jueves. 18.04.2024

El desprestigio (en la administración) de la justicia

“Desgraciada la generación cuyos jueces merecen ser juzgados”, Talmud.

justicia

Es evidente que nuestra administración de justicia no está aún normalizada; ninguna administración de justicia lo está, ninguna es perfecta; pero es obligación de los que la administran ir limando imperfecciones y no aumentarlas contribuyendo a ese descrédito que algunos jueces o juezas se han ido ganando a pulso

Se dice que el tiempo es un juez tan sabio que no sentencia de inmediato pero que, al final, da la razón al que la tiene. No siempre es así: he padecido lo contrario últimamente. Al analizar la realidad cotidiana, una incomodidad pasajera suele ser soportable, es pura anécdota transitoria. Mas cuando la incomodidad se prolonga en el tiempo durante años, lo que era anécdota soportable se convierte en una categoría insufrible.

Lo que describo en este artículo no deja de ser para una mayoría pura anécdota; pero en lo que personalmente me afecta, padecida durante más de tres años, se ha convertido en categoría digna de ser denunciada y sometida al arbitrio de la justicia. A pesar del excesivo tiempo transcurrido desde que la padezco, lo sustantivo del problema que describo es que, teniendo la certeza (casi metafísica) de que tengo la verdad y de haber aportado todas las pruebas que lo demuestran, la jueza me quita la razón y se la da al que miente: absuelve al culpable y condena al inocente.

Es evidente que nuestra administración de justicia no está aún normalizada; ninguna administración de justicia lo está, ninguna es perfecta; pero es obligación de los que la administran ir limando imperfecciones y no aumentarlas contribuyendo a ese descrédito que algunos jueces o juezas se han ido ganando a pulso. En justicia, la sentencia y el error no son términos excluyentes; se pueden dar y se dan. Sí lo son, en cambio, la mentira y la verdad, la desidia y la responsabilidad, la desgana y el deber. En lo que mi corta experiencia alcanza, he asistido sólo a dos juicios, en ambos he salido con total discrepancia con la sentencia y con enorme vergüenza por la actuación de las juezas.

Ningún teórico de la justicia, desde Platón, Hobbes, Hume, Kant, Beccaria o Bobbio, pasando por Habermas y Rawl, se ha entusiasmado con una administración de justicia que, por definición, es imperfecta. Lo es porque no existe el modelo de “juez sabio y justo” ni los jueces están en la total posesión de la verdad. La aristocracia en la política -supuesto gobierno de los mejores según Platón-, no es la mejor democracia, tampoco lo es en la justicia. Aceptar la legalidad de una sentencia no significa resignarse a que sus decisiones no puedan ser opinables y criticables, por mucho que incomode a “sus señorías”. Es saludable que, frente a sentencias no bien fundamentadas y discutibles, haya ciudadanos críticos, independientes y discrepantes, si se tercia. Entre estos me encuentro.

Una tarea, quizá la más ingrata, al referirnos a la administración de justicia, es atreverse a discrepar de las sentencias dictadas por los jueces; gente amiga enseguida te alerta de los peligros que pueden recaer contra aquellos que osen discrepar. Decía Norberto Bobbio, con gran sentido práctico que “al hombre de estudio no le va bien el papel de profeta”; de ahí que, con no poco temor, se suele decir: “Acato la sentencia, pero no la comparto”. ¡Faltaría más! Este atrevimiento puede parecer una osadía; no lo considero así y, frente a ese infundado temor, me acojo a lo que decía el poeta Virgilio en la Eneida: “Audentes fortuna juvat”: la fortuna ayuda a los atrevidos.

Vaya por delante, como todo en democracia, que ningún político en su gestión tiene “el don de la infalibilidad”; tampoco los jueces. Está comprobado que ciertos jueces con su carencia de empatía, prisas unas veces y tardanzas otras, poco comprensibles, desconocimiento, cuando no desprecio, de las pruebas aportadas y actitudes autoritarias en el trato a los justiciables, desprestigian la justicia cuando la administran. Si Rajoy y María Dolores de Cospedal al referirse a la sentencia por la financiación ilegal del PP en el caso “Gürtel”, con sus críticas han quitado credibilidad a las sentencias judiciales “porque los jueces se han extralimitado en la extensa sentencia -decían- y nos da igual lo que digan los jueces o los informes policiales, porque las sentencias son recurribles y los hechos probados no les incumben”, no es de extrañar que otros ciudadanos, movidos por la ejemplaridad que nos merecen estas élites políticas, también se apunten a parecidas dudas sobre la credibilidad de los jueces y su extralimitación en la administración de la justicia.

El Título I. De los derechos y deberes fundamentales, de la Constitución del 78, garantiza que los ciudadanos tienen derechos (también deberes) y hay cosas que ninguna persona, institución o grupo de poder, puede negarles sin violar esos derechos. Así lo expresa el artículo 20,1.a, que reconoce y protege el derecho “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”, en el marco de los límites del apartado 1.4. No es infrecuente, en cambio, que en la administración de justicia no siempre se consiga defenderlos.

Sabemos que la justicia absoluta es un ideal imposible, una de las ilusiones eternas del hombre. Una de las características más sobresalientes de las sociedades libres y justas es que garantizan de manera efectiva libertades tales como las de pensamiento, expresión, reunión y asociación entre individuos afines en ideas y aspiraciones o concepciones acerca de la justicia. Se llama “pluralidad”; esta palabra alude al hecho de que en toda sociedad libre existe una multiplicidad y variedad en las ideas que se tienen acerca del bien, de ese bien social que llamamos “justicia”. Por otra parte, verdad y justicia son dos conceptos con reflexión propia en la historia de la filosofía. Entre ambas existe una relación necesaria e inseparable; se requieren mutuamente, de modo que donde no esté una tampoco podrá estar la otra; pero si relacionamos verdad, justicia y política, la inseparabilidad de estos conceptos yo no es tan evidente. La historia demuestra que cualquier forma de organización política que se crea poseedora de la verdad sobre la naturaleza del ser humano y el sentido de la historia, e intente vincular esa verdad con formas estructuradas de justicia, o va camino hacia el autoritarismo o se encuentra en medio de él, pisoteando los derechos y la dignidad de la persona humana: existen demasiados casos en la historia. Nunca los Estados que se declaran poseedores de la verdad absoluta han hecho felices a los ciudadanos que viven en ellos.

Al analizar las distintas concepciones de la justicia se habla de la justicia como práctica social, como forma de relación de personas que viven en comunidad, y, por tanto, se trata no sólo de un asunto de filosofía jurídica, sino también de filosofía moral. En palabras de Kant, el derecho es “una legislación que coacciona”, mientras que la moral constituye un “reclamo que atrae”; de ahí que distinga entre derecho y moral; teniendo en cuenta la exterioridad del primero y la interioridad de la segunda, la legalidad o ilegalidad de una conducta se mide por su concordancia o discrepancia con lo dispuesto por el derecho, mientras que la moralidad o la inmoralidad de una acción se evalúa sobre la base de examinar si el móvil de ella está o no de acuerdo con la moral.

Una de las principales funciones de un sistema jurídico es proporcionar orden en el que, de otra manera, sería un mundo desordenado y generar confianza en los ciudadanos que acuden a su arbitrio y amparo. A fin de cuentas, se trata de proteger derechos y garantías de aquellos ciudadanos que participen en un proceso judicial. El problema de un sistema jurídico no bien administrado o no bien explicado, cuando menos, genera confusión e indignación. Esta es la situación en la que se encuentran muchos ciudadanos al contemplar cómo se administra la justicia por algunos magistrados y escuchar o leer algunas de sus sentencias.

La primera vez que he tenido que acudir en juicio a la administración de justicia la experiencia ha sido deprimente. Tal vez para su señoría, la jueza, mi caso no era “mediático” para poder convertirse en “jueza estrella”; era un tema menor, pero importante para mí: la denuncia contra un vecino que desde un incivismo de mala voluntad e insolidario y una gotera causada por su baño, con riesgo permanente de un cortocircuito peligroso para la comunidad y que durante más de tres años me ha hecho la vida insoportable. Y ¿el juicio?: un “paripé”; sólo los que lo hemos presenciado (abogados, procuradores, testigos y yo como sufridor) podemos valorar la vergüenza y el desamparo experimentados. Respecto a la actitud de la jueza, me explico mejor por lo que callo que por lo que escribo; pero algo explico.

Sin caricatura alguna y sí con amargura, no es de extrañar que muchos ciudadanos estén irritados si durante la celebración de su juicio o vista oral, han sufrido alguna de las situaciones que he experimentado: que la jueza ni te pregunte, ni te escuche ni te mire, aunque seas el perjudicado; que te considere un “no existente”; que durante toda la vista oral no se haya molestado en tomar nota alguna ni examinar los autos del expediente; que no considere a ninguno de los testigos que ella ha citado y ni siquiera les haya hecho pasar a sala para el necesario interrogatorio; que de continuo interrumpa a mi abogado: “esa prueba no se admite; conteste sí o no; sea breve, vaya concluyendo”, cuando apenas he empezado a exponer las razones y pruebas de la defensa; que considere no pertinentes todas las pruebas aportadas en el expediente ni valore la importancia objetiva de las mismas, especialmente, unos planos firmados por el Colegio oficial de Arquitectos que muestran la evidencia del daño; que siendo citado el perito para aportar la prueba pericial de parte como prueba independiente, apenas se le permita exponer su dictamen acerca de las inspecciones realizadas dentro de la fase probatoria del proceso; que se dedique a pasar rápidamente las hojas del expediente demostrando prisa por acabar cuando apenas ha comenzado el juicio; que crea que, por tener la última palabra, tiene la razón; que considere que una toga y el estrado desde el que preside, le dan la ciencia suficiente sin tener en cuenta que la ciencia jurídica solo la proporcionan los libros, los estudios, la carrera, la preparación, la responsabilidad, el interés profesional y la experiencia.

Transcurrido más de un mes desde la celebración del juicio me han llegado el fallo y la sentencia:

“Procede desestimar íntegramente la demanda conforme a lo dispuesto en el art. 217 de la LEC…; procede la expresa condena en costas a la parte demandante, conforme a lo dispuesto en el art. 394.1 de la LEC al no apreciarse serias dudas de hecho o de derecho. FALLO QUE DEBO DESESTIMAR Y DESESTIMO ÍNTEGRAMENTE la demanda y, en consecuencia, DEBO ABSOLVER Y ABSUELVO a (nombre del culpable). Las costas procesales se imponen a (nombre del inocente).

Esta resolución es FIRME y contra la misma NO CABE RECURSO ordinario alguno. Así por esta sentencia lo pronuncio, mando y firmo.

Y mientras uno queda alucinado por esta desacertada e incomprensible sentencia, seguramente la jueza se iría, después de firmarla, tan rica y tranquilamente a comer.

Decía Francis Bacon que “el juez debe tener en la mano el libro de la ley y el entendimiento en el corazón”; a lo que yo añado: “el entendimiento en el corazón, pero más en la inteligencia”. Es inteligente aquel que sabe dónde quiere ir, pero más inteligente aún el que sabe a dónde ya no debe volver. Después de lo sucedido, sé ahora a dónde no debo volver: ¿Merece la pena intentar defender jurídicamente tus derechos ciudadanos con jueces/as que actúan como lo que he sufrido?

Que la administración de justicia ha perdido credibilidad ya no es noticia. Su desprestigio no es reciente, viene de lejos; no olvidemos aquel sabio refrán popular: “la justicia, Dios la conserve, pero de ella nos preserve”. Si bien la mayoría de los ciudadanos admite que la credibilidad del poder judicial es un instrumento imprescindible y clave de bóveda en una sociedad democrática y el gran contrapeso a los desmanes del poder y del dinero, a los ojos de la gente corriente aparece hoy como un instrumento al servicio de los poderosos. Bien lo sentencia El Roto en uno de sus impagables ensayos gráficos: “La justicia es igual para todos, pero las sentencias NO”. Muchos ciudadanos coinciden en que sus habituales formas, sus excesos e incomprensibles sentencias, cuando no la arbitrariedad, han convertido a la administración de justicia en un ejercicio de dudosa reputación. Es un fenómeno no solo español, sino universal, aunque en España se presenta con matices e intensidad singulares. La ola de desprestigio de nuestras instituciones alcanza no solo a los políticos, sino que también incluye a casi todos los estamentos, incluyendo a algunos miembros de la justicia. Es bueno recordar ese dicho popular: “de juez de poca conciencia, no esperes justa sentencia”. Recientes sentencias judiciales avalan y respaldan el ambiente y sentimiento de frustración e indignación que hoy anida en una importante mayoría de la ciudadanía al contemplar la inmune impunidad de la que goza cierta casta de ciudadanos arropados por su poder político, judicial y económico.

Más allá de la valoración judicial que merezcan las sentencias, la principal cuestión que analizo tiene que ver con el respeto de exigencias éticas, y si me apuran, de pura educación, en el acto de aplicar la justicia. Es verdad que hay quien señala que la crisis de la Justicia está motivada por una serie de razones, consideradas objetivas, como la sobrevivencia de procedimientos anacrónicos o por la carencia de recursos materiales y humanos; pero también existen otras razones, ligadas a la conducta de ciertos jueces y magistrados, que erosionan la confianza ciudadana al administrar justicia. Los casos pueden ser pequeños, quizá, si se comparan con otros más relevantes y mediáticos, pero que son en los que se encuentra la mayor parte de los ciudadanos que acuden a un juzgado para defender sus derechos de la vida cotidiana.

Es importante, más aún, necesario, acercar el sistema judicial a “la ciudadanía” y darle transparencia en su ejercicio y administración; si en todo exigimos la excelencia, mucho más en este campo. Al igual que al profesorado no sólo se le exige el conocimiento de las materias que imparte, sino que, a la vez que las enseña y aplica, se le pide que las transmita con esa sana pedagogía que exigen las buenas formas, la sensibilidad profesional y la educación, del mismo modo, en la exigencia de una mayor calidad profesional de los jueces, no es sólo importante que conozcan las leyes que van a aplicar -va de suyo-, sino que las administren con buenas formas, sensibilidad profesional y educación. Si la ciudadanía deplora el estado de desprestigio y de falta de credibilidad en que ha caído la administración de justicia, los ciudadanos, a la vez que lo lamentan, deben asumir la responsabilidad de criticar y de participar en la recuperación de los valores éticos, profesionales, de equidad y ecuanimidad que la debe distinguir; recuperar su dignidad, debe ser un propósito de todos, pero, fundamentalmente, de los propios jueces y magistrados.

Decía el milanés Cesare Beccaria, en su clásica obra De los delitos y de las penas: “Cuando las leyes son claras y precisas, la función del juez no consiste más que en comprobar los hechos”. Es decir, buscar y comprobar la verdad de los hechos, interrogando a los testigos, si los hay; aceptando las pruebas que corroboran la verdad de los mismos cuando las haya y escuchando con inteligente atención al denunciante, al denunciado, a los testigos y a los respectivos abogados. Es evidente que es bueno vigilar la correcta aplicación de la justicia con minucioso respeto a las garantías procesales y los derechos humanos, con el fin de preservar las garantías indispensables para impedir el abuso del poder y la desviación de la justicia. Tal proceder es una realidad que la sociedad democrática está obligada a respetar en cuanto a sus consecuencias jurídicas.

Las decisiones equivocadas, las dudosas sentencias, la banalidad, las prisas y la desgana con las que a veces trabajan los profesionales de la justicia -la administración de justicia también es un trabajo- minan el respeto y la confianza que los ciudadanos tienen al sistema judicial. Sostenía con sensata clarividencia Thomas Hobbes que los jueces que rehúsan escuchar y leer pruebas, están rehusando a su vez hacer justicia. Por fortuna, son muchos los magistrados, jueces y funcionarios que cumplen sus deberes, son justos en sus fallos, obran decorosamente y están dispuestos a contribuir al mejoramiento institucional y a la recuperación del talento, la inteligencia y la probidad en sus funciones; mas también saben ellos, y sabemos los ciudadanos, que existen ocasiones en las que esto no es así.

Puede que tenga que ser así, pero no es fácil entender esa sinuosa distinción entre “verdad judicial y verdad material”. Se presentan como algo contrario la una de la otra, alimentando entre los ciudadanos que desconocemos estos artificios del lenguaje dudas y recelos que no deberían existir. Entendemos que la verdad material es aquella que se corresponde con la realidad de los hechos, con lo que ocurrió realmente en cada caso concreto. La mayoría de las veces la verdad judicial y la verdad material coinciden, pero no siempre es así. En ocasiones, debido a circunstancias especiales, las investigaciones no consiguen reunir esa coincidencia, ya que hemos escuchado aquello que en el mundo judicial se suele decir: “lo que no está en los autos, no está en el mundo”. Este mantra es difícil de asimilar y más de comprender.

Sí entendemos todos, en cambio, que para que la búsqueda de la verdad sea efectiva, tiene que realizarse bajo una serie de condiciones imprescindibles: que se celebre en audiencia pública, con presencia de los ciudadanos en la sala, con garantías de transparencia, con intervención de testigos y peritos del caso, aceptando aquellos informes o documentos que sean vitales para el esclarecimiento de la verdad y que se aportan durante la vista oral, con garantías de que tanto el denunciante como el denunciado pueden exponer los hechos y con presencia de sus abogados y que éstos puedan interrogar a todos los intervinientes, incluidos a los testigos citados, en igualdad de condiciones que el fiscal o el juez, éstos siempre, en el marco de la independencia e imparcialidad necesarias, armonizando siempre la verdad material y judicial. Se dice de siempre aquello de que “la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”. No hay cosa que más desanime a los ciudadanos cuando saben que “están en la verdad, en la verdad de los hechos”, mientras que el juez o jueza dictan una sentencia o verdad judicial que contradice la verdad de esos hechos. ¿Cómo aceptar, entonces, esta contradicción? Acertaba el crítico periodista francés Alphonse Karr cuando afirmaba: “Con intención o sin ella, se confunde siempre a los jueces con la justicia y a los curas con Dios. Así se acostumbran los hombres a desconfiar de la justicia y de Dios”.

Quienes administran la justicia muestran diferentes grados de responsabilidad en su conducta y no son vistos de igual manera. Están los honestos y probos funcionarios, pero también los que eligen el camino de la indolencia; están los trabajadores responsables, pero también los que adoptan la vergonzosa comodidad de la pereza; están los independientes a toda presión y aquellos veleidosos que se dejan seducir, cuando no comprar, por los poderes. Buena parte del servicio de justicia nada tiene que ver con esta última y negativa imagen en su labor cotidiana, pero ambas posturas a veces coexisten y son parte del presente. Hay funcionarios públicos, en todas las escalas administrativas, que se consideran propietarios de la parte del Estado que gestionan; usan los recursos de todos como si fueran propios; no es tampoco infrecuente en algunos jueces/as. Sentados en su estrado, utilizan el mazo o el mallete como si fueran Salomón o el “rey sol con su cetro del poder”. Que muchos lo hagan, no les convierte en impunes; que no se les critique -con frecuencia, por miedo- no les convierte en justos y soportables. Nadie desconoce que el poder judicial es, en parte y con cierta frecuencia, elegido por el poder político. Decimos, sin demasiada convicción de que la división de poderes es un principio de organización política que se basa en que las distintas tareas asignadas a la autoridad pública están repartidas en órganos distintos y separados. Los tres poderes básicos de un sistema político son el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Si estos tres poderes no actúan como deben, no es por casualidad, sino porque se entremezclan evidentes intereses compartidos y un sinnúmero de indisimulables presiones, a lo que se suma la necesaria complicidad de la falta de transparencia, valentía y honestidad. No comparto lo que decía el Marqué de Sade, pero a veces tiene uno la tentación de creerlo: “La ley solo existe para los pobres; los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren, y lo hacen sin recibir castigo porque no hay juez en el mundo que no pueda comprarse con dinero”.

La administración de justicia en España ha ido cayendo, de manera sostenida, hacia niveles cada vez más bajos de desprestigio. Pocas veces esta opinión ha conseguido un consenso tan completo sobre su incompetencia, su mediocridad y la desconfianza que crea su administración. Es difícil que haya muchos ciudadanos españoles que consideren que la justicia proporciona la seguridad jurídica que caracteriza a las naciones fuertemente democráticas; que quien se sienta vulnerado en sus derechos y garantías pueda sentirse confiado y optimista cuando acude a un fiscal o a un juez. Más bien prima un sentimiento general de profunda desconfianza. En estos momentos da la sensación de que se encuentra subordinada al poder político, hasta el punto de que se la ve nítidamente como una de las instituciones con más clara responsabilidad en la deplorable imagen externa que ofrece España. Se suceden los fallos que consagran la impunidad de muchos poderosos y de altas instituciones, mientras se abandona a la suerte de la fortuna (¡a ver qué juez o jueza me toca!) a los ciudadanos de a pie. De ser cierta esta apreciación, si esto deja huella perdurable en el espíritu colectivo, el daño que se está haciendo a “la justicia” son el descreimiento, el escepticismo y la pérdida de la confianza.

Nada humano es perfecto, pero queremos aspirar a que lo sea, en especial cuando están en juego la libertad, el patrimonio, el buen nombre o los derechos de los ciudadanos. La parte buena de todas estas reflexiones y otras muchas que se pueden hacer, afecta a la ciudadanía, que percibe bien los defectos con los que administran justicia algunos jueces; lo malo es que los pocos que así actúan, no parecen ser conscientes de que están jugando con fuego. No se pide que se vayan, pero si no son capaces de actuar con otros estándares éticos y profesionales, vamos en la mala dirección y pisando el acelerador en el aumento del desprestigio de esa administración de justicia que dicen representar.

Por principio, los jueces deben ejercer sus funciones jurisdiccionales con independencia e imparcialidad, sujetos únicamente a la Constitución y a la ley. No es bueno que a un inocente se le condene y que el culpable quede libre. Frente a la despótica y autoritaria actitud de ciertos jueces, es necesario dignificar el ejercicio profesional e inteligente de la judicatura. Este servicio público debe ser profesional, libre e independiente; profesionales que cuenten con una amplia formación y experiencia, merecedores del reconocimiento y respeto por la labor que desarrollan en la resolución de conflictos, defensa de la legalidad y de los derechos ciudadanos, en condiciones de igualdad y una defensa digna y de calidad. De ahí que todas las fuerzas sociales y políticas deben apoyar la defensa de un sistema que, debidamente dotado, sea eficaz y eficiente para canalizar, atender y resolver las demandas de los ciudadanos. ¿Para cuándo las reformas que atajen el desprestigio del sistema, incluida la evaluación psicotécnica, emocional y empática de los jueces?

Aunque parezca una redundancia u oxímoron, es malo “fallar en el fallo” (en la sentencia) que dicten; genera desconcierto y propicia desafecto. Al igual que pedimos a los abogados una defensa digna, profesional, humana y de calidad con sus defendidos, igualmente pedimos a los jueces una sentencia digna, profesional, humana y de calidad con quienes han acudido a su amparo en defensa de sus derechos. Ante ciertas sentencias, con no poco humor e ironía se dice: Me encanta escuchar la mentira cuando yo sé toda la verdad. Porque como decíamos antes, la verdad judicial y verdad material a veces no coinciden. Y si esto no se explica con pedagogía e inteligencia, perjudica a la justicia y a los que la administran. No en vano sabemos que el fin último de la jurisdicción penal es descubrir la verdad y hacer justicia, castigando al culpable, si ha cometido delito, o absolviéndolo, si no lo ha hecho.

Decía Gandhi que “mucha gente, especialmente el ignorante, desea castigarte por decir la verdad, por ser correcto… Nunca te disculpes por ser correcto, o por estar años por delante de tu tiempo. Si estás en lo cierto y lo sabes, que hable tu razón… la verdad seguirá siendo siempre la verdad”. El desprestigio al que ciertos jueces y juezas someten a la administración de justicia con sus torpes sentencias dejan demasiadas heridas sin coser en el alma de muchos ciudadanos que no entendemos en razón de qué suerte de torpeza pueden condenar la verdad premiando la mentira.

El desprestigio (en la administración) de la justicia