sábado. 20.04.2024

“La obviedad como discurso”

Lo peor para una monarquía que pretende su permanencia y estabilidad, es no afrontar, por mucho que cueste la cruda verdad y la transparencia, esa incómoda realidad que, desde siempre, pero más en estos momentos, ha sido la vida nada ejemplar del Emérito Juan Carlos I, por mucho que sea su padre.
mensaje navidad rey

“La adulación es uno de los más nocivos enemigos;
en vez de ayudar a alcanzar la verdad perdida,
confirma en la mentira que busca el adulador y en la que se instala”.

Maquiavelo


A pesar del interés y el morbo añadido por conocer si en el texto del Mensaje de Navidad 2020 del rey Felipe VI se abordaría el espinoso asunto de la regularización fiscal de su padre, el “rey emérito”, el mutismo hasta el día 24 a las 21,00 horas en torno a los temas y la elaboración de las palabras reales ha sido total. El mensaje parecía que iba a ser más trascendente que nunca, en este endiablado año de “pandemias y eméritos”. Se sabía que en la Casa del Rey existía gran preocupación por si el anunciado regreso de don Juan Carlos iba a eclipsar de algún modo el tradicional mensaje navideño; pero la decisión de Juan Carlos I de no volver a España en estas fechas despejó el camino. Según un portavoz de la Zarzuela, lo único que se podía decir es que las palabras del discurso habían sido fruto de un trabajo de equipo elaborado en la Casa del Rey y que, como todos los discursos reales, tenía el refrendo del Gobierno. Aunque precisaba que el toque final lo ha puesto el propio Felipe VI antes de grabarlo y pronunciarlo, pues a él le gusta hacer suyos los discursos, dado que su estilo de comunicación, con frases cortas y apenas florituras, es más directo y llano que era el de su padre.

En las quinielas y cábalas que el mundo de la prensa y la política, incluso este año, en la opinión popular, suponía, y muchos así apostaron, que en el Mensaje el Rey hablaría de la pandemia que ha cambiado nuestras vidas, haciendo suyo el dolor de tantos y tantos españoles y familias atravesadas por la enfermedad o que han perdido alguno de los suyos; que abordaría los riesgos de que la crisis y dificultades económicas causadas por la covid-19 pudiese derivar en una crisis social, que señalaría que algunos colectivos, especialmente los más vulnerables no pueden quedar desprotegidos, que los problemas futuros pueden ser enormes pero no insalvables, pues nuestra democracia y Europa son dos referentes de seguridad y en ese gran esfuerzo nacional y europeo estamos todos comprometidos. Nadie descartaba, asimismo que en sus palabras reforzaría el interés y el deseo de una monarquía transparente e íntegra como hasta ahora él ha representado y afirmó en su discurso de toma de posesión y, como ya dijo en circunstancia parecidas su padre, que todos somos iguales ante la ley y que la ética debe presidir la vida de todos sin distinciones. Como digo, demasiados españoles señalaron que estas o parecidas ideas estarían incluidas en el discurso real.

Escuchadas las palabras del Rey, es evidente que el lenguaje obvio ha presidido el discurso

Finalizado el Mensaje, quienes así apostaron en esa posible y previa quiniela, pueden estar contentos: ganaron. No así quienes pensaban, y eran muchos, que Felipe VI abordaría el espinoso asunto de la regularización fiscal de su padre, dando una clara respuesta a la permanente falta de ejemplaridad ética del “emérito”; no fue así, el resultado del medido y obvio discurso frustró tales expectativas. No es acertado -es poco realista-, crearse altas expectativas pensando, desde las propias convicciones, que otras personas van a actuar y comportarse como nosotros esperamos, y más, si esas circunstancias no las podemos controlar. Mucho menos, cuando esas personas representan a altas Instituciones y viven bien instalados y cómodamente, con familiares y bienes, en ellas. Tales expectativas son en sí mismas demasiado ilusas y, por tanto, frustrantes. Cuando las ilusiones se basan en lo que alguien va a decir, cuando las expectativas se aprisionan en las palabras, cuando todo se espera del lenguaje y sólo en el lenguaje, éste puede convertirse en “palabrería” que al final se lleva el viento. Escuchadas las palabras del Rey, es evidente que el lenguaje obvio ha presidido el discurso. Si en el texto del mensaje el escritor hubiese insertado frases como “lo más importante es la paz entre nosotros, o la pobreza hace al hombre desgraciado, o el dinero no es lo más necesario en tiempos de pandemia”, tales obviedades hubiesen parecido aciertos, escalando altura en la esfera de lo social y a todos los que han aplaudido les parecerían las acertadas reflexiones de un joven monarca “muy preparado”, porque lo fundamental y lo que exige el protocolo real es que, en estas fechas, el rey llene “el silencio, institucional”, aunque diga lo que ya todos sabemos. Cualquier persona medianamente inteligente, formada e informada, ayudada, además, por un grupo escogido de asesores, en parecidas circunstancias y situaciones, personales y externas, que pretendiese resguardar “su trono y su cargo”, hubiese escrito parecidas y evidentes obviedades. De ahí la claridad que define el concepto “obviedad”: “Afirmación completamente evidente o que no añade información adicional alguna”. Considerar importante lo que es obvio no es un signo excesivo de inteligencia lógica. Es tanto, y a la vez tan poco, como que un periodista escriba que “Pablo Casado quiere llegar a ser presidente del gobierno”; o que Díaz Ayuso profetice y aclare que “Madrid es España y que España es Madrid”.

Desde el “Crátilo” diálogo de Platón, la primera obra conocida sobre lenguaje y el mito de la lingüística, en el que se afirma que la lengua es una herramienta que sirve para que una persona le diga a otra algo comprensible sobre las cosas, o desde que Descartes apostó por el racionalismo moderno, analizar lo obvio constituye un objetivo elemental pero no simplista de la filosofía y de la política; no es infrecuente encontrar serias dificultades para explicar lo obvio, porque lo que unos consideran obvio puede ser para otros un imposible descubrimiento. Así lo sostenía el filósofo rumano Emil Cioran: “A veces para explicar lo obvio hay que hacerlo a través del absurdo”. Lo que para algunos periodistas, tertulianos y políticos ha sido un discurso magnífico, adecuado a la situación de incertidumbre colectiva que padecemos, para otros, ha sido un discurso plano, miedoso e insuficiente ante lo que se esperaba de denuncia explícita del comportamiento nada ejemplar del Rey emérito. La impresión que deja es que no se llega a saber si lo importante del discurso era lo que decía o simplemente quién lo decía. Lo hemos visto de inmediato en las noticias de prensa y en las declaraciones y juicios de algunos políticos sobre el Mensaje del Rey. Ejemplificándolo en dos opiniones diferentes, mientras que para Pablo Casado ha sido un mensaje impecable, en el que Felipe VI ha mostrado su cercanía con los españoles que peor lo pasan por la pandemia y la crisis, defendiendo la unidad nacional, la concordia constitucional y la ejemplaridad de las instituciones, pues tenemos un gran Rey al frente, para el portavoz de Unidas Podemos en el Congreso de los Diputados, Pablo Echenique, en su cuenta oficial de Twitter, criticaba el discurso del Rey al no condenar de forma explícita las actividades corruptas de Juan Carlos I ni su evasión fiscal y por no haber explicado por qué ocultó los negocios turbios de su padre que ya conocía, al menos, desde marzo de 2019.

Y ciertamente, quienes conocen bien cómo suelen comportarse gran parte de los que dirigen las Instituciones tanto públicas como privadas, difícilmente pueden realizar una autocrítica si en ella sale perjudicada no sólo la Institución que representan (en este caso la monarquía), sino la estabilidad de su propia persona en ella. Parece que ignoran que, cuando con sinceridad reconocen sus errores, al hacer autocrítica, su credibilidad ante los ciudadanos crece, pues es un valor que hace que los miembros de una sociedad tengan conciencia de cómo sus actos afectan el comportamiento de la propia sociedad. Como decía Baltasar Gracián, adelantándose al imperativo categórico kantiano: “Hemos de proceder de tal manera que, por hacerlo, no nos sonrojemos ante nosotros mismos”.

Convertir en ventaja el inconveniente, la desgracia en estímulo y los errores propios en maldades ajenas, es la obsesión de los políticos que venden ilusiones para tapar sus fracasos; es como si acabaran de descubrir el artificio de hacer de la necesidad virtud. Bien lo describía Baltasar Gracián acerca de las palabras y frases ingeniosas en su obra “Agudeza y Arte de Ingenio, en que se explican todos los modos y diferencias de concetos, con exemplares escogidos de todo lo más bien dicho, así sacro, como humano”. En el discurso XVIII de su obra, Gracián escribe sobre los artificios de la inventiva y las tropelías del ingenio; consiste en transformar el objeto y convertirlo en lo contrario de lo que parece; ponía el ejemplo del Gran Capitán que, “habiendo pegado fuego a la pólvora en aquella memorable batalla de la Chirinola (palabra que procede de Ceriñola, batalla librada junto a la ciudad italiana de Cerignola por franceses y españoles en 1503), animó a sus gentes diciendo: “¡Ea! Que no es desgracia lo sucedido, sino luminarias anticipadas de nuestra pronta victoria”.

Es la agudeza del ingenio con la que actúan y hablan algunos políticos o instituciones en el poder: en lugar de callarse, con lo que conseguirían que nadie pudiera refutar sus banalidades, dicen obviedades (“luminarias anticipadas” según Gracián) en la confianza de que nadie les exigirá una demostración. Así lo decía el que fue secretario de Estado de EEUU, Frank Billings Kellogg: “el silencio es una de las cosas más difíciles de refutar”. En nuestra actual sociedad española, en sus políticos e instituciones, incluida la monarquía, hay pocos especialistas en callar, aunque sea en la versión de disfrazar los silencios de discursos llenos de palabras vacías y demasiados expertos en obviedades evidentes que no necesitan demostración. No se puede camuflar el discurso real con luces y colores como si Felipe VI hubiera descubierto la rueda. Creer que los ciudadanos van a quedar deslumbrados por un conjunto de obviedades escondidas en un montaje escénico muy preparado, por un discurso pretencioso, leído y muy trabajado por muchos, es mucho pretender y un juego peligroso, que deja a la Institución en una posición distante y desamparada.

El monarca dice lo que le conviene a él y a la Institución que representa para mantenerse en ella y no lo que de verdad interesa a los ciudadanos

Pero tampoco conviene confundir el mal con sus síntomas. El problema no ha sido la falta de información novedosa en el discurso de Felipe VI, ni que muchos le aplaudan y otros le critiquen, ni que algunos ciudadanos ya no confíen en la monarquía como Institución, ni que otros crean que es la izquierda la que se la quiere cargar: ese no es el problema; el problema es que muchos ciudadanos, desde aquel “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir” de Juan Carlos I, tras su caída en la cacería de Botsuana​, sus palabras se esfumaron como los fuegos fatuos y, de inmediato, volvió a las andadas. Hoy pocos españoles confían en él; ha perdido toda su aparente credibilidad. En consecuencia, muchos españoles ya no confían en las palabras que el actual monarca pueda leer o pronunciar en estos discursos tan medidos y nada espontáneos: dice lo que le conviene a él y a la Institución que representa para mantenerse en ella y no lo que de verdad interesa a los ciudadanos.

Que toda mala gestión política concluye en un fracaso y que la muerte es la negación de la vida además de una evidencia también es una obviedad. En el campo semántico de lo obvio, pudiera pensarse que se trata de algo que olvidamos con facilidad o que muchos evitan para no meterse en líos. Pero es lo mismo que decir que “Bilbao está más al norte de España que Madrid”; también es una evidente obviedad y así podemos continuar generalizando; pero las generalizaciones si no equivocadas, al menos, son inexactas, incluso afirmarlo puede ser también una equivocación, porque es una generalización. Sin embargo, en toda generalización subyace una verdad difícilmente refutable. Es lo que tiene no ser testigo directo de la realidad, que por mucho que te lo cuenten no termina de ser una obviedad.

Quien maneja el poder se enfrenta a muchos desafíos a lo largo de la vida y de su gestión, incluso a diario; de ser inteligente, esto debe crearle no pocas dudas sobre su opinión, incluso desconfianza en sí mismo; le harán cuestionarse sobre cómo despejar las dudas; necesita hacerse con frecuencia un ejercicio de introspección sobre sus fallos o aciertos; los primeros, para evitarlos de nuevo, los segundos para mantenerse y afianzarse en ellos. Es un ejercicio agotador llegar a saber por qué se ha fallado; tal vez el inicio de esas necesarias reflexiones es preguntarse lo más elemental: si se está en posesión de aquellas habilidades necesarias para desempeñar el cargo y el poder que se tiene. Lo que menos le puede ayudar es rodearse de lacayos o serviles “pelotas” que le aplauden hasta los errores evidentes. Cuestionarse el ejercicio de la propia gestión puede resultar incómodo, pero es una buena terapia para la renovación y el cambio necesarios; ampliar las correctas perspectivas, ver, adivinar las oportunidades donde otros no las ven, es lo que diferencia un inteligente de un torpe gestor o político. De no ser así, el fracaso está garantizado.

En una sociedad en la que estamos sometidos permanentemente al escrutinio de los demás, lo obvio se ha convertido en el refugio de los inseguros. Decir obviedades no es arriesgado porque la obviedad jamás te evalúa. Resulta más cómodo hablar y defender lo que la gente cree, aquello de lo que no duda y considera social y políticamente correcto, que cuestionar sus ideas y creencias. En eso ha consistido, a mi juicio, el mensaje navideño del Monarca: mantenerse, parapetarse en lo obvio. Sabía de antemano, a quién tenia que contentar (PP, Vox, Ciudadanos, incluso a una gran parte del PSOE, en palabras de Cristina Narbona, y lo ha conseguido) y a quién no, a la izquierda y al mundo político independentista. Si el novelista inglés, William Makepeace Thackeray escribió, “La feria de las vanidades” para un mundo en el que nada era lo que parecía, quien ha escrito el discurso de Felipe VI en este 2020, podría haberlo titulado “Las navidades de las obviedades”. Lo peor para una monarquía que pretende su permanencia y estabilidad, es no afrontar, por mucho que cueste la cruda verdad y la transparencia, esa incómoda realidad que, desde siempre, pero más en estos momentos, ha sido la vida nada ejemplar del Emérito Juan Carlos I, por mucho que sea su padre. La democracia, incluso la monarquía cortesana, exige siempre dignidad, no servilismo. Es bueno recordar lo que Shakespeare decía en su obra, en boca de Ricardo II: “Insegura está la corona sobre la cabeza de quien la ciñe cuando existe culpa, pero no arrepentimiento”, sin olvidar que los aduladores son como la maleza que crece al lado de la planta principal; ella cree que la están acompañando y ayudando, pero, en realidad, la están parasitando y la debilitan, también de Shakespeare. Y concluía: “Quien se complace de ser adulado es digno del adulador”. Buena advertencia para cualquiera que detente y se instale en el poder.

“La obviedad como discurso”