jueves. 18.04.2024

Lamentable ridículo del Supremo

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 “Declaro que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte”. Platón.


La actual sentencia del Tribunal Supremo, una chapuza y manifiesta contradicción contra todo pronóstico, como hoy escribe toda la prensa, castiga al ciudadano y beneficia a los bancos

Es una reveladora (o perversa) coincidencia que el mismo día que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) condena a España por vulnerar el derecho a un juicio justo de Arnaldo Otegi y otros dirigentes abertzales en el caso Bateragune, al considerar que el juicio en la Audiencia Nacional no cumplió con todas las garantías por supuesta falta de imparcialidad, al entender que la frase de la presidenta del tribunal, Ángela Murillo, al preguntar a Otegi si condenaba a ETA, ante la negativa de éste a responder, la jueza le espetó: “Ya lo sabía yo”; no somos pocos los ciudadanos que, sin ser deterministas, “también sabíamos” que, en el caso de las hipotecas, el Tribunal Supremo al final dictaría sentencia a favor de los bancos. Como en el falso juego de “trileros”, que saben bien dónde está la bola o dónde parará la flecha en la cadencia tramposa de la ruleta, muchos ciudadanos sabíamos o sospechábamos de antemano hacia dónde se inclinaría la sentencia del Tribunal Supremo.

Algo de razón tenía Platón al afirmar que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte. Para llegar a la decisión última del Tribunal Supremo que ayer hemos conocido “que sea el cliente el que se haga cargo del impuesto de las hipotecas”, no habían necesitado ni dos jornadas ni las 15 horas de deliberaciones para volver al criterio antiguo según el cual “el sujeto pasivo del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados en los préstamos hipotecarios es el prestatario”. Con un lenguaje nada sesudo y jurídico, pero muy “de la gente”, no merecía la pena el esfuerzo y tiempo empleado por sus señorías, ya que “para ese viaje no se necesitaban estas alforjas”, ni aplazamientos, ni desplazamientos, ni coches oficiales, ni gastos de luz, ni comidas ni viajes…

Pero, aunque sospechábamos el final de la sentencia, sí queremos saber, por necesaria y clarificadora curiosidad, quiénes han sido los 15 magistrados de los 28 del pleno de la Sala III, que han votado “gravar a los ciudadanos” con el cargo del impuesto de las hipotecas y cuáles los 13 que han votado cargar a los bancos. Y no sólo los nombres, sino la sesuda argumentación de cada uno. Al igual que tenemos derecho a conocer las propuestas y argumentaciones que hacen los diputados en el Parlamento, a los que sí hemos elegido, tenemos más derecho a saber qué piensan, argumentan y deciden aquellos que condicionan son sus sentencias nuestras vidas y hacienda, para bien o para mal y que, encima, no los hemos elegido.

Una de las principales funciones de un sistema jurídico es proporcionar orden en el que, de otra manera, sería un mundo desordenado y generar confianza en los ciudadanos que acuden a su arbitrio y amparo. A fin de cuentas, se trata de proteger derechos y garantías de aquellos que participamos en democracia en la vida en sociedad. También sabemos, -el caso que analizamos es claro ejemplo-, que el problema de un sistema jurídico no bien administrado o no bien explicado, cuando menos, genera confusión e indignación. Esta es la situación en la que nos encontramos muchos ciudadanos al contemplar cómo se administra la justicia por algunos magistrados y escuchar o leer algunas de sus sentencias.

No es banal traer en estos momentos a la memoria ese dicho popular de: “juez de poca conciencia, no esperes justa sentencia”. Las contradictorias y recientes sentencias judiciales, esas que han utilizado sus señorías para rectificar una sentencia ya aprobada, pero que no convenía a la banca, con el “Donde dije digo, digo Diego”, avalan y respaldan el ambiente y sentimiento de frustración e indignación que hoy anida en una importante mayoría de la ciudadanía al contemplar la inmune impunidad de la que goza cierta casta de ciudadanos arropados por su poder político, judicial o económico. Decía Pitágoras que “si sufres injusticias, consuélate, porque la verdadera desgracia es cometerlas”. No puedo estar más en desacuerdo con nuestro filósofo y matemático. Acertó con su “teorema”, pero no con esta sentencia. ¿La razón?: quien no se puede consolar hoy es el cliente hipotecado, mientras están bien tranquilos los magistrados y, más consolados aún, los banqueros. Hoy mismo, al conocerse la sentencia, ha subido el IBEX35 que no paraba de bajar en días anteriores.

Si no es porque están ciegos y sordos, ningún juez ni ciudadano puede negar que la sentencia del 16 de octubre, dictada por la Sección II de la Sala Tercera, según la cual se modificaba la jurisprudencia anterior de que “no es el prestatario el sujeto pasivo de los impuestos sino la entidad prestataria bancaria”, al ser paralizada por la nota del juez Diez-Picazo, afirmando que la sentencia estaba produciendo “fuertes daños económicos y un riesgo sistémico”, tenía una clara intencionalidad y un objetivo manifiesto: “no cabrear al poder bancario”. La actual sentencia del TS, una chapuza y manifiesta contradicción contra todo pronóstico, como hoy escribe toda la prensa, castiga al ciudadano y beneficia a los bancos. Si para conquistar derechos los ciudadanos tenemos que presionar en “las calles”; a los poderosos les basta “una llamada telefónica”. Sin afirmarlo con rotundidad, da la impresión de que, con esta grave contradicción y “este tiro en los pies” del TS en general y de su presidente, señor Lesmes, en particular, los más deseosos de que perdamos la confianza en la justicia, son los propios jueces con sentencias como estas.

Decía el Marqués de Sade que “la ley solo existe para los pobres; los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren, y lo hacen sin recibir castigo alguno porque no hay juez en el mundo que no pueda comprarse con dinero”. Ante la decisión del Supremo, si había muchos ciudadanos que no compartían la sentencia del Marqués de Sade, no pocos tienen hoy la tentación de creerlo y afirmarlo. Más breve lo afirmó Neruda: “El fuero para el gran ladrón y la cárcel para el que roba un pan”. O Publio Siro, escritor de la antigua Roma: “La absolución del culpable es la condenación del justo”.

Es una evidencia constatable que la frase “todos los ciudadanos son iguales ante la ley” no se la cree la gente -la realidad lo demuestra-; puede ser una cita pretendidamente correcta, pero no creíble para la ciudadanía; a diario percibe que la corrupción política, financiera y económica recorre nuestro país como una pandemia, con muy mal pronóstico para alcanzar su erradicación y con una evidencia palpable de que los que tienen el poder y el dinero, a la postre, son impunes ante la ley y beneficiados por ella. A la clásica separación de poderes de Montesquieu: ejecutivo, legislativo y judicial, como garantía de control y contrapeso entre ellos, se le olvidó incluir otro, tal vez el más importante, el económico; es más, tenemos la sensación de que éste último está por encima de los otros tres. No es, pues, extraño que en tales situaciones se resquebraje el entramado social, desaparezca la confianza en los políticos y en la honestidad de la justicia y se reemplacen por un clima de desánimo y pesimismo sociales. Anida en una mayoría de la sociedad un sentimiento de frustración e indignación al contemplar la inmune impunidad de la que goza cierta “casta” de ciudadanos arropados por el poder político y económico, con el apoyo, incomprensible a veces, de la justicia.

Es evidente que nuestra administración de justicia no está aún normalizada; ninguna administración de justicia lo está, ninguna es perfecta; pero es obligación de los que la administran ir limando imperfecciones y no aumentarlas contribuyendo a ese descrédito que algunos jueces o juezas se han ido ganando a pulso. En justicia, la sentencia y el error no son términos excluyentes; se pueden dar y se dan. Sí lo son, en cambio, la mentira y la verdad, la desidia y la responsabilidad, la desgana y el deber. La justicia española suele ser percibida por los ciudadanos como una entidad conservadora y clasista, con ausencia de calidad jurídica.

De ahí que no pueden ofenderse que les critiquen aquellos jueces que han sembrado y sentado las bases de la duda razonable en la población sobre la imparcialidad exigible a la judicatura. Ha funcionado en ellos la llamada presión corporativista de grupo: entre la ciudadanía y la banca han optado por ésta última. ¿Cómo no han podido encontrar sus señorías argumentos suficientes, en esos gruesos libros jurídicos que adornan sus estanterías, para dar la razón a la sentencia que gravaba a la banca y no a los hipotecados? Conscientes de esta razonable duda, lo que no pueden los jueces es tergiversar con falacias o argumentos exculpatorios, aparentemente irrefutables, para convencernos de que la pata la han cometido otros. Es lo que hoy respondía el señor Lesmes a los medios de comunicación, echando la responsabilidad de este desaguisado a los legisladores por la falta de claridad en las leyes y no a su irresponsable, subjetiva y arbitraria interpretación de las mismas. El perdón ofrecido a la ciudadanía hace días por el presidente del Supremo, con la decisión de ayer, martes días 6, de los 15 “hombres sin piedad”, remedando el título del filme del maestro Lumet, no se ha traducido en realidad en beneficio de los perjudicados por las hipotecas. Más perjudicados que los jueces en su fama han salido perjudicados los ciudadanos en su moral y en sus “bolsillos” con su discutible sentencia.

Pocas cosas desaniman más a los ciudadanos que cuando saben que están en la verdad de sus derechos, los jueces dicten sentencias que contradicen la verdad de esos derechos. ¿Cómo aceptar, entonces, esta contradicción? Acertaba el periodista francés Alphonse Karr cuando afirmaba: “Con intención o sin ella, se confunde siempre a los jueces con la justicia y a los curas con Dios. Así se acostumbran los hombres a desconfiar de la justicia y de Dios”.

A la “Justicia” se le empezó a representar como “ciega” a fines del siglo XV; con la venda en los ojos se pretendía significar que “la justicia no mira a las personas, sino los hechos”. Pero esta verdad jurídica puede ser, no pocas veces, una mentira moral y social. Tal vez sea ciega como dicen, pero muchos creemos que ve hasta en la oscuridad. Gran parte de la ciudadanía estamos convencidos de que los jueces y sus sentencias, no son la verdad suprema, tampoco cuando las dicta el Tribunal Supremo; existe el convencimiento de que algunos tienen un precio -no siempre económico- y a veces se sabe cuál es y quién lo paga.

Afirmaba Aristóteles que “el único Estado estable es aquel en el que todos los ciudadanos son iguales ante la ley”. Las recientes sentencias judiciales y el ambiente ante el sentimiento de frustración e indignación que hoy anida en una mayoría de la ciudadanía al contemplar la inmune impunidad de la que goza cierta casta de ciudadanos arropados por el poder político y económico, contradicen al sabio filósofo. Mientras todos los ciudadanos no sean iguales ante la ley, mientras esto no sea posible porque las sentencias judiciales y las cuestionables decisiones del Tribunal Supremo lo están desmintiendo, será poco probable que en España nuestras instituciones tengan credibilidad y estabilidad.

No es infrecuente que las burbujas en las que se encierran ciertos colectivos profesionales, entre otros, los profesionales de la justicia, les haga incapaces para ver la realidad tal como es. La diversidad genera complejidad y la realidad es tan diversa y plural que meterla en el corsé de la simple letra de la ley, sin una interpretación inteligente de la misma, no sólo jurídica sino lógica, corre el riesgo de que, como afirmaba El Roto en uno de sus impagables ensayos gráficos: “la justicia es igual para todos, pero las sentencias, NO”, gran parte de los ciudadanos estén dispuestos a aceptar la justicia y sus leyes, pero NO muchas de sus sentencias, como hoy es voz y opinión común.

Y acabo con esta irónica y burlesca denuncia de Quevedo: “Madre, yo al oro me humillo, / él es mi amante y mi amado, / pues de puro enamorado / anda continuo amarillo. / Que pues doblón o sencillo / hace todo cuanto quiero, / poderoso caballero es don Dinero”.

Lamentable ridículo del Supremo