes, enseña a dudar de lo que enseñes”, y Bertrand Russell: “Todo conocimiento (o casi todo) es dudoso”.

Estamos en una sociedad mediática que ha sobrevalorado la opinión de los que participan en las redes sociales, olvidando que, por ahora, la mayoría de la ciudadanía no puede participar en ellas ya por carecer de ordenadores, smarphones, móviles o tabletas, ya por desconocer con habilidad su manejo. Y en sus conclusiones estos medios de comunicación, con cierto sectarismo, prescinden de la opinión de más de la mitad de la población al tener solamente en cuenta a quienes manejan hábilmente estos medios, que son, obviamente, los ciudadanos más jóvenes. Estamos presenciando el aumento de un fanatismo (no sólo religioso, también político) que busca “salvadores”. Se da la paradoja de que no importa ni se conoce lo que se vota (los programas y las políticas) sino a quién se vota. Sólo importa lo que tiene imagen y es noticia (al margen de su valor) en los medios y lo que no tiene imagen o noticia, no sucede.

Y sucede que los ciudadanos, desconcertados por tanta información sesgada y tanta promesa demagógica y populista, llegan a creer que, si los “suyos” alcanzan el poder, una nueva era de prosperidad les vendrá y de los cielos “manará leche y miel”, aunque estos milagros siempre resulten imposibles. Hay que tener mucho criterio y personalidad para no dejarse seducir por todo lo que dicen y prometen los líderes políticos, corregido y aumentado por sus voceros afines o por “profetas y todólogos” que “adivinan el futuro” o son capaces de opinar de todo. En las actuales circunstancias hay que desconfiar de tanto profeta y tertuliano y, como sostenía Kant, “llegar a alcanzar la mayoría de edad para ser capaces de tener opinión crítica propia.

José Cadalso (siglo XVIII) escribió una sátira bajo el título “Los Eruditos a la violeta”, en ella ridiculiza la pedantería de los eruditos superficiales que creen conocer de todo: son aquellos “profetas y todólogos” que de todo se atreven a opinar sin atisbos de duda alguna. Así los juzgaba:

“En todos los siglos y países del mundo han pretendido introducirse en la réplica literaria unos hombres ineptos que fundan su pretensión en cierto aparato artificioso de literatura. Este grupo de sabios pueden alucinar a los que no saben lo arduo que es poseer unas ciencias, lo difícil que es entender varias a un tiempo, lo imposible que es abrazarlas todas y lo ridículo que es tratarlas con magisterio y satisfacción propia, con el deseo de ser tenido por sabio universal… Ni nuestra era ni nuestra patria está libre de estos pseudoeruditos (…). A ellos va dirigido este papel irónico, con el fin de que los ignorantes no los confundan con los verdaderos sabios, en desprecio y atraso de las ciencias, atribuyendo a la esencia de una ciencia las ridículas ideas que dan de ella los que pretenden poseerla, cuando apenas han saludado sus principios”.

Y acabo con una constatación que irrita e insulta la inteligencia ética de muchos españoles: en estos meses de incertidumbre electoral se siguen destapando más y más casos de corrupción y evasión fiscal en ese partido minado de corrupción que es el Partido Popular; y sin embargo, según algunos sondeos como el de Metroscopia en “El País” del domingo 22, y otros, el PP sigue subiendo en intención de voto. ¡Resulta grotesca la paradoja de que cuantos más casos de corrupción se destapan en ese Partido mejores resultados obtiene! Algo falla en esta “España de charanga y pandereta… devota de Frascuelo y de María”. Menos mal que, superando su pesimismo, Machado concluye su poesía con un horizonte que alborea optimismo: “Mas otra España nace, / la España del cincel y de la maza, / con esa eterna juventud que se hace / del pasado macizo de la raza”. 

De "profetas y todólogos"