viernes. 19.04.2024

Inocencia o indecencia

“Insegura está la corona sobre la cabeza de quien la ciñe

cuando existe culpa, pero no arrepentimiento”.

Ricardo II. Shakespeare

El caso “Juan Carlos I” y el consiguiente deterioro de la monarquía, casi monopoliza cualquier balance de su reinado en perspectiva histórica. El caso es un laberinto del que debemos salir, aunque sean demasiados los que ponen obstáculos para encontrar salida.Los éxitos que se le atribuyen, bien analizados objetivamente, son discutibles, por mucho que los ponderen y magnifiquen “los Manifiestos” de tantos cortesanos agradecidos y agraciados por favores reales y el poder conseguido en aquellos años de la transición; cortejar al poderoso siempre ha sido una buena fuente de oportunidades. La historia es algo muy diferente de la mera opinión pública, también de lo que es la publicidad y mucho más diferente de las versiones interesadas, ideológicas o falsas de los hechos, aunque los nieguen algunos manifiestos; la realidad es que fue el pueblo español el que hizo no solo posible sino obligada la deseada democracia hastiado de la dictadura, dictadura a la que sirvieron y en la que medraron algunos de los que hoy firman “estos manifiestos”. Como escribe Miguel González en el diario El País en su artículo “Ascensión y caída de Juan Carlos I”, en una sola noche, el rey emérito pasó de ser un peaje que había que pagar porque Franco así lo quiso y había muerto en la cama a salvador de la democracia.

Razón tienen los que dicen que la historia la cuentan y escriben los vencedores.La decisión de Franco de que Juan Carlos fuera un rey “instaurado” por su omnímoda voluntad, era indiscutible, aunque la personalidad del joven Juan Carlos auguraba un reinado breve. Muerto el dictador, aún permanecieron durante muchos años (no han desaparecido) demasiados vigilantes de la dictadura para no permitir que se alterase su legado y su mensaje. Por otra parte, quienes lucharon durante años contra la dictadura franquista, en contradicción con sus principios y valores, no se opusieron “a la monarquía instaurada por el dictador” y, sin reparos, aceptaron el monarca que él impuso hasta convertirle en un ciudadano privilegiado, inviolable, inmune e impune, en clara contradicción con el artículo 14 de la Constitución Española de 1978, que ellos aprobaron y que claramente explicita que “todos los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Bien sabemos que los que acceden al poder suelen adaptar la historia de acuerdo a sus fines políticos. Contra toda evidencia, qué van a decir en sus “manifiestos” aquellos a los que tan bien les ha ido y tanto han medrado con este “poco preparado Borbón”,como él mismo confiesa en el clarificador documental “Yo, Juan Carlos I, Rey de ESPAÑA”. El documental fue grabado entre 2014 y 2015, dirigido por el cineasta hispano francés Miguel Courtois y coproducido por RTVE y France 3, con declaraciones exclusivas del Rey Juan Carlos I sobre su vida y visto por primera vez en Televisión Española hace pocos días. Documental que, analizado con mirada objetiva y crítica, dibuja una personalidad troquelada con un mal material, pero que, a los ojos de los “cortesanos”, cualesquiera de sus frívolas vulgaridades las convierten en méritos. No es admisible que el “yo del rey”, de forma arbitraria, por su inviolabilidad, establezca como “buena” o “aceptable” cualquier acción sólo porque sea el resultado de la sacrosanta voluntad individual real. ¿Es lo mismo que sea jefe del Estado una persona de dudosa moralidad que una de ética ejemplar?¿Acaso no se habrá mitificado la aparente figura del ex monarca o es ahora cuando estamos descubriendo su verdadera realidad y personalidad? Su reciente y pactada salida (o exilio o fuga) de España, poniendo él las condiciones a capricho, es un dato más de este esperpéntico y bufo relato. Muchos españoles han recordado en estos días el juicio de Ramón María del Valle-Inclán sobre Alfonso XIII, exiliado de España, tras las elecciones municipales de 1931.

Puede que, en un somero, aunque riguroso análisis,tales discutibles méritos no deban caer en el olvido, pero quedarán eclipsados y relegados por sus debilidades y contradicciones personales y las objetivas dudas sobre su conducta ética. Sus innumerables “comportamientos extraños” a nivel personal e institucional han afectado gravemente a su gestión como monarca en la Casa Real. Es legal que, de iniciarse un proceso en España a Juan Carlos I por sus más que dudosa conducta, se alegue la presunción de inocencia; no son pocos los juristas, catedráticos y expertos en derecho internacional que están analizando su relativa inmunidad y dan respuestas contradictorias; pero tener que esperar la verdad jurídica o procesal no significa que tengamos que esperar a la verdad histórica o ética.Las expectativas de que la justicia produzca un saber legal sobre ciertas conductas del emérito no nos obligan a tener que suspender nuestro juicio histórico o ético. Si se impone jurídicamente la presunción de inocencia, no creo que se pueda descartar la presunción de indecencia. Desde el accidente de “Botsuana” la percepción que el pueblo español y casi toda la sociedad tenía del Rey emérito ha cambiado, ha puesto la lupa sobre él y ha abierto la puerta a tantos años de escándalos que se habían intentado encubrir. El mayor título que la historia puede conceder a un político o a un monarca, es el de “hombre honesto, sensato y coherente”. Ninguno de estos adjetivos es hoy aplicable a Juan Carlos I. Decía Plinio el joven que “en las bibliotecas se hallan las almas inmortales de los muertos”. También en los honestos medios de comunicación, en los escritos de los historiadores veraces y en las informaciones de los periodistas serios se halla y se puede encontrar el alma y la raíz de la verdad.

Fue un gesto sin precedentes en abril de 2012 el que, el entonces rey pidiera disculpas en una breve comparecencia grabada en el hospital USP San José, antes de abandonar la clínica; todos recordamos lo que dijo, pues fue recogido ampliamente por los medios de comunicación:“Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Bonitas palabras, pero decepcionante conducta. A veces no se necesita escuchar las excusas porque las acciones dicen ya suficiente verdad. Reconocer el error es la forma más inteligente de volver a la verdad, siempre que el error sea reconocido con sinceridad y no como un guión y un gesto prefabricados, que en aquellos días se habían estudiado al detalle en la Casa del Rey. Para muchos españoles, entre los que me encuentro, la sinceridad del ex monarca nunca ha sido creíble pues no la avalan su conducta y sus hechos. Son fáciles las palabras que se pronuncian, no desde el arrepentimiento sino desde el interés y la conveniencia de parte; como dice el refrán, las palabras se las lleva el viento. Lo que, durante años, en casi todo su reinado, ha habido con el rey emérito, más que un manto de silencio ha sido un manto de encubrimiento, y uno de los peores sentimientos de los pueblos es tener que dudar de algo que creían que era incuestionable; son ya demasiadas las ocasiones en las que los españoles han permitido que alguien con tanto poder y al que tanto se le ha dado le defraude; no es tolerable más decepción, aunque la decepción es, a la larga, la enfermera de la inteligencia y la verdad.

Una larga tradición filosófica, que se remonta a Platón, considera las apariencias, aquello que aparece ante nuestros sentidos, como de menor entidad frente a una realidad sólo accesible a nuestra inteligencia. Realidades ocultas a nuestros sentidos, pero que, conocidas y analizadas críticamente por nuestra inteligencia proporcionan un conocimiento y una explicación “de aquella realidad” que, desde el poder, con falsedades, se pretende encubrir. Pero al final, como en el “mito de la caverna”, aparece la luz.Bueno es recordar el discurso de Navidad de 2011 de Juan Carlos I; tras señalar el comportamiento “poco ejemplar” de su yerno, Iñaki Urdangarin, imputado por el caso Nóos, aseguró sentir el daño que ese caso hizo a la imagen de la Monarquía española y recordó que “la justicia es igual para todos… Las conductas censurables deben ser sancionadas. Me preocupa enormemente,-dijo-,la desconfianza que parece extenderse en algunos sectores de la opinión pública respecto a la credibilidad y prestigio de algunas de nuestras instituciones. Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos. Todos, sobre todo,las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar… Cuando se producen conductas irregulares que no se ajustan a la legalidad o la ética es natural que la sociedad reaccione”.

Siendo coherentes con lo afirmado en aquel discurso, so pena de que fuese una más de sus frases vacías -y así lo demuestran los tiempos actuales-, contemplando su conducta irregular que no se ajusta a la ética, ignoro si tampoco se ajusta a la legalidad constitucional que la inviolabilidad inmerecidamente le ha otorgado, es natural que la sociedad reaccione y no con “un manifiesto” firmado por más de 70 próceres interesados del reino, sino con un manifiesto firmado por millones de ciudadanos, que criticamos lo que todos sabían desde hace décadas, pero que no se quiso investigar por quienes pudieron y debieron hacerlo. Decía Ortega que el hombre verdaderamente ejemplar no deja de serlo nunca, pero al falso sólo le interesa aparentarlo.Ha habido un cortafuegos servil con la monarquía y una autocensura y adulación torticeras de los medios.

Y ¿qué expondríamos o pediríamos los ciudadanos de base en ese manifiesto? Considero que al menos algunas reflexiones de las que el hoy,Jefe del Estado, el rey Felipe VI, dijo en su discurso de proclamación ante las Cortes Generales el 19 de junio de 2014:“La Corona debe (…) velar por la dignidad de la Institución, preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y transparente, como corresponde a su función institucional y a su responsabilidad social. Porque, sólo de esa manera, se hará acreedora de la autoridad moral necesaria para el ejercicio de sus funciones. Hoy, más que nunca, los ciudadanos demandan con toda razón que los principios morales y éticos-y la ejemplaridad presida-nuestra vida pública. Y el Rey, a la cabeza del Estado, tiene que ser no sólo un referente sino también un servidor de esa justa y legítima exigencia de los ciudadanos.

Leídas de nuevo estas palabras, que son un código obligado de vida ejemplar para la “Corona” y cotejadas con la vida que del rey emérito conocemos, su comportamiento ha demostrado todo lo contrario: ha perdido el prestigio que se le suponía, degradando la dignidad de la Institución, su conducta ni ha sido íntegra, ni honesta ni transparente, ha perdido esa autoridad moral que sus funciones exigían y la vida pública que los ciudadanos demandan hoy más que nunca, con toda razón, con una conducta que,ni ha sido ejemplar ni ha estado inspirada por principios morales y éticos. Es decir, sin entrar en el código jurídico, que, si los jueces son responsables sin concesiones escapistas les compete a ellos, sí podemos y debemos entrar, en ese “Manifiesto ciudadano”, en el código moral y ético de la transparencia, la ejemplaridad y la regeneración, en el que el rey emérito Juan Carlos I ha defraudado a los españoles y éstos se lo reprochan hoy.Los ciudadanos somos cada vez más exigentes y no podemos confiar ni apoyar a una Institución opaca, poco transparente, pues si se financia con dinero público, debe rendir cuentas; basta tener voluntad de querer hacerlo. La ejemplaridad del rey Juan Carlos, a pesar del “Manifiesto de los 70” ha creado más incógnitas que certezas, pues aquella conducta que no es ejemplar carece de códigos éticos para ser ejemplo de la ciudadanía, y eso es reprochable; se ha sido excesivamente generoso con el ex monarca. No se le puede dejar a la Corona ni a cualquier otra Institución que hagan el relato de la historia. El emérito con esta huida ha demostrado que no entiende no lo que está haciendo y por qué la ciudadanía quiere juzgarlo. Considera que los españoles son unos necios ingratos que haga lo que haga se lo tienen que aprobar; que son unos ignorantes que olvidarán lo que él ha hecho, pues siempre y en cualquier conducta que llevara a cabo, se ha creído protegido por los principios de inviolabilidad, inmunidad e inocencia.

Extendiendo mi reflexión a la sociedad en general y a todas las instituciones que nos gobiernan, si la ejemplaridad tiene que ser el ideal de todo ciudadano, mucho más lo debe ser para aquellos que justifican su cargo porque la institución a la que representan debe ser el modelo en el que se espeje la ciudadanía.La hora de los hipócritas es la última novela de Petros Márkaris, escritor griego, conocido por sus novelas policiacas protagonizadas por el comisario Kostas Jaritos. En ella tiene que investigar la muerte de un empresario, de conducta aparentemente irreprochable, hasta que, al escarbar, pone el foco en los centros de poder y toma de decisiones, donde sus políticas son en realidad una simple fachada que esconden una realidad oscura, llena de hipocresía.La pesadilla de cualquier ciudadano honesto es esos “ciudadanos con poder” (“ya monarcas ya políticos, ya jueces, ya empresarios”) que gobiernan y son completamente incompetentes, pero que se niegan admitirlo y dejar el cargo porque tiene excesivos cortesanos que les adulan. Son lo opuesto al rey Midas; todo lo que tocan lo convierten en basura. Son capaces de incumplir todas las normas necesarias para mantenerse en el poder, aunque perjudiquen a las instituciones que gestionan, llegando al caso, si es necesario, a hundirlas.El arrogante se considera exitoso, incluso cuando se equivoca.

Como ya escribí en un anterior artículo, desmitificar, deconstruir y cuestionar en busca de la verdad histórica para conocer no el mito sino la realidad del papel que durante su reinado jugó el monarca, es el trabajo honesto y transparente para los historiadores, pues para entender la historia es necesario analizarla con perspectiva, pero sin privilegios jurídicos. Cuestionar la monarquía y especialmente la figura de Juan Carlos I resulta delicado, pero necesario para saber la verdad de nuestra historia.Una vez más debemos de admitir que la ambición de poder y de dinero mueven la historia.En todo caso, el rey emérito mantiene intacta jurídicamente, por ahora, la presunción de inocencia, un derecho que le corresponde como a cualquier otro ciudadano, aunque, su conducta decepcionante y poco ejemplar en sus últimos años de reinado, tal vez no tenga la presunción de decencia.

Al final de su libro “Ejemplaridad pública”, Javier Gomá escribe:“cada hombre es un ejemplo, y hay ejemplos positivos y otros negativos, y también, más allá del mero ejemplo, hay vidas ejemplares”.Tal vez se le pueda tachar de ingenuo o de idealista, pues sostiene que el buen ejemplo hará mejores a los seres humanos que lo observan. Pero también, lo contrario, que el mal ejemplo puede hacer peores a los seres humanos que lo observan. Y no cabe duda de que la pésima ejemplaridad que está dando el rey emérito no hará mejor a la ciudadanía que la ha dado tanto hasta el punto de haber soportado su deficiente vida ejemplar.

Tal vez, por esa regeneración necesaria de todas las Instituciones del Estado, también de la “Corona”, en estos tiempos líquidos y decadentes que padecemos sea oportuno decir lo que expresó con inteligente ironía el político irlandés Sir Boyle Roche, mientras abogaba por un proyecto nuevo de ley: “Seguramente sería mejor, señor presidente, renunciar no solo a una parte, sino, si es necesario, incluso a la totalidad de nuestra Constitución, para preservar el resto”.

Inocencia o indecencia