viernes. 19.04.2024

El “desparpajo” o la erosión de la verdad

conferencia

  “Quien miente y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir
ninguna verdad, ni él ni quienes le rodean”.

Fiódor Dostoyevski (Los hermanos Karamazov).


En estos momentos electorales, en los que nos inundan de mentiras, de posverdad, de fake news, el ciudadano debe tener claro que “nadie promete tanto como el que sabe que no va a cumplir” y que encima ningún olvidadizo se lo va a reprocha

Nos encontramos inmersos en una era en la que la verdad como valor de conducta de la sociedad en general y de los partidos políticos, en particular, ha ido decayendo; padecemos sus consecuencias más visibles: la degradación de la confianza en los políticos e instituciones y el colapso del necesario valor e interés por la democracia. La erosión del concepto de verdad y la interpretación interesada de la información amenazan la limpieza electoral y, por tanto, sus resultados y la propia democracia. Razón tenía el estadounidense Dennis Lehane, en su novela Vivir de noche, al afirmar que todos nos creemos las mentiras que nos consuelan más que la verdad. El gran oxímoron hoy de la política y de los medios informativos que la cubren es “la enorme desinformación con la que se proporciona la información”. Estamos dejando de ser una sociedad de la información para adentrarnos en la sociedad de la desinformación.

Solemos aceptar que “los hechos son incuestionables”, así lo expresó Aristóteles de forma apodíctica: “contra facta, non valent argumenta”, pero ante hechos alternativos, trufados por las emociones o la manipulación intencionada, pueden llegar a perder la batalla de la verdad, en escenarios en los que las redes sociales crecen cada vez más como fuente discutible de información frente a los medios de comunicación tradicionales. Tan es así que hay quien augura que, de continuar en esta intensidad, las redes pueden hacer tambalear los cimientos de las democracias modernas. Existe ya una infraestructura política y mediática que ha devaluado la verdad para servir a sus propios fines.

Nos estamos acostumbrando, de modo más palpable en los últimos meses que han precipitado las futuras elecciones, a que en la actividad política es válido utilizar la mentira con premeditación y descaro para obtener el voto de los electores, atribuyendo al adversario hechos o intenciones a sabiendas de que son falsas con el fin de dañarle, al punto -muchos lo piensan- de que mentir en política no conlleva castigo alguno, sale gratis; de este modo, como en un alud, la mentira, sostenida y no penalizada, se incrementa con descaro hasta poder llegar a la infamia o la calumnia. Mentir nunca debe ser rentable en política, sin embargo, aseguraba Alexander Koyré en sus Reflexiones sobre la mentira, “nunca se mintió tanto como en nuestros días”. Cuando los políticos, los periodistas o los medios de comunicación mienten se está violando el derecho que tienen los ciudadanos a recibir información verdadera y contrastada; si tal violación se produce en campaña electoral, hasta puede haber quien se atreva a cuestionar la legitimidad ética de los candidatos elegidos.

Siempre, pero de modo especial en tiempos electorales, es importante tener claro que no es lo mismo votar a un político que elegirlo. Al primero se le vota por figurar en una lista cerrada de partido, al segundo se le elige porque se le conoce, se sabe quién es, cómo actúa y piensa, a no ser que su conocimiento venga disfrazado por la mentira y la impostura. Produce maldita gracia escuchar a ciertos políticos repetir, con altivez engolada, “a mí me han elegido los españoles”. A casi todos ellos se les podría responder con ironía y humor: “Sí, los españoles han elegido la lista de partido en la que vas empaquetado, pero a ti, en concreto, no te han elegido; casi ni te conocen”.

El que fuera presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, Fernando González Urbaneja, en Cuadernos de Periodistas, desarrolla extensamente este aserto: “Cuando la mentira se equipara a la verdad, el periodismo deviene en propaganda”; idéntico juicio se puede hacer de la política; cuando los políticos utilizan arteramente la mentira para desarrollar y exponer sus propuestas, la política es pura propaganda; además de engañar, apela a los sentimientos y a la repetición de fórmulas estereotipadas con el fin de introducir falsar ideas en la mente de los ciudadanos.

Durante la edad de oro del periodismo la verdad tenía un valor superior, constituía una exigencia y un deber; la esencia del periodismo era el servicio a la verdad, con rigor y honestidad profesionales. Contagiados tal vez por los políticos, las redes sociales, el deseo de medrar o el servilismo económico, no pocos periodistas y tertulianos han ido perdiendo los principios morales que guiaban la actividad periodística. En su reciente obra “Fake News, la verdad de las noticias falsas”, el polifacético periodista Marc Amorós las define como informaciones falsas diseñadas para hacerlas pasar por noticias verdaderas con el objetivo de difundir un engaño o una desinformación deliberadamente, escondiendo unos intereses políticos o económicos bastardos. Si las “Fake news” son mentiras: ¿por qué nos las creemos?; ¿por qué las compartimos?; ¿quiénes las viralizan?; ¿cuál es en realidad su verdad?; ¿a quién benefician? Intentando responder a estas preguntas, Amorós profundiza sobre las consecuencias de difundir, leer o creer en noticias falsas y de qué manera perjudican a la salud informativa de la sociedad, volviéndola cada día más ciega, más desinformada. Sostiene con sorna contradictoria que “una buena noticia falsa” - que las redes sociales ayudan a difundir- es la que refuerza nuestros prejuicios y opiniones, y más “cuando nos rodeamos exclusivamente de gente que piensa como nosotros porque, en el fondo, no queremos cambiar de opinión”.

No podemos convertirnos en esclavos de la mentira; para defender la verdad es necesaria una firme voluntad de no caer en el juego de la posverdad y de las noticias falsas; amar la verdad, buscarla y descubrirla es un valor, un ideal que hay que perseguir activamente, es un derecho, no un regalo; lo contrario sería renunciar a ser libres; de ahí la relevancia democrática de restaurar el valor de la verdad y exigírselo a los políticos y medios de comunicación.

James Ball, escritor y periodista británico, premio “Pulitzer” por su periodismo de investigación, cree que existe una infraestructura en los partidos políticos y mediáticos que ha devaluado la verdad para servir a sus propios fines. Y lo más denigrante es que su intención de proporcionarnos información no siempre es honesta, no responde a nuestros intereses, sino a los suyos; así lo sostiene el periodista Matthew d'Ancona al afirmar que las mentiras de políticos y medios de comunicación son pronunciadas, escritas y sostenidas, con descaro, “a plena luz del día”, con la clara voluntad de conseguir sus intereses, de controlar o distorsionar los mensajes que no les convienen, sin pudor, dignidad y responsabilidad. En expresión de san Agustín, se dicen a sí mismos: “Si ille et illi, cur non ego?”; es decir, si estos y aquellos mienten y nadie les pasa factura, ¿qué me impide hacerlo yo? Defiende James Ball que desde hace algunos años estamos inmersos en la era de la posverdad, de las “Fake News”, en la que se va configurando una infraestructura política y mediática que ha devaluado la verdad para servir a sus propios fines. La posverdad no es más que la mentira de siempre con un nombre nuevo; sólo cambia la respuesta de la ciudadanía ante ella. Aunque, en realidad, el problema no está en que las noticias, “las fake news”, sean falsas, el ciudadano no lo puede evitar; el problema está en que a quien las escucha no le importe que sean falsas si conviene a sus intereses, confirman sus opiniones y sirven para atacar dialécticamente a su adversario político o ideológico. El camino para neutralizar esta perversión social y ética está en volver a subrayar una vez más la importancia política y moral de la verdad, castigando electoralmente a quien incurre en la falsedad y de ella se sirve. Eso sí está en nuestra mano.

Contemplamos a diario cómo se transforman los que llegan a detentar el poder; por mantenerse en él -escribió Maquiavelo en El Príncipe- prefieren mentir o que les mientan antes que perderlo. Desanima a la inteligencia que, una vez elegidos para ocupar el poder en el partido, quienes acceden a él, se consideran infalibles, imbuidos y entusiasmados por “el espíritu digital del mando”; de inmediato son capaces de hablar, incluso, de lo que no saben; sentencian verdades que ni ellos mismos comprenden, se atribuyen principios éticos o morales que niegan a los adversarios y, al hacerlo, se adjudican funciones constitucionales que no les compete, proclamándose sus exclusivos defensores; se atreven a hablar con facundia descarada “de lo divino y lo humano”, son poseedores de todas las ciencias y abarcan todos los conocimientos -¿acaso no han estudiado en Harvard?-, dogmatizan como el “romano pontífice”, y ¡ay de aquel que se atreva a llevarles la contraria!, es anatematizado y condenado a no estar incluido en las listas electorales. Consideran que el silencio ya no les compete: pueden hablar de todo. Decía Quevedo que “el exceso de engreimiento es el veneno de la razón”. En la doctrina dogmática católica hay un principio fundamental atribuido a san Cipriano de Cartago: “extra ecclesia nulla salus” (fuera de la iglesia no hay salvación); algo parecido sucede en los partidos, ¡pobrecito aquel que queda excluido de las listas electorales!, es relegado, en expresión de Galeano, a ser “un nadie”. Lo estamos viendo estos días, ¡qué desencanto produce en aquellos que se quedan fuera de las listas (al congreso, al parlamento europeo, autonómicas o municipales)! “Vae victis!” (¡ay de los vencidos!) se decía en Roma para hacer notar la impotencia del vencido ante el vencedor. Frustrados ante tal desamparo, justificando lo injustificable, se echan en brazos del “transfuguimo” y en en el caladero de los “fichajes-gancho” y, como la fábula de la zorra y las uvas, incapaces de reconocer su fracaso, exclaman: “¡No están maduras!”.

Nos estamos acostumbrado a que los jóvenes líderes que triunfan en sus partidos sean valorados no por la fuerza de sus razones y argumentos, sino por sus gestos, desparpajo y dominio del escenario; les sobran insultos y les falta moderación, sensatez y autocrítica; ganan en espectacularidad, pero traicionan la verdad; se expresan con una actitud presuntuosa, gesticulante, petulante y engreída; se muestran vanidosos, presumidos, altivos, arrogantes, orgullosos; son como una catarata de mentiras envueltas en un torbellino de palabras tan frenéticas que con la velocidad con la que las pronuncian, dan la sensación que dicen algo razonable, pero en absoluto sensato y ponderado; son dispensadores de obviedades; confunden la cantidad enloquecida de palabras pronunciadas con la coherencia razonable de lo que dicen; demuestran una fatuidad desmedida y una presunción y vanidad infundadas; creen que a más velocidad en el habla, más verdad en las palabras. Ignoran qué es la ponderación, no distinguen entre lo sustantivo y lo accesorio, lo anecdótico y lo categórico, anteponen lo extravagante a lo sensato, lo vulgar a lo excepcional; es decir, adolecen del sano equilibrio y la oportunidad, incluso de sentido común.

Ya desde Platón, Demóstenes o Cicerón se distinguía la dialéctica (arte de dialogar, argumentar y razonar), la oratoria (capacidad de comunicación ordenada, cuyo fin es la persuasión) y la retórica (arte de bien decir y dar al lenguaje la eficacia necesaria para deleitar o conmover). Con más claridad, estas capacidades se distinguen del desparpajo o facilidad y desenvoltura para hablar de forma gesticulante como en una coctelera desaforada de frases. Oyendo a determinados jóvenes políticos uno comprende de inmediato la diferencia entre la dialéctica y el desparpajo, la oratoria y la facundia.

Y en política, como desarrolla Almira Picazo en su trabajo “Adelante muchachas/os, por la democracia”, quien domina el desparpajo y la facundia fácilmente consigue como cargo político la cúpula del partido; en la pirámide del poder se le rodea de una aureola de infalibilidad y le circunda un séquito de palmeros que encumbran más al líder hasta llegar a preguntarse ante el espejo de su fatua vanidad: ¿quién como yo? Es de este modo como se llega a configurar un régimen oligárquico. Más Weber lo llamaba las posibilidades de “existir y dar”, vinculadas al disfrute del poder político, no como un espacio de servicio para los ciudadanos sino como una fuente segura de empleos, cargos, puestos y recursos clientelares para la insaciable clase política y sus afines o deudos.

Robert Michels en su estudio sobre los partidos políticos y las oligarquías, alerta sobre lo que él llama “democracia de élites”; en su opinión, la supuesta falta de interés por parte de los ciudadanos electores y de los militantes de los partidos, es que los partidos, que son la espina dorsal de la democracia, están dominados por unas élites que funcionan de manera no democrática dentro de las organizaciones, pero que necesitan a la democracia para legitimarse en su poder interno y aspirar al poder más allá de las propias organizaciones. Es decir, para Michels, las democracias están controladas por grupos de personas que funcionan de manera no democrática; porque si queremos hablar de verdadera democracia, los ciudadanos han de tener la capacidad real de determinar y decidir, de acuerdo con el juego de las mayorías y el respeto a las minorías, la marcha cotidiana de los asuntos públicos, sin exonerar esta responsabilidad en manos de “las élites oligárquicas”. La democracia no consiste en limitarse a elegir “pequeños dictadores oligárquicos” cada cuatro años.

Conseguir hoy un cargo en España, con toda la parafernalia y “mamandurrias” que conlleva, es parte del propio funcionamiento y, por tanto, el deseo de pertenecer a los partidos oligárquicos. Reducir la posibilidad de estas prebendas equivaldría a desinteresarse por la política y sus listas y dejar sin altares ni peanas a la mayoría de sus líderes que gobiernan y dirigen los partidos. De ahí que los partidos políticos y sus militantes necesiten y deseen que sus líderes platiquen y practiquen el desparpajo; es decir, posean facundia en la palabra, estrategias y autoridad en el control del poder, capacidad para utilizarlo y conocer las posibles consecuencias con el objetivo de hacer creíble su discurso: esa es “la cultura del desparpajo”. Prefieren el éxito fácil a los principios, argumentos y valores; es decir, alcanzar el éxito a costa de la verdad. Pero en política y en la vida, el abandono de la verdad por el éxito electoral tiene como efecto perverso abdicar de la razón y de la dignidad.

El líder con desparpajo ofrece a quien le aplaude, oportunidades, trabajo, cargos, ascenso, medro social y económico; es el triunfo clientelar: cargos y empleo más o menos estables y atractivos; colocación y ascenso en el partido, hasta convertir el Estado y el gobierno en un coto más o menos abierto de prebendas, mamandurrias y oportunidades personales. El esfuerzo, la preparación, el trabajo responsable, el estudio… llegan a tener un valor secundario. Lo importante es el poder y ocupar un cargo, aunque no se esté preparado para para ello. La consigna es: “Aprovecha la oportunidad y no te compliques la vida”.

Estamos convencidos, en cambio, que la cultura del desparpajo es inmoral por engañosa, por desconectar el reconocimiento y el valor de la realidad y reducir el valor ético de la persona al éxito social y al poder económico, y porque puede llegar a considerarse como natural y que debe ser así. Con el desparpajo lo importante no es esforzarse y merecer los cargos, sino llegar a conseguirlos. Esta es una auténtica inversión de los valores: se penaliza el esfuerzo y el trabajo responsable y se premia, en cambio, el servilismo, la mentira y la adulación. Louis Dumur, solía repetir con pesimismo que la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos; ante esta aberración, el expresidente de EE.UU., Dwight D. Eisenhower aconsejaba que la política debería ser la profesión a tiempo parcial de todo ciudadano.

En estos momentos electorales, en los que nos inundan de mentiras, de posverdad, de fake news, el ciudadano debe tener claro que “nadie promete tanto como el que sabe que no va a cumplir” y que encima ningún olvidadizo se lo va a reprochar. Lo advertía con sabia inteligencia el financiero Bernard M. Baruch: “Vota a aquel que prometa menos. Será el que menos te decepcione”, porque los políticos siempre hacen lo mismo: prometen construir un puente, aunque no haya río.

En su hermoso libro “El Profeta”, Khalil Gibran hace decir a Almustafa, su protagonista que, cuando la verdad te llame, ¡síguela! Sócrates, en el diálogo de Platón, el Banquete, exhorta: “Si tienes que pronunciar la más bella de las palabras enseñadas por los dioses, escoge “la verdad”. Y en otro excelente libro se augura: “La verdad os hará libres”. En mis tiempos jóvenes, en plena dictadura franquista, decíamos: “Nos están quitando tantas cosas que nos han quitado hasta el miedo”. Que al menos, como “quijotes”, siempre nos permitamos a nosotros mismos soñar que la verdad en democracia es posible y que nuestras palabras y nuestros hechos sean los artífices de nuestros sueños.

El “desparpajo” o la erosión de la verdad