miércoles. 24.04.2024

El espíritu y las leyes

LEY
Imagen: Pixabay

“La indagación de la verdad, de la verdad objetiva,
es la auténtica forma de llegar a ella y conocerla”.

 Michel Foucault


Admirador de Locke y de la constitución inglesa, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu escribió, en la mitad del siglo XVIII, un texto clave que unía todo aquello que la Ilustración representaba, El espíritu de las leyes, un modelo de libertad, una suma de filosofía jurídica y política basada en la razón y en el método experimental y una propuesta decidida por la clásica separación de poderes como instrumento fundamental y requisito limitativo del poder de los gobernantes, firme teoría de equilibrio y contrapesos y garantía contra el despotismo. Fue su obra más importante e influyente, cuyo objetivo era estudiar científicamente las sociedades, analizando el tipo de leyes que cada país, según su propia idiosincrasia se ha ido dando, con el fin de descubrir la concordancia y relación existente entre la libertad y el orden. Si de Locke valora Montesquieu su modelo de libertad, de Newton, el modo en que combina y relaciona el equilibrio del universo en el que los elementos se atraen sin perder su identidad. Si importante fue el éxito de su obra, en dos años tuvo veintidós ediciones, también recibió críticas por sostener que todo estaba sujeto a leyes: el entendimiento, la naturaleza inanimada, las inteligencias superiores al hombre y la misma divinidad. De ahí que, para justificar las críticas a su obra, se vio obligado a escribir una “Defensa del espíritu de las leyes”.

Sostiene Montesquieu que la ley es la razón humana en tanto que gobierna a todos los pueblos de la tierra y que las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser sino los casos particulares a que se aplica la misma razón humana.  Precisa que estas leyes han de ser tan adecuadas al pueblo para el que se dictan y aprueban que sólo “por muy rara casualidad” las leyes de una nación pueden convenir a otra. Las leyes deben acomodarse a la naturaleza y al principio del gobierno establecido; cuando le constituyen, son las leyes políticas, y cuando le mantienen en el cargo, son las leyes civiles. Y precisa cómo deben ser: deben adaptarse al estado físico del país, al clima helado, abrasador o templado; a la calidad del terreno, a su situación y extensión, al género de vida de los pueblos, ya sean labradores, cazadores o pastores; deben ser conformes al grado de libertad que la constitución puede resistir; a la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, riqueza, número, comercio, costumbres, usos; y entre ellas, deben existir relaciones entre sí, en su origen, con el fin que pretende el legislador y de acuerdo al orden de las cosas que regulan. Todos estos aspectos deben ser considerados, pues todas ellas (…) juntas forman lo que se llama el espíritu de las leyes. Y concluye con una inteligente advertencia: “No he separado las leyes políticas de las civiles porque como no se trata de las leyes, sino del espíritu de ellas, y éste consiste en las relaciones que pueden tener con diversas cosas, he debido seguir menos el orden natural de las leyes que el de tales relaciones y cosas”.

Según Montesquieu, su objetivo no es tanto tratar de las leyes sino del espíritu de las mismas. Este es el objetivo de estas reflexiones: interpretar, aclarar, analizar qué entendía Montesquieu por el “espíritu”, ya que en el argot jurídico y en la hermenéutica o interpretación popular, se discute y se habla con frecuencia del “espíritu” y la “letra” de las leyes. Esto significa que existe, en el argot popular una distinción entre ambos términos. Según la RAE existen distintos términos sinónimos de “espíritu”; entre ellos, además de “alma”, están: ánimo, inteligencia, pensamiento, ingenio, valor, carácter, transparencia, talante, decisión, etc… En el Diccionario de la RAE existe un término, hoy poco usado que define perfectamente lo que me propongo: “Epiqueya!, que deriva del griego “ἐπιείκεια” que significa moderación; de ahí que “Epiqueya”, según la RAE, es la interpretación moderada y prudente de la ley, según las circunstancias de tiempo, lugar y persona. La pandemia del Covid-19 se ha convertido en la emergencia sanitaria más importante de nuestra época. No estábamos acostumbrados a la incertidumbre y quienes, como dice Noah Harari en el subtítulo de su libro Sapiens “De animales a dioses”, nos habíamos acostumbrado a imponerle nuestro ritmo a la naturaleza y con este “maldito coronavirus” es él quien nos ha cambiado el ritmo y los tiempos y, además de la ignorancia acerca de sus ritmos, de la incertidumbre y el miedo que nos causa, nos está obligando a modificar algunas leyes e imponiendo otras.

De ahí que, además de echar mano de la “epiqueya” para interpretar con moderación y prudencia las leyes que nos están dando, según las circunstancias de tiempo, lugar y persona, de acuerdo con el sentido “de espíritu” de Montesquieu, se impone en estos momentos que cuantas normas y leyes se redacten, se cumplan con inteligencia, pensamiento sensato, ingenio, valor, carácter, transparencia, talante y decisión. Y, de acuerdo con Newton, combinarlas y relacionarlas con el equilibrio del universo, en el que los elementos se atraen sin perder su identidad. Todo lo contrario de lo que está sucediendo tanto en la política como en ciertos movimientos sociales: en lugar de atracción y acuerdo en estos conflictivos y complicados momentos, sin que ninguno pierda su propia identidad, el enfrentamiento, el insulto y la equidistancia son cada vez más insoportables e incomprensibles para la ciudadanía. ¡Qué importante es la buena información y, mejor aún, la inteligente capacidad de comunicación!

Comparar dos momentos o tiempos distintos de la historia es uno de los ejercicios más complejos, por no decir imposible. No sólo los propios procesos y  fenómenos sociales, económicos, culturales, artísticos, religiosos y políticos reflejan situaciones y acontecimientos distintos, sino el propio lenguaje que los describe rebaja las expectativas y posibilidades de la comparación, distorsionando, incluso, el objetivo que se quiere comparar; discriminar autores, entrar en su “alma”, en sus circunstancias y aspectos concretos, requiere demasiada finura y un amplio conocimiento de la psicología, de los síntomas históricos y los tiempos y razones que motivaron al autor a escribir su obra. Lo que no impide es que, así como en una pintura impresionista las formas se diluyen imprecisas dependiendo de la luz a la que están sometidas, al leer una obra literaria, una novela, un ensayo filosófico, un texto legislativo o un poema, el lector proyecta sobre él, como decía Ortega, todo su bagaje cultural, sus circunstancias y su perspectiva histórica.

Con una interpretación personal, me apoyo en la teoría hermenéutica de Gadamer, para quien la historia y la tradición desempeñan un papel clave para captar el verdadero sentido de la comprensión y, aún más, en Wittgenstein y “sus juegos del lenguaje”, su mayor contribución a la filosofía, para quien es preciso clarificar el lenguaje para llegar al pensamiento de los demás y entender lo que comunicamos. El pensamiento, como el lenguaje, evoluciona y no se puede encapsular en una única forma a perpetuidad. La estructura lógica del lenguaje y el pensamiento también está relacionada con la estructura lógica de la cambiante realidad. Y si cambia la realidad, el lenguaje que la explica y la define también cambia de ahí que, utilizando la obra de Montesquieu, en estas reflexiones que inicio, matice el título de su obra; si él titula “El espíritu de las leyes”, mi artículo es “El espíritu y las leyes”.

Bien sabemos por experiencia, que cada pueblo tiene las formas de gobierno y las leyes que son propias a su idiosincrasia y a su trayectoria histórica; no existe un único baremo desde el cual juzgar la bondad o maldad de su corpus legislativo. Cada forma de gobierno y de acuerdo a su ideología y proyecto político, se aprueban determinadas leyes, pero, como sostiene en su obra Montesquieu, filósofo, jurista e intelectual de la Ilustración, las leyes deben estar determinadas por factores objetivos (clima y singularidades geográficas…) que, según él, intervienen tanto como los condicionantes históricos y sociales en la configuración de las leyes. No obstante, teniendo en cuenta dichos factores, se puede tomar el conjunto del corpus legislativo y las formas de gobierno como indicadores de los grados de libertad a los que ha llegado un determinado pueblo. Para Montesquieu la filosofía política se transmuta en una filosofía moral cuando establece un ideal político que defiende alcanzar la máxima libertad de derechos ciudadanos compensada y en consonancia con la necesaria autoridad política, rechazando abiertamente las formas de gobierno despóticas. Esta es la razón de los desencuentros que han surgido desde el inicio de la aprobación en el parlamento del estado de alarma y los actuales, y los sucesivos que irán surgiendo en las fases durante la desescalada. Si para el presidente de gobierno y su ejecutivo, en la desescalada es imprescindible mantener el estado de alarma y da las razones para ello, la bronca y la crítica política de la oposición a estas medidas van en aumento. Y razón tiene, en parte, la oposición por la ausencia de transparencia con la que La Moncloa está explicando los criterios en relación con las medidas adoptadas para pasar de una fase a otra y las dudas que suscitan. A ese “espíritu” de las leyes que decía Montesquieu es lo que la RAE como sinónimos emplea: “inteligencia y transparencia”, porque el lenguaje es el medio universal en el que se realiza la comprensión; no hacemos filosofía jurídica o política porque estemos en posesión de la verdad, y menos en estos momentos de duda e incertidumbre por el “covid-19”, sino justamente porque no la tenemos y la buscamos.

Por otra parte, ante la incomprensible y enfrentada oposición, en este reto colectivo que se debe afrontar con el objetivo fundamental de garantizar la máxima seguridad para la salud y la vida de la ciudadanía, es obligado apoyar con el mayor esfuerzo solidario todas las opciones posibles para no poner en riesgo un rebrote de la pandemia. Recordando, asimismo, el “espíritu” de las leyes que decía Montesquieu y que la RAE utiliza sinónimos como: valores, talante solidario, ingenio, carácter. Por mucho que cacaree “el gallo” de la oposición (Aznar, Casado, Abascal y la nueva incompetente lideresa madrileña, la “IDA”), los valores solidarios de la salud de la ciudadanía, sin descuidar los económicos, priman sobre los de la economía. Pero para eso necesitamos políticos y ciudadanos sólidos y bien formados en los principios de una democracia éticamente solidaria. Con Wittgenstein, de nuevo, reclamo que la estructura lógica del lenguaje y del pensamiento tiene que estar relacionada con la estructura lógica de la realidad. La oposición en estos duros e inciertos momentos para la ciudadanía no puede ni debe expresar “lo indecible”, ni pensar “lo impensable”. Esa es la permanente y frívola contradicción de la señora Díaz Ayuso; presidenta de la Comunidad de Madrid, pues mucho tiene que “expresar y explicar lo decible sobre su lujoso apartamento”, y pensar lo que muchos madrileños y españoles “piensan”: “Huele a corrupción y favoritismo”.

Para quienes no somos expertos jurídicos, -¿cuántos ciudadanos los son en España?-, uno de los principales problemas es la de interpretar los enunciados, los textos normativos y las disposiciones legales; y más en estos meses que se aprueban por centenas en el B.O.E. Si los propios juristas, los “expertos en leyes”, admiten una pluralidad de interpretaciones alternativas; ¡cuántas no se podrán dar en la vida ordinaria de los ciudadanos! Y más, cuando el propio lenguaje no es unívoco, sino que admite distintos significados para un significante y más cuando, como decía Montesquieu, el objetivo no es sólo tratar de las leyes sino del espíritu de las mismas; o como dice el pueblo; distinguir el espíritu de la letra”, es decir, la comprensión de la complejidad y heterogeneidad (ideologías, creencias, tradiciones, prejuicios y valores…) de las acciones humanas en su contexto histórico y social, fuera del cual pierden su significado; de ahí, las diferentes interpretaciones admisibles, el llamado “círculo hermenéutico”.

Parece lógico que, en estos meses de permanente creación con exceso, tal vez necesario, de normas y leyes para solucionar el desastre que está causando el “coronavirus”, los mensajes que se quieren comunicar, en su formulación y comunicación requieren, pedagógicamente un lenguaje comprensible y fácilmente interpretable. No se debe obviar que, si no se hace así, si la información es contradictoria o excesiva, si se cambia sin justificación alguna, si el lenguaje no es comprensible, el impacto que produce en la ciudadanía es negativo. Y el gobierno de Sánchez no está acertando; tal vez por eso, sin razón objetiva alguna, una marabunta alborotadora de “cacerolas de diseño y banderas rojigualdas”, la llamada “revolución de los pijos”, defendiendo, no la salud ciudadana, sino sus “prebendas y mamandurrias”, le acusan miserablemente de traición a él y a su gobierno.

¿Cuál es la causa? Una parte importante de los problemas, añadidos al exceso de normativa que nos llueve cada día, y que afectan a la comprensión del lenguaje legislativo, además de la incertidumbre que crea enfrentarnos a una emergencia sanitaria nacional, la ambigüedad y la vaguedad son la causa de la imprecisión en la comunicación. Una norma es ambigua cuando admite más de una interpretación; implica o que el que el mensaje contiene palabras ambiguas (ambigüedad semántica) o que el orden en el que aparecen los términos causa este problema (ambigüedad sintáctica) o que, con el tiempo, como el lenguaje es vivo y abierto, existe la posibilidad de que los términos empleados hayan adquirido nuevos significados con el transcurso del tiempo. Otra causa de la imprecisión en la comunicación es la vaguedad; hay vaguedad cuando se nombran cosas que no se pueden identificar con exactitud. Cuando un término es vago (y en esta pandemia abundan los términos imprecisos y vagos) no puede identificar completamente los supuestos o los casos a los que es aplicable, pues, aunque encierren un núcleo de certeza, con ellos se crea una zona de penumbra de contenido incierto. Y esto produce más incertidumbre e, incluso temor o miedo.

En estos tiempos de infoxicación, no puede ignorar el gobierno que, si una determinada teoría falsa se consolida, las otras pasan a ser consideradas como equivocadas. ¡Cómo están influyendo en esto determinados partidos políticos, redes sociales y medios de comunicación! Es importante que el gobierno no sature la capacidad de comprensión e interpretación que tiene la ciudadanía. Tiene que ser consciente de que, si es capaz de eliminar las teorías imposibles, por improbable que parezca la que él propone, tiene que ser a la fuerza la más acertada. ¿Qué hacer entonces cuando ya no tienes alternativas?, ¿cuándo las líneas que creías exitosas sencillamente se han esfumado?, ¿cómo puedes gobernar cuando ya no sabes realmente qué solución proponer? Es un error garrafal teorizar antes de tener datos ciertos. No sirve de nada alimentar de esperanza a la ciudadanía, si después la conduces al desengaño y a la frustración.

Con estas reflexiones, y partiendo del “espíritu” y “la ley”, que tan lúcidamente explica Montesquieu en su ilustrada obra “El espíritu de las leyes”, he pretendido mostrar la complejidad de los problemas que encierra la buena o mala comunicación con la que nuestros políticos intentan sacarnos de este laberinto. Pero, desgraciadamente, como señalaba en un artículo anterior, por ahora no han encontrado el Hilo de Ariadna que nos permita encontrar la salida. Y me permito finalizar recordando el término “epiqueya” que, según la RAE, es la interpretación moderada y prudente de la ley, según las circunstancias de tiempo, lugar y persona. ¡Cuánto mejor nos gobernarían si fuesen capaces de actuar con “epiqueya”!

El espíritu y las leyes