viernes. 29.03.2024

Filosofías en tiempos de crisis

vida

“…Que le sobran mil muertes a la vida”.


Con aquella ansiedad que se siente cuando la normalidad se interrumpe brusca y prolongadamente, no es infrecuente que, en momentos de incertidumbre, tengamos dificultad para reconocer con claridad la situación en la que nos encontramos; nos alertó de ello Ortega y Gasset cuando advirtió que no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa; hoy los españoles sí que sabemos lo que nos está pasando, es obvio. Tomado el pulso al momento presente es importante pensar, una vez superada la crisis, qué queremos que nos pase de ahora en adelante y diseñar estrategias y medios para encauzar la nueva realidad que queremos; lo que hoy vivimos en temor y angustia, precisa ser conocido y bien analizado; es necesario, al menos hasta que esto acabe, encerrar las políticas de enfrentamientos y desacuerdos y encarar la historia optando por una nueva convivencia, aprender la buena lección basada en una ciudadanía madura y solidaria, capaz de construir un nuevo y mejor futuro ciudadano. La lección es que tenemos que aprender a vivir con dignidad y solidaridad lo que viene por delante, que no sabemos cómo es, pero que va a ser distinto, si no olvidamos lo vivido. No nos podemos permitir, cuando termine el confinamiento, volver a ser los mismos y a comportarnos igual que antes.

Sin embargo, en momentos de unidad necesaria, hay quien disfruta creando discordia; Aznar, esa franquicia permanente del rencor, personajillo de gesto adusto y permanente cabreo, cuya influencia siempre despierta recelos, un individuo que tendría que tener la dignidad moral de permanecer callado, pues, sin haber pedido aún perdón a los españoles por su presencia en el “trío vergonzoso de las Azores en la guerra de Irak”, se atreve a opinar a través de Faes, la fundación que preside, de que el Gobierno de Pedro Sánchez “es un andamiaje que ha colapsado” y que unos nuevos Pactos de La Moncloa no se podrán llevar a cabo mientras Unidas Podemos esté en el Gobierno, ya que, en su rencorosa opinión, la formación de Pablo Iglesias representa “la antítesis” de esos pactos, pues se ha convertido en una amenaza para el sistema democrático. Ignora que para muchos españoles él sí que representa una amenaza para nuestra actual democracia.

Bien sabemos que ni la filosofía ni la ciencia, ni las ideologías ni las religiones son únicas y unívocas, existen escuelas filosóficas de pensamiento diversas, a veces, enfrentadas

Frente a anacronismos discordantes, insolidarios y miserables, frente a Aznar, Casado o VOX, que en lugar de enlazar eslabones utilizan la cizalla para cortar los que aún nos unen, es tiempo de pensar y trabajar unidos; lo estamos aprendiendo en “esta larga noche oscura” que versificara San Juan de la Cruz; reflexionar unidos de que no somos “seres en soledad”, que los demás existen, que, además del “yo”, existen “los otros”, aquellos que, confinados, aplauden y cantan con nosotros por los mismos objetivos, que tenemos reservas de ternura y sentimientos ocultos que ignorábamos que los teníamos. Continuando con Ortega, decía nuestro filósofo que “al hombre se le imponen muchas cosas en la vida. En primer lugar, se le impone la vida misma…; de repente se encuentra viviendo sin haber participado para nada en la decisión de nacer. Se le impone, además, una época histórica, una cultura, un país, una sociedad, una familia, una educación, un sexo, un cuerpo con unas capacidades y unas características concretas”. Pero lo que no se le impone es cómo ha de vivir esa vida, y en eso precisamente consiste nuestra decisión y libertad.

“Primavera con una esquina rota” es una novela de Mario Benedetti; también podría titularse “Variaciones sobre un exilio interior”, exilio al que se sentía obligado por la dictadura militar. Es un testimonio directo y dolorido; trata de una sociedad escindida, fracturada por la represión y un autoritarismo canalla; su novela intenta ser un puente de unión entre dos regiones: el Uruguay bajo la dictadura y el Uruguay del exilio, pero que constituyen un solo y dolido país. El relato se centra en la profunda conmoción que esos acontecimientos provocan en las inexistentes y ausentes relaciones humanas de todos los individuos que las sufren. Como en el resto de su obra, Mario Benedetti combina la ternura y la denuncia para transmitir al lector un mensaje de esperanza: la primavera, aunque mutilada, con esquinas rotas, relevará por fin a un invierno que se anunciaba inacabable, pero en el que no llegó a perder la esperanza.

El título es una metáfora de lo que estamos padeciendo en estos tiempos: después de un invierno de dolor y angustia, la primavera en la que hemos entrado hace días, en los que las noches se convierten en horas intemporales, tiene rotas las esquinas, es entonces cuando la noche se hace cueva en el interior del alma. Estamos confinados en un exilio interior físico y psicológico, pero solidarios y sensibles con la necesidad de aceptar esos otros exilios interiores en los que se encuentran los que viven en nuestro exterior, combatiendo entre todos los miedos, la soledad, el dolor y la angustia. Los recuerdos vividos nos servirán como proyectos de futuro y en esta situación, más necesaria que nunca, se necesita la reflexión: la filosofía.

He iniciado estas ideas poniendo en el frontispicio de mis palabras ese verso, cuyo autor o autora he olvidado: “…que le sobran mil muertes a la vida”. Son días estos en los que el cuenteo de cada uno de los fallecidos es un aldabonazo lúgubre que retumba en la puerta de nuestras casas; tiempos, en los que abrir los telediarios o la prensa es añadir muertes en soledad; y queremos gritar que “le sobran mil muertes a la vida”, que la vida se debe imponer a las muertes absurdas, desasistidas, en soledad sin los suyos, que al miedo se le puede vencer si en este grito solidario remamos todos en la misma dirección. ¿No es la vida en reflexión un continuo ensayo por encontrar nuevos caminos y nuevas soluciones a los problemas? Estamos en momentos para la reflexión en tiempos inciertos, para la filosofía en tiempos de crisis. Mas no una filosofía sobre pensadores históricos y sus sistemas; no se trata de una filosofía “académica por temas curriculares”, sino una actividad crítica y, por tanto, libre y liberadora. Hablamos de “filosofía”, como hablamos de “ciencias”, “ideologías” o “religiones”. Pero bien sabemos que ni la filosofía ni la ciencia, ni las ideologías ni las religiones son únicas y unívocas, existen escuelas filosóficas de pensamiento diversas, a veces, enfrentadas. Aristóteles, discípulo de Platón, por poner dos ejemplos conocidos, tuvieron pensamientos y sistemas confrontados. El singular no especifica la diversidad, ni incluye la pluralidad, de ahí que habrá que clarificar de qué filosofía o filosofías hablamos.

Hace días en el diario EL PAÍS, Juan Luis Cebrián reclamaba que, tras los terribles estragos que está ocasionando la pandemia, debía ser “la hora de los filósofos”, pues si las preguntas que está despertando el coronavirus son innumerables, la reflexión filosófica tiene el deber de formularlas para que la ciencia las pueda investigar. Como decía Francis Bacon, filósofo y científico, padre del empirismo inglés: “Hay que torturar a la naturaleza hasta que escupa sus secretos”; con dos herramientas, ambas necesarias: reflexión e investigación; la primera compete a los filósofos, la segunda, a los científicos.

Esta pandemia esconde muchos secretos y traerá importantes consecuencias; nuestra obligación consiste en analizarlas y buscarles respuestas. En España, como en Italia y Francia, se ha editado un libro que está siendo un éxito de ventas, es del profesor italiano Nuccio Ordine; un manifiesto cuyo título es “La utilidad de lo inútil”; argumenta y justifica su título con una hermosa comparación: “imaginen un mundo sin flores; las flores no son necesarias para nuestra vida, pero sin flores el mundo sería un mundo triste, un desolado desierto”. Como lo sería una vida sin saberes inútiles: sin filosofía, sin arte, sin música; transformaría nuestro espíritu en un desierto; tal vez no produzcan ganancias económicas, pero sirven para alimentar el espíritu y evitar la deshumanización de la humanidad. Hoy la dictadura del provecho económico ha alcanzado un poder que está fuera de cualquier límite, no hay aspecto de la vida que no esté dominado por el utilitarismo; pero una vida sin saberes inútiles, sin filosofía, sin arte, sin música, sería como destruir el único instrumento que tenemos para formar la sensibilidad espiritual de las nuevas generaciones. Cuando tantos investigadores en este mundo tecnológico están valorando hoy la necesidad de la filosofía, debería estar avergonzado y escondido el ministro Wert que quiso suprimirla del sistema educativo con su nefasta LOMCE.

La filosofía como reflexión sobre la realidad no surgió “de repente”, como el estallido de un volcán. Al contrario, fue el resultado de una lenta evolución del pensamiento con el fin de responder a la necesidad sobre cómo orientarse y conducirse ética y políticamente ante la vida. Somos filósofos cuando abandonamos los mitos como explicación de la realidad y optamos por la lógica como explicación racional de la misma. Dado que la reflexión filosófica no se puede dar nunca por cerrada y acabada, es esencial ejercitarla en el diario quehacer humano. Razón tenía Kant al afirmar que “no es posible aprender filosofía, sino aprender a filosofar”; consiste en hacer un uso libre y personal de la razón ante lo que nos acontece en la vida y sacar conclusiones. Si no es posible aprender filosofía, las preguntas surgen de inmediato: ¿dónde se encuentra?, ¿quién la posee?, ¿cómo podemos reconocerla? Frente a una sociedad tecnológica y tecnificada, Kant nos señala que todos tenemos la respuesta: todas las preguntas que desde la reflexión filosófica se pueden hacer, se resumen en una sola: ¿Qué es el ser humano?; a ella se remiten todas las demás cuestiones que más nos preocupan; no en vano el ser humano siempre ha intentado comprenderse a sí mismo, comparándose y diferenciándose a la vez de todo lo que le rodea.

La inscripción del frontispicio del Templo de Apolo en Delfos “¡Conócete a ti mismo!” ha sido la divisa de numerosas escuelas religiosas, morales y filosóficas que han cifrado la sabiduría en el autoconocimiento. Nadie es sabio si no se conoce a sí mismo; nadie llega a serlo hasta que no sabe algo sobre sí. Ya lo dijo San Agustín: “No salgas al exterior, vuelve a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad”. Es una llamada al conocimiento interior, a la relación reflexiva consigo mismo, lugar privilegiado tanto de la honestidad moral como de la reflexión filosófica que purifica. Esa es la filosofía, la reflexión que hoy, en este exilio interior que es el confinamiento, debemos practicar. “Autoconocerse” constituye una de las piezas esenciales de un proyecto de vida, es un sabio consejo para llegar a conocer lo que somos; empeñarse en ser otro que no eres, el autoengaño es el engaño más inútil de la propia vida. Sin embargo, el autoconocimiento se halla al servicio de otro imperativo: el “descubrimiento de los otros” y su búsqueda y encuentro a través de su conocimiento. La sabiduría del conocimiento de sí y de los otros aparece, en fin, portadora, generadora y donadora de “sentido”. En ella se inquieta y se aquieta, se remueve y se sosiega la pregunta por el significado de la existencia: la “mía” y la de “los otros” y, esa mutua relación, conlleva conocer el significado y sentido de la existencia de la sociedad que compartimos: es la argamasa visible y tangible de la convivencia entre ciudadanos que se saben responsables de una vida en común. Goethe lo escribió magníficamente: “Sólo merece la libertad y la vida aquel que diariamente tiene que conquistarla”.

Esta reflexión de recíprocos “conocimientos”, no significa abolir la diversidad y generar una sociedad de individuos homogéneos, clónicos. Existen las diferencias, se muestran evidentes en ese conjunto de realidades que componen una “ciudadanía compleja”: en ideologías y creencias religiosas, sociales y políticas, en capacidades, en sensibilidad cultural, en tendencias sexuales… a las que hay que respetar desde la convivencia ciudadana, no viendo en los otros enemigos a abatir, sino iguales en derechos con los que hay que resolver con justicia, equidad y colaboración los problemas comunes.

Hace dos mil años, el estoico griego Epicteto enseñó que la filosofía es una forma de vida y no solo una disciplina teórica; según él, todos los eventos externos que están fuera de nuestro control, debemos aceptarlos con calma y serenidad; nos extendió una receta para sobrellevar los momentos adversos: soportar y renunciar, en eso consiste el estoicismo. Para él solo hay una manera de alcanzar la felicidad: dejar de preocuparse por cosas que están más allá del poder o de nuestra voluntad. Una de las peores cosas que puede ocurrirle al ser humano es perder la motivación por vivir. De ahí que, en estos tiempos de crisis, de angustia contenida, de miedos sin un futuro claro, podemos preguntarnos: ¿nos sirve para algo la filosofía?; la respuesta es sencilla: sirve para reflexionar, para iniciar el sorprendente viaje de “¡Conocerse a sí mismo!”, de apelar de forma equilibrada a nuestra capacidad de razonar, de aquietar el espíritu y descubrir los sentimientos nobles que todos poseemos como seres existentes aquí y ahora en el universo. No hay peor soledad que aquella que siente uno cuando no se encuentra ni consigo mismo, cuando ignora quién es y cómo es. Es el momento de filosofar, de sentir la necesidad que experimentamos de reflexionar sobre los problemas que nos afectan en nuestra permanente evolución social y personal.

Se cuenta de Jenofonte, discípulo de Sócrates, que, al enterarse del fallecimiento de su primogénito en batalla, se limitó a pronunciar este breve comentario de estoica aceptación: “Sabía que lo engendré mortal”. Lo sabemos todos, y más en estos días, en los que la muerte se está convirtiendo en una fría cifra sin nombre y apellidos. Pero cuando uno tiene pasión por la vida, tiene que luchar por ella; esforzarse una y otra vez por pensar y reflexionar en los problemas permanentes que nos hace hombres y mujeres, compartidos con el resto de la humanidad, una reflexión acerca de nuestra identidad colectiva como miembros de una comunidad universal sin fronteras. Si algo puede enseñar esta crisis, como lección positiva del mensaje de este virus, son las reflexiones filosóficas que podemos hacer en esta necesaria reclusión: debemos resetear nuestra jerarquía de valores y transformar nuestras formas de vida de tal modo que nos fortalezcan, personal, social y espiritualmente. Son un conjunto de reflexiones, una lluvia de ideas, no necesariamente sistematizadas, pero que cada uno puede elegir la que quiera para convertirla en agenda de acción y gestión personal. Al igual que los deseados y necesarios test para diagnosticar el Covid-19, estas reflexiones pueden ser los tests que nos ayuden a interiorizar y detectar los valores de nuestro solidario humanismo y diagnosticar cuáles son nuestros niveles de solidaridad, cooperación, sensibilidad, felicidad, amor en familia, educación de los hijos, el bien que hacemos, la justicia, la libertad responsable, el sentido de la vida y de la muerte, la verdad, la capacidad de amar, la amistad sincera, la generosidad, la responsabilidad en el trabajo, el interés por los excluidos y los sintecho, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, el odio y el rechazo al diferente, la oposición a cualquier guerra, la preocupación por el planeta, la protección a los más vulnerables, a los enfermos, a los inmigrantes, a los dependientes, a los niños abandonados, la sensibilidad por el derecho de los animales, la capacidad por un espíritu crítico desde el uso de la razón contra fundamentalismos y dogmatismos, la madura sensatez, la sana conciencia, la capacidad para el diálogo, la responsabilidad en los compromisos asumidos, el sentimiento de empatía y simpatía para ponerse en el lugar de los otros, la superación del individualismo, el reconocimiento recíproco de los seres humanos como personas con derechos, potenciar el esfuerzo…, en fin, colaborar desde nuestras posibilidades en la tarea de fortaleces las bases para mejorar nuestra democracia desde una ciudadanía madura y cosmopolita. En una palabra, conocernos para conocer mejor los problemas a los que nos enfrentamos por el hecho de existir y potenciar aquellos valores que dignifican y otorgan sentido a la existencia de la humanidad. Y no sólo porque es la mejor forma de lograr esa cohesión social necesaria, sino porque es un derecho de justicia y una elemental obligación de solidaridad ciudadana. No podemos renunciar a pensar, si no, otros se encargarán de hacerlo por nosotros.

Un gran número de españoles está viviendo la crisis actual como un auténtico fracaso del país en su conjunto. ¿Quién lo iba a pensar hace apenas unas semanas? Sin embargo, estamos encontrando fortaleza en aquellos que considerábamos débiles; débiles que no se rinden; solidarios en cadena que construyen autopistas de solidaridad que no se acaban. ¿Quién se atreverá a romperla?; aunque confinados y distantes físicamente, todos podemos mirar el mismo cielo y ver cómo el mismo sol se filtra entre nosotros; estamos cada uno en una orilla de ese mar de soledad, pero no ajenos a sus problemas, porque también son los nuestros. Cuando un verdadero amigo guarda silencio, nuestro corazón no cesa de escuchar el suyo. Los olvidos estás llenos de memoria, esperando los abrazos que llegarán. ¡Ojalá que la espera no desgaste nuestros sueños!, pues como decía Shakespeare, “no debemos ensuciar la fuente donde hemos apagado nuestra sed”.

Hay una frase que recorre buena parte de la historia del pensamiento, y es aquella que sostiene que filosofar no es otra cosa que aprender a morir; formulada con menos pesimismo, “hay que aprender a vivir sin miedo a la muerte propia o ajena”. Lo decía Emmanuel Mounier, autor del “Manifiesto al servicio del Personalismo”, en el que subrayaba que “sólo poseemos lo que podemos dar; lo que no podemos dar no lo poseemos, sino que nos posee a nosotros, pues la persona se posee, dándose, saliendo de sí mismo para luchar contra el egocentrismo”. En esta época, en la que la economía es el gran ídolo dorado al que se someten las naciones -dios tiene el color ‘verde dólar, decía’- conviene recuperar su pensamiento siempre vigente.

Escuché hace días una entrevista de Jordi Évole al siempre lúcido José Mujica, ex presidente de Uruguay, reflexionando sobre este tiempo de coronavirus que preocupa y asusta: “La peor soledad es la que llevamos dentro, es tiempo de meditar. Habla con el que tienes dentro; es tiempo de reflexionar un poco, mirar por una ventana al cielo y, el que no lo tiene, imaginarlo… Vivir significa gastar el tiempo en lo que te haga feliz. Mientras tengas causa para vivir y luchar, no tienes tiempo para estar desencantado y que te coma la tristeza”. Muchos creemos y esperamos que la vida cambiará sustantivamente tras la epidemia; que después de la crisis ya no volveremos a ser los mismos; que, frente al egoísmo y el cálculo utilitario por nosotros mismos, la reflexión nos hará ver la realidad desde el prisma de la solidaridad y la cooperación.

Un joven poeta, experimentado en años y larga vida recorrida, que por pudor mantiene el seudónimo de Volterra, escribía en uno de sus versos: “El presente nos deja y se nos va. ¿Qué pasó mientras tanto, qué sonidos, qué armonías, qué tonos, qué bellezas se fueron con el viento? … Sobraba dolor y faltaban palabras para poder expresar un sentimiento vago, hiriente, indefinido que insidioso invade nuestros días”.

Finalizo estas páginas con la duda de si habré podido lograr el objetivo que me propuse. Dicen que la filosofía suele ser una materia árida e incluso soporífera, cuando los profesores que la explicamos no sabemos entusiasmar a los alumnos; pero nadie podrá negarle su valor cuando desde ese “Conócete a ti mismo”, reflexionamos sobre la vida y nuestras vidas y más, en tiempos de crisis. Este es mi regalo de hoy a quien me quiera leer. Os lo debía y me lo debía.

Filosofías en tiempos de crisis