viernes. 29.03.2024

“Necesito culpables”

 “No aceptes lo habitual como cosa natural. Porque en tiempos de desorden, de confusión organizada, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer natural. Nada debe parecer imposible de cambiar”.
Bertolt Brecht


El pensador austríaco Iván Illich criticó la sociedad de consumo y sus instituciones de forma radical y transversal; su pensamiento y su obra son una síntesis de los problemas actuales y un elogio a la autonomía del pensamiento, a la que amaba por encima de todo. La obra de Illich, ignorada en las últimas décadas, hoy es un pilar fundamental para quienes conciben un mundo en el que exista autonomía e independencia entre el estado, las instituciones y los poderes que nos inhabilitan. Uno de sus breves ensayos lo titula “Profesiones Inhabilitantes”.

¿Cuáles son para Illich las profesiones inhabilitantes? En sus páginas desglosa los problemas que la sociedad actual y tecnológica causa al individuo y a la sociedad a través de la “profesionalización”. La creación impuesta y auto aceptada de nuevas necesidades, con frecuencia innecesarias y banales, abre una brecha entre el individuo que aspira a una vida libre y autónoma y la sociedad moderna, que cada vez lo incapacita más para poder salir de la misma; lo “inhabilita” para tomar las riendas de su vida y, de manera colectiva, crear la sociedad libre a la que aspira; simplemente sobrevive, aun cuando lo haga rodeado de esplendor y poder. Advierte del peligro que corremos si se deja en manos del progreso la libertad y autonomía de los individuos; la pregunta que se hace es clara: ¿Es avance cualquier progreso? Apela al sentido común de aquellos que pretenden una transformación política al margen de las instituciones y de la moral; para Illich cualquier moral se funda en la idea de que un acto tiene consecuencias que lo justifican o lo cargan de responsabilidad; previene de las consecuencias que conlleva la sociedad de masas despersonalizada, absorbida por el progreso técnico y la especialización de todos los campos de la vida diaria, alejada de esa necesaria, certera y sensata crítica contra un mundo que nos ciega y nos inhabilita.

Afirma Illich que a algunas personas les llamamos “profesionales” porque las ocupaciones, trabajos y servicios que ofrecen mantienen una posición privativa y exclusiva en la sociedad. En la categoría de “profesionales”, entre otros, incluye a los políticos. En el mercado laboral los profesionales son recursos humanos formados para realizar actividades propias de una ocupación específica, por eso se les otorgan certificaciones y privilegios que los distinguen del resto de la sociedad; se rigen por disposiciones legales que certifican su formación, su colegiación, su elección y sus modos de actuar en la sociedad. Como señalaba Alian Touraine, estos profesionales de profesión dominante llegan a convertirse en tecnócratas, en dirigentes que entran en la administración del Estado o en grandes empresas estrechamente vinculadas con ella por su importancia y en los partidos y ambientes de decisión política; en este sentido se convierten en “la élite del poder”. Son hombres y mujeres que nutren partidos políticos y grandes empresas, profesionales habilitados para “objetivar un modelo de sociedad, de valores sociales y sistema económico que justifica la desigualdad, la exclusión, la uniformización y la concentración de conocimientos, recursos y ganancias, causa de estructuras injustas de poder”. Alcanzada esta “habilitación”, llegan a considerar que poseen la capacidad, el derecho y los conocimientos para hablar de todo, opinar de todo, legislar de todo: es el modelo de “políticos sabelotodo” capaces de socavar y subvertir la democracia. Es el nuevo lema del despotismo ilustrado de finales del siglo XVIII: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”. Estos políticos, acostumbrados a ocupar todo el espacio público, olvidan que están subordinados al protagonismo de la sociedad.

Iván Illich lo llama “la época de los profesionales habilitantes”, pues la mejor forma de concluir una época es darle un nombre contundente; la gente tiene “problemas” y ellos son los expertos que determinan e imponen las “soluciones”: qué hay que hacer y bajo qué condiciones. No es extraño que estemos, como decía Bauman, no ya en una sociedad líquida, sino gaseosa; o, empleando el término de una corriente artística italiana, en la que la banalidad ha entrado en el terreno del arte, según la calificación de Germano Celant: “arte povera”, también podemos calificar nuestra actual situación en España de “política povera”, en la que la banalidad y la incoherencia están desmoronando la política y la confianza ciudadana: vivimos en una encrucijada de progresos y retornos, entre la historia de un pasado aceptable, un presente “povero” y un futuro incierto.

España se está instalando en el bloqueo político, en un momento difícil en el que la mayoría de actores políticos admite que no existe sentido de Estado: falta lealtad, sinceridad y confianza

España se está instalando en el bloqueo político, en un momento difícil en el que la mayoría de actores políticos admite que no existe sentido de Estado: falta lealtad, sinceridad y confianza; se antepone la autocomplacencia al placer y al deber de servir a la ciudadanía, el orgullo y el “ego”, a la moderación y la templanza. Este tiempo político será recordado como un momento en el que la política se desintegra, en el que los electores, conducidos por “políticos inhabilitantes”, entregan el poder de legislar sus necesidades y problemas a líderes mediocres, renunciando al derecho de decidir qué quieren y quién quieren que lo gestione. Han cedido su representación a partidos dirigidos por frívolas oligarquías, que ignoran qué hacer con sus votos. La falta de diálogo puede conducir inexorablemente a nuevas elecciones. Hay quien señala, como opción y lección a los políticos actuales que, de haber nuevas elecciones, deberíamos “votar todos lo mismo que el pasado 28 de abril” y situarles en la misma encrucijada en la que ellos nos han situado. El voto no es un cheque en blanco que les otorgamos para que satisfagan sus egos y alcancen “poltrona y sillones”, sino para que lleguen a aquellos acuerdos que beneficien a los ciudadanos y mejoren sus vidas.

Todo texto tiene un pretexto que lo antecede, una excusa que mueve a escribir, un motivo o una experiencia que lleva a la reflexión. A veces es bueno sumergirnos en los clásicos, aunque sean antiguos; en ellos encontramos consejos, sabiduría, conductas recomendables o rechazables, actitudes engañosas y ejemplos virtuosos a imitar o indeseables.

El filósofo y novelista francés Albert Camus empezó a escribir la historia de Calígula, el tercer emperador romano, en 1938, un momento terrible e imborrable en la historia de la humanidad, al borde del horror de la Segunda Guerra Mundial; la publicó en 1944, cuando aquel infierno, inimaginable al principio, era ya una realidad en Europa. “Calígula” es una reflexión sobre el poder y las relaciones humanas que nos confronta con la soledad del poder y su tiranía, a la vez. La tiranía se produce y robustece con la docilidad de los “patricios” o los aduladores del poder. Haga lo que haga Calígula no hay resistencia contra su tiranía, los patricios (los aduladores) no reaccionan ante nada. Con una mansedumbre increíble, soportan incluso la vejación de “sus altares y dioses” (o la traición a sus programas o principios): “he comprendido que la única manera de igualarme a los dioses es ser tan cruel como ellos”, exclama Calígula.

En breves palabras esta es la trama de la obra: tras la muerte de Drusila, su hermana y amante, Calígula sufre un cambio radical; el amable y dócil emperador, se transforma ahora en un verdadero tirano; se percata de la banalidad de su poder ante la inevitabilidad de la muerte. Ya nada lo detiene, enloquece. Calígula lo tiene todo: el poder del más grande imperio de la época. Su ambición es conseguir lo que no posee; pretende lo imposible: ganar a la naturaleza. No tiene ni límites ni frenos éticos; vive en la “anomía”, cuando un sujeto no puede lograr sus objetivos, la frustración le provoca el deseo de realizar conductas antisociales y criminales: experimenta una quiebra de la regulación moral sobre las pasiones humanas; una auténtica tragedia, no sólo para los demás, sino también para quien vive en esa ausencia de moral. Creyéndose más poderoso que los dioses, ordena matar a quien se le antoja; tiránico y caprichoso, hasta extremos impensables, utiliza razonamientos delirantes, aunque bien trenzados: es el llamado “imperio de la lógica de Calígula: el triunfo de una lógica criminal”. De forma implacable arrasa con todo y con todos, da muerte a unos, tortura a otros y busca sólo liberarse de una opresión que lo atenaza: la obsesión por la muerte. Su loco desenfreno desata la furia del pueblo que, liderado por Casio Quereas, tribuno militar de la Guardia Pretoriana, organiza un plan de venganza que termina con su muerte. Para Camus, Calígula es la historia del más humano y más trágico de los errores y horrores. Es infiel a los seres humanos debido a la excesiva lealtad a sí mismo. Piensa que la libertad total consiste en ejercer su poder omnímodo sin restricciones ni trabas, más allá de todo límite hasta sus últimas consecuencias. “Se trata -dirá- de hacer posible lo que no lo es”. Las víctimas de Calígula no fueron felices, pero él tampoco, sentencia Camus.

Su locura y sus frías e implacables medidas son el resultado inapelable de su razonamiento lógico. Da oportunidades a lo imposible. “Acabo de comprender por fin la utilidad del poder. Hoy, y en los tiempos venideros, mi libertad no tendrá fronteras”. Comienza a ejercer su libertad, una libertad que al final reconocerá errada pues nadie puede destruirlo todo sin destruirse a sí mismo. En la escena XII del Acto I, Calígula, exaltado, grita: Haced entrar a los culpables. Necesito culpables. Y todos lo son. Quiero que entren los condenados a muerte. ¡Público, quiero tener público! ¡Jueces, testigos, acusados, todos condenados de antemano! ¡Les mostraré lo que nunca han visto, el único hombre libre de este imperio!

Señalaba anteriormente lo recomendable que es acudir a los clásicos. Cita el Eclesiastés una frase atribuida a Salomón: “Nihil novum sub sole” (nada nuevo existe bajo el sol); cuanto creemos que algo es novedoso, resulta que ya está inventado, dicho o hecho. Tal vez mi larga reflexión sobre el personaje Calígula de Camus, en otro contexto histórico, con otros personajes menos extremistas, crueles o censurables, en la sociedad y en la política, se reproducen también hoy en conductas imitables o rechazables, en actitudes engañosas, en ejemplos virtuosos o indeseables. Cuántos políticos, para justificar sus errores o fracasos, como Calígula en la escena citada, gritan o exigen: “Necesito gente, espectadores, víctimas, culpables. Hacedlos entrar. Que empiece la farsa o el espectáculo”. En lugar de una autocrítica sincera y reconocer su mala gestión, buscan víctimas. Como Calígula “necesitan culpables”; montan la farsa, el espectáculo. Es, en último término, el inicio de la frase más famosa de las obras de Shakespeare: “Ser o no ser, ésa es la cuestión”, con la que introduce el soliloquio de Hamlet, príncipe de Dinamarca, hundido por la muerte de su padre. Es decir: ser un político honesto o no serlo, es la cuestión que solucionaría la mayor parte de los problemas de nuestra democracia.

Existe en la sociedad la impresión de que la ideología predominante en los jóvenes políticos que lideran los partidos es hoy el oportunismo y el deseo de poder “mandar”

Existe en la sociedad la impresión de que la ideología predominante en los jóvenes políticos que lideran los partidos es hoy el oportunismo y el deseo de poder: “mandar”. Consiste en ver quién llega a La Moncloa, sabiendo que, si uno lo consigue, los otros se ponen a la cola sin la seguridad de futuro de poder alcanzarlo. A un diputado se le elige en un día; un político honesto necesita demostrarlo toda la vida. No es políticamente ético ni democrático utilizar la vida de los demás para justificar los propios fracasos. Como ejemplo, hago referencia, en mi opinión, al montaje de Ciudadanos en la marcha del “Orgullo” del sábado día 6. Si son incapaces de resolver sus contradicciones, que no busquen culpables fuera de su partido y sus líderes. La actitud de Ciudadanos es una buena muestra del infantilismo de la sociedad en la que vivimos, ese pensar que, si lo deseas, todo lo puedes lograr, que los actos irresponsables no tienen consecuencias. Es una contradicción censurable intentar formar gobiernos, aunque lo hagan a escondidas, con un partido homófobo, partidario de terapias de reeducación para homosexuales y luego plantarse en “el Orgullo”, sin cumplir con las condiciones pactadas por las asociaciones convocantes de esa marcha reivindicativa, uno de cuyos puntos pedía “no valerse de la extrema derecha para gobernar”. No todo vale. Censurando algunos actos, democráticamente inaceptables, de unos cuantos participantes (la asistencia se estimó en casi un millón de personas), y sin restar importancia, lo que les echaron en cara a los militantes presentes de Ciudadanos es que con ellos “no avanzamos” en esa reivindicación de derechos. Y se lo decían, sobre todo, pues era el objetivo de los convocantes, esos miles de ancianos gais y ancianas lesbianas, entre otros, luchadores perseguidos, encarcelados y asesinados en la dictadura, por defender unos derechos democráticos de los que nos hemos beneficiado toda la sociedad. Era razonable, pues, gritarles: “Con Ciudadanos no avanzamos”. ¿Podían callarse sin recriminarles tal contradicción: pactar gobiernos con los que quieren eliminar sus derechos? Recriminar su presencia no era ni odio ni infamia, sino ponerles ante el espejo de su incoherente política. En el más célebre monólogo de “El mercader de Venecia”, de Shakespeare, pronunciadas por Shylock, un usurero judío que defiende así a su raza frente a los prejuicios de los habitantes de Venecia, la ciudad en la que transcurre la obra, dice las siguientes frases: Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? Y si nos agravian, ¿no debemos vengarnos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso”. ¿Debían callase tantos colectivos de agraviados por la historia por ser homosexuales, gais o lesbianas, ante un colectivo que aparentemente apoyaba sus derechos en la manifestación, pero que pacta a escondidas con quienes quieren de nuevo arrebatárselos? Hipocresías, señor Rivera y señora Arrimadas, las justas o ninguna.  

Inés Arrimadas como Calígula necesitaba culpables: necesitaba cámaras, micrófonos, espectadores...

¡Qué tendrá que ver el ministro en funciones Fernando Grande-Marlaska, al que Ciudadanos y gran parte de la derecha acusan de tener responsabilidades políticas, con el rechazo que algunos asistentes en la manifestación hicieron a la presencia de miembros y líderes de Ciudadanos! En Recoletos no hubo odio, sino cabreo y resentimiento. Las tensiones son el reflejo de la variedad de posturas en una comunidad plural y diversa, con distintas sensibilidades. Pero su portavoz, Inés Arrimadas, como en otras ocasiones, como Calígula, necesitaba culpables: necesitaba cámaras, micrófonos, espectadores. “¡Hay que denunciarlos! ¡Que empiece la farsa y el espectáculo!” Han montado una “performance” sorprendente e irresponsable, “turné televisiva” incluida, contra el Gobierno y contra el PSOE por “calentar la calle y justificar -decía Arrimadas-, los altercados ocurridos en la manifestación del Orgullo”; han presentado una denuncia ante la Fiscalía por “las amenazas, injurias y delitos de odio que sufrieron miembros de Cs”. Arrimadas ha comparecido ante los medios para criticar duramente al Ejecutivo por no condenar los hechos: “Es absolutamente indignante, el sanchismo (término que sí encierra odio) ha traspasado todas las líneas rojas. El PSOE ha hecho dos cosas: primero el ministro Marlaska calienta y luego el Partido Socialista lo justifica”, ha subrayado Arrimadas.

Señores de Ciudadanos y voceros de tantos medios de información: rechazar y recriminar las contradicciones de los políticos no es odiar, resulta peligroso y arriesgado hablar de odio en política y, más, denunciar ese delito ante los tribunales. Están recuperando de nuevo que la palabra adversario se convierta otra vez en la palabra enemigo. Utilizan el odio tribal como condimento personalizado en aquellos que simplemente están rechazando con su voz y el derecho de expresión, en una manifestación reivindicativa, sus políticas conniventes con una derecha homófoba. Más odio encierra esa enfermiza frase pronunciada por el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, desde la tribuna del Parlamento, aplaudida por todos sus diputados: “Ciudadanos ha venido para echar a Sánchez de La Moncloa, para acabar con el sanchismo”. Desvarían cuando tildan a Pedro Sánchez, al PSOE o a Gabilondo poco menos que de un partido letal para la salud pública de los españoles. ¡Qué razón tenía Rubalcaba, ese recordado político socialista, cuando dijo: “Aquí se entierra de maravilla”! Hay que recordar a Ciudadanos y sus líderes que si, como afirman, rechazan la agitación ¿por qué están todo el día en la calle, en campañas de confrontación? ¿Por qué suscitan sistemáticamente situaciones que les permitan presentarse como víctimas? Habría que recordarles ese inteligente oxímoron popular: “Andan bien, pero fuera de camino”. O como gráficamente decía ese inmenso “filósofo de la viñeta”, El Roto, refiriéndose a Ciudadanos: “Todo aparente error de nuestro amado líder es con total seguridad un acierto en otra dirección”.

Se conoce como “Paz de Filócrates” al acuerdo de paz alcanzado en el año 346 a. C., entre la antigua Atenas y el reino de Macedonia. En respuesta a las quejas de las ciudades del Peloponeso, Demóstenes pronunció la Segunda Filípica, un duro ataque contra Filipo por haber violado los términos de la paz. “Hay guerras que no se ganan con la espada, Filipo, sino con la razón”. Es lo que podemos decir a todos los políticos en este rumbo incierto al que parece condenada esta legislatura “non nata”: la solución depende de su sensatez, y lo sensato se aprecia mejor desde la realidad del día a día, analizada desde la distancia del “espectador” que decía Ortega. No debemos estar dispuestos a repetir eso que históricamente tan bien se nos ha dado: destruir la convivencia. Y lo que está sucediendo con tantos vetos y rechazos, con tantas ambiciones y egoísmos, es destruir la convivencia. Remedando a Demóstenes: “Hay pactos que no se ganan con la espada de la confrontación sino con la razón, el diálogo sereno y el sentido de Estado”.

“Necesito culpables”