viernes. 29.03.2024

De falacias, verborrea y “cintas de vídeo”

Es cierto que cuando en medio de las crisis no se vislumbra futuro, cuando las instituciones están desprestigiadas...

Al escuchar algunas declaraciones, discursos, ruedas de prensa o argumentos… de gobernantes, políticos y representantes de asociaciones patronales o instituciones públicas y religiosas…, ¡a cuántos ciudadanos, de distinta formación, cultura y adscripción política les hemos oído exclamar: “esta gente nos toma por tontos o estúpidos”!. Y, cuando no se les castiga política o socialmente, es posible que lo seamos. Nos estamos acostumbrando a escuchar mentiras, falacias o verdades manipuladas con descarada verborrea, incluso, negar lo evidente, lo que supone una perversión del sistema democrático. Instrumentan y manipulan la verdad, retuercen los argumentos a conveniencia, utilizan falacias y una verborrea sin contenido para conseguir los propios fines, sin importarles muchas veces lo que piensa el ciudadano. Es frecuente el uso de falacias en las élites del poder a la hora de argumentar; utilizan, principalmente, una de las 13 falacias que Aristóteles describe como errores de la lógica que denomina “petitio principii”; consiste en desarrollar un argumento en el que se supone como ya demostrado aquello que se quiere demostrar. Ejemplos claros de esta falacia los escuchamos en declaraciones de Mariano Rajoy o Dolores de Cospedal: “Yo siempre digo la verdad, por lo tanto, nunca miento”. En democracias serias la función básica de las élites de poder debe ser formar políticos y gestores de alto nivel cultural y ético y no ser incubadoras de burócratas falaces, con tendencia a la corrupción y con verborrea fácil para hacer promesas incumplibles.

Es cierto que cuando en medio de las crisis no se vislumbra futuro, cuando las instituciones están desprestigiadas, cuando los valores básicos de la convivencia en sociedad no funcionan, gran parte de los ciudadanos se informa (o ni siquiera se informa) sin contrastar las noticias; apenas es capaz de distinguir la verdad de la mentira, se contenta con argumentos débiles o se le engaña con falacias... Ante la desfachatez verbal y el atropello a la verdad y la incapacidad de poder responderles “in situ”, la actitud del ciudadano suele ser desánimo, bochorno, cabreo, indignación, desafección y pérdida de confianza; el único resorte que a menudo le queda es acudir a las manifestaciones, la contestación o el castigo electoral en las urnas.

Es cierto que el hombre se define por la palabra y la acción, que son las que soportan la posibilidad de la mentira; y son estos momentos en los que la acción y la palabra pierden valor, el poder se corrompe, la autoridad deja de ser moral y las mayorías convierten en ley sus caprichos ideológicos o religiosos… Son tiempos de democracia débil que nos retrotraen a épocas oscuras que creíamos superadas. Razón tenía el polifacético Friedrich Dürrenmatt, escritor en lengua alemana, al afirmar: “Tristes tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente”; es decir, tenemos que luchar por recuperar derechos que habíamos conquistado y verdades que creíamos evidentes. Por suerte, podemos acudir a “cintas de vídeo” (hemerotecas o videotecas) que hacen patentes su verborrea banal, sus manifiestas falacias o sus claras mentiras.

Aunque no comparto la opinión peyorativa que Aristóteles tenía de los sofistas, en el tratado que los rebate, “Refutaciones sofísticas”, nos dice que la verdad no depende de ningún factor subjetivo; no está supeditada, por tanto, a deseos, creencias, especulación o conveniencia. Utilizando pasajes de la historia, muchos ciudadanos, ante la afirmación de Jesucristo de que había venido al mundo a testificar la verdad (Juan 18:38), se formulan hoy la pregunta de Pilatos: “Y qué es la verdad”. Como entonces, se quedan sin respuesta. Así como el agua se escapa por el colador, la verdad en boca de algunos gobernantes, políticos o poderosos se difumina o desaparece; la manipulan y supeditan a conveniencia de los intereses del partido o de la institución (social, económica, judicial o religiosa…) a la que sirven; no utilizan argumentos, sino argumentarios previamente pactados y aprendidos. No en vano, remedando la sentencia evangélica, hay quien afirma, “la verdad os hará libre y la mentira, creyentes sumisos”.

La verdad de una afirmación no tiene que ver con el grado de confianza o desconfianza que nos merece quien la pronuncia. Las afirmaciones no surgen solas, son formuladas por personas; por tanto el ciudadano debería tener criterios claros que le permitan establecer su verdad o falsedad con absoluta independencia de quienes las dicen. A eso se refería Platón, poniendo en boca de Sócrates aquello de que "no hay que honrar a hombre alguno antes que a la verdad". O esta afirmación de Aristóteles, discípulo y amigo de Platón: “Soy amigo de Platón pero más amigo de la verdad”. Desde entonces la única decencia que garantiza la integridad ética e intelectual es honrar esa conclusión, sin importar quién formula las ideas sometidas a examen ni a quién ofende cuando dudamos de la objetividad de quien las ha expresado.

En ausencia, pues, de procedimientos fiables que zanjen el problema de la verdad o la falsedad de ciertas declaraciones y afirmaciones que hacen “las élites del poder político o económico”, los ciudadanos tienden a aceptarlas mediante criterios de dudosa solidez; pero desde la lógica y el conocimiento serio, tenemos la certeza de que la verdad de una idea no proviene de la belleza literaria del discurso con la que se pronuncie, ni de la intensidad con que se crea, ni de la cantidad de quienes la crean, ni de la autoridad política, ideológica, jurídica o religiosa que la afirme, ni de los beneficios económicos o sociales que proporcione, ni por la firmeza y segura convicción con que se respalde; aunque sabemos, por desgracia, que para no pocos ciudadanos son éstos o parecidos los criterios que tienen para validar la verdad. Con las palabras uno puede ir tan lejos como quiera, aunque es probable que al final se descubra que no contenían verdad. La verdad, en cambio, sí tiene que ver con las pruebas que pueden aportarse a su favor. 

Y si utilizar las falacias es una forma de confundir y engañar al ciudadano, la verborrea banal de explicarse con ideas fijas y repetitivas es otra manera vacua de atontar al que escucha. Alfred North Whitehead, filósofo y matemático británico, defendía que alguien puede hablar de las distintas clases de elefantes sin haber visto uno en su vida. Es difícil entrar en la lógica de las ideas fijas, llamadas prejuiciosas, también denominadas "estereotipos". Algunos psicólogos califican de “paranoicos” a quienes los utilizan permanentemente, pues el problema no está en quedarse en ese tipo de idea, sino en su incapacidad para la reflexión y el razonamiento lógico. Y en las élites del poder, ya político, ya económico, ya religioso, los estereotipos cumplen su función: evitar dar explicaciones, exigir respeto por lo que dicen, impresionar a quienes les escuchan, mostrar falsa firmeza en la exposición, no tener que admitir que muchas veces no tienen respuestas cuando se les pregunta con el fin de secundar las consignas y no apartarse de la ortodoxia dictada por el partido político o por la institución en la que se milita, o servir de pantalla protectora para sus inconsistentes argumentos.

Aunque hay quien desmiente su autoría, -otros atribuyen a Sylvain Timsit este “decálogo” ("se non è vero, è ben trovato")-, en el texto adjudicado a Noam Chomsky, una de las voces más respetadas y consolidadas de la disidencia intelectual durante la última década, se compila una lista con las diez estrategias más comunes y efectivas que siguen los agentes y las agendas “ocultas del poder”, para manipular al ciudadano a través de los medios de comunicación; se ha comprobado que son altamente eficientes para instrumentar y moldear la opinión general; gracias a ellas se han creado o destruido movimientos sociales, se han justificado guerras, se han matizado u ocultado crisis financieras, se han impuesto determinadas corrientes ideológicas sobre otras, incluso se han creado o inventado en el pensamiento colectivo realidades inexistentes como productos de la manipulación.

En el bosque manipulador de tantas declaraciones con las que las élites del poder político o económico intentan ocultar la verdad de la realidad, no resulta fácil detectar tales estrategias; por fortuna, el texto atribuido a Chomsky nos da las claves para descubrir algunas efectivas tácticas de manipulación: incentivar la estupidez, promover el sentimiento de culpa, fomentar la distracción o construir problemáticas artificiales para luego, mágicamente, resolverlas… Ejemplificar cómo “las élites del poder” utilizan estas estrategias sería tarea fácil, pedagógica e ilustrativa, pues todos los días nos despertamos con obvios ejemplos. Sin pretender glosarlas en profundidad con ejemplos, dejo algún apunte como constancia para su reflexión:

La estrategia de la distracción consiste en mantener la atención del público distraída, lejos de los verdaderos problemas sociales, cautivada por temas que carecen de importancia real.
Se crean o fabrican los problemas para después ofrecer sus soluciones; por ejemplo, se magnifica una crisis económica para hacer aceptar como mal necesario el retroceso en derechos sociales, la disminución del estado de bienestar o el desmantelamiento de los servicios públicos.

Se pide que los ciudadanos acepten una medida inaceptable, mientras se aplica después gradualmente, a cuentagotas; ejemplo claro: la reforma laboral que de forma gradual va produciendo privatizaciones, precariedad, flexibilidad, temporalidad, desempleo en masa, o bajos salarios que ya no aseguran ingresos decentes…; como sentencia el texto que comento: “esta tramposa aceptación gradual produce tantos cambios que hubiera provocado una revolución social de haber sido aplicada de una sola vez”.

Se pide a la ciudadanía que asuman una decisión impopular presentada como “dolorosa y necesaria”, para que entre en vigor en el futuro; se pretende, así, obtener la aceptación ciudadana al ser más fácil asumir un sacrificio futuro que un sacrificio inmediato, a la espera ingenua y resignada de que “todo irá mejor mañana”. Ejemplo claro: “Estamos ya saliendo de la recesión y se ve en el horizonte la recuperación”.

Se presentan los problemas utilizando un lenguaje y unos argumentos como si los ciudadanos fuésemos niños o deficientes mentales… Es el clásico “tomar al pueblo por tonto”, como expresaba al inicio de estas reflexiones.

Se utiliza el lenguaje emocional para causar un corto circuito en el análisis racional y crítico de los ciudadanos con el fin de abrir la puerta al inconsciente e implantar en ellos miedo y temor o inducir comportamientos de sumisión en su subconsciente.

Se organiza una reforma educativa con distintos itinerarios, algunos con escasa cualificación para algunas clases sociales con el fin de mantenerles en una cierta ignorancia y complacientes con la mediocridad; se diseña un sistema educativo tal que el nivel de formación y conocimientos de las clases sociales superiores sea y permanezca imposible de alcanzar para las clases inferiores.

Se acompaña esta estrategia haciendo creer a los ciudadanos que ellos son exclusivamente los culpables de su ignorancia, su pobreza o su desgraciada situación a causa de su insuficiente inteligencia, sus escasas capacidades o sus deficientes esfuerzos. Así, “en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se anula y se culpa, generando un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. ¡Y, sin acción, no hay revolución!”.

Al final de estas consideraciones, y como síntesis de lo fácil que es atropellar la verdad con verborrea vacía, mentiras y falacias, fácilmente demostrable con cintas de vídeo, hago mías las clarividentes reflexiones de Jorge M. Reverte en el diario El País del pasado 13 de marzo en su artículo ¡Desalmados!: “No es cierto que se haya tardado 10 años en saber la verdad sobre los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. La verdad más importante de aquello se conoció enseguida. Nadie con la menor dosis de decencia e información dudó a las 24 horas de que se tratara de un ataque del islamismo radical contra la ciudadanía. Luego, un grupo de periodistas escogidos entre la basura, al servicio de políticos rencorosos y sin ningún escrúpulo, se dedicó a sembrar sospechas que sumieron al país en la confusión y, sobre todo, aseguraron a las víctimas un eterno calvario de ajuste de cuentas con la realidad. Todos ellos tienen nombres y apellidos, y ninguno ha pedido perdón, sobre todo a las víctimas… Algunos callan ahora, otros siguen piando”.

Tengo constatado que hay políticos, con demasiada autoridad y, paradójicamente, con nula eficiencia, de verborrea incontinente y de retórica banal que, para decir mentiras y vaguedades y argumentar con falacias, se ponen hieráticos o histéricos, o ambas cosas; el resultado de su atrevimiento crea indignación ciudadana. Por suerte, con las nuevas tecnologías, contamos con “cintas de video” para comprobarlo.

De falacias, verborrea y “cintas de vídeo”