viernes. 19.04.2024

¿De qué color es la verdad?

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La verdad y la política nunca se llevaron bien; entre la transparencia y la gestión política existen grandes desencuentros, porque la veracidad no se encuentra entre las virtudes propias de los políticos

La principal razón de esta pregunta es conocer si la credibilidad de los políticos puede aguantar un test de transparencia; viendo cómo actúan y se explican en sus declaraciones y discursos, con demasiada frecuencia, más que información sus intervenciones son un cúmulo de palabras cargadas de excesiva imaginación o manipulación, capaces de trucar o producir un flujo de ideas interesadas, en el que se mezclan en confusa unidad la mentira y la verdad. La verdad no tiene color, por más que la disfracen: si no es transparente no es verdad. Este no es un artículo para estar de acuerdo, sino para disentir si es menester, o para estar de acuerdo si así se considera. Es un artículo incómodo porque nos afecta a nosotros mismos y nos sitúa frente a nuestras certezas o dudas, frente a nuestras mentiras o verdades.

Considero un grave error confundir el entramado de nuestras opiniones y creencias con la verdad de la realidad. Entre la realidad y lo que una persona cree que es la realidad hay un abismo en cuya bruma o espejo se pueden proyectar todos los fantasmas que uno desee sin llegar a intuir las semillas de verdad o engaño que genera la ficción. En nuestro propio espejo, según el mito griego de la “Medusa” que convertía en piedra a quien la miraba fijamente a los ojos, podemos ver nuestra imagen convirtiendo en verdad lo que no son más que opiniones o creencias. Es la habilidad que tienen algunos políticos o medios de comunicación para jugar a que la vida tiene el sentido que ellos han decidido que tenga. El mensaje que une a la persona con la realidad puede llegar a ser una ficción. Sin embargo, rara vez se contempla en serio, y mucho menos a tiempo real, la posibilidad de que un mensaje esté provocando una alucinación y, mucho menos, una alucinación colectiva, a causa de ese peligroso defecto del pensamiento que, al no pensar, asocia la opinión de la mayoría con la verdad.

Quizá la principal lección que debemos aprender de la posibilidad de esta alucinación de asociar la opinión de la mayoría con la verdad es a no repetir los errores de creer que los que tienen el poder poseen también la verdad. Craso error, pues los que tienen el poder pueden comprar voluntades e imponer por conveniencia “sus” verdades. La mentira política ha conseguido el prodigio de abrir un portal mágico que sugiere la existencia de una realidad paralela y nada resulta más irracional que oponerse a la verdad de la realidad.

La realidad es dueña de sí misma y no se puede cambiar a voluntad de nuestro interés o capricho al pretender interpretarla según nuestras conveniencias. Nos hemos ido acostumbrando a tener una particular mirada sobre la realidad y, en ocasiones, nuestra forma de verla y de pensar nos parece inobjetable. Sin embargo, ¿qué es lo que sustenta nuestras ideas y opiniones? ¿Existe una única forma de ver y pensar la realidad? Tenemos experiencia, con más frecuencia en el mundo de la política, de que hay quien pretende adueñarse de la verdad como propiedad exclusiva, y escriturarla a nombre propio o de su partido.

En “El séptimo sello” el cineasta Ingmar Bergman, durante la peste negra medieval, relata el viaje de un caballero cruzado y una partida de ajedrez que él juega con la Muerte compañera de viaje, pero sin perder de vista su “guadaña”. También la mentira y la política suelen caminar juntas, son compañeras de viaje sin estorbarse casi nunca. Hay muchos políticos que saben mentir bien consiguiendo, a su vez, que haya siempre un punto de verdad que esconda su mentira; esta cobarde forma de gestionar la política se enquista de tal manera en la política y en los partidos hasta llegar a un punto en el que se sienten incapaces de distinguir la verdad de la mentira; sus mentes se enturbian u obcecan hasta acabar aceptando como verdad cualquier mentira y rechazar cualquier prueba que demuestre que están en el error; son incapaces de erradicar de sus razonamientos aquellas mentiras que han echado raíces en su argumentario. Razón tenía Prospero Mérimée al afirmar que “toda mentira de importancia necesita algo de verdad circunstancial para ser creída”, ya que la mentira requiere de alguna pequeña verdad para ser verosímil.

La mentira la utilizan más quienes no deberían hacerlo por el compromiso adquirido con los ciudadanos. Incluso se ha inventado una palabra, posverdad, que es otra forma de mentir. Vivimos en el tiempo de la posverdad, neologismo, incorporado muy recientemente en el Diccionario de la RAE; se refiere a la “distorsión deliberada de la realidad, mediante la manipulación de creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en las actitudes sociales”.

La posverdad es una de las consecuencias de las “falsas noticias” (fake news), tan en boga hoy. No es infrecuente que los que más denuncian estas informaciones tóxicas sean los principales productores de lo que denuncian. Como ejemplos de referencia tenemos a Donald Trump “el twiteador” más impresentable del mundo occidental o la noticia publicada por El País el domingo: “La fábrica rusa de las mentiras. Su misión es sembrar de bulos la comunicación en Internet, a favor del Kremlin”.

El silencio o la mentira son muy cómodos para los políticos. Son un agujero negro capaz de tragarse cualquier galaxia y, junto con ella, toda la mierda humana que sea necesaria para que ellos puedan mantenerse en el poder y descansar o dormir tranquilos. Paradigmas claros de burda mentira son: el tema de las “pensiones”; según las declaraciones de Rajoy y la ministra Báñez -ministra que necesita “un baño” de sensibilidad y coherencia- “los jubilados no han perdido poder adquisitivo durante su mandato”; no es de extrañar que los populares, al ver las recientes manifestaciones de los jubilados y las posibles consecuencias electorales, se hayan asustado y a toda prisa la ministra haya declarado en ABC que “el gobierno está trabajando para subirlas”. A su vez, otro paradigma de burdas mentiras ha sido el “procès” y los líderes del independentismo catalán; creían que repitiendo una mentira muchas veces se convertiría en verdad. El propio Artur Mas en sede judicial ha admitido que “engañaron a la gente sobre la ‘República’ para quedar bien”. La mentira de cualquier naturaleza es a veces útil para quien la utiliza, pero la verdad es siempre útil para todos.

Sin profundizar en conceptos filosóficos o morales, mentir en política consiste en deformar a conveniencia la verdad que interesa a la sociedad o manipular por intereses de partido la realidad que interesa a los ciudadanos; es decir, los criterios de verdad no remiten a su valor universal sino a su conformidad con cierta utilidad de interés político, económico o social y en los que la distinción entre verdad y mentira se justifica en el interior mismo de los intereses de los que utilizan dichos términos. Entramos así en la primacía del relativismo ético. Muchos ciudadanos tenemos la certeza de que las promesas electorales son baúles de mentiras y gran parte de los programas, ramilletes de futuros incumplimientos.

Es cierto que el hombre se define por la palabra, que es la que soporta la posibilidad de la verdad y la mentira o por su conducta que puede ocultar una impostura; a su vez, existe la convicción de que los políticos, cuando hablan, comunican o informan, a conveniencia, no dicen la verdad. Han aprendido las reglas y la técnica de lo que antaño se llamaba “demagogia”, también, “manipulación o propaganda”. Nunca se ha mentido tan masiva y tan cínicamente como en la actualidad sin que de esa práctica inmoral se deriven responsabilidades políticas. Desde los totalitarismos y fascismos indeseables de la mitad del siglo XX, gran parte del progreso técnico se ha puesto al servicio de la mentira. Sin embargo, el concepto de “mentira” presupone el de veracidad, de la cual ella es su opuesto y su negación, lo mismo que el concepto de falsedad presupone el de verdad.

Al hablar de mentiras, no me refiero en exclusiva a aquellas mentiras formuladas positiva e intencionalmente de las que se sospecha o se tiene la plena certeza de que son falsas, sino también a aquellos supuestos en los que los políticos remarcan determinados hechos, relacionándolos de manera que se obtenga un beneficio a su favor, rebajando o ignorando aquellos otros que les resultan inconvenientes; es lo que se llama “encubrimiento u ocultación” de aquella información que puede resultar perjudicial para los intereses electorales de un político o su partido.

Afirmaba al inicio de estas reflexiones que la verdad no tiene color, por más que se la quiera disfrazar: si no es transparente no es verdad. Ningún otro tema debería estar hoy en el discurso público y político tanto como la transparencia, de modo especial, cuando se refiere a la corrupción y a la libertad de información y expresión. La política sólo se hace transparente cuando se viste con la verdad. La sociedad de la transparencia no debería ser una utopía.

Para poner remiendos de pequeñas verdades a sus mentiras se aprobó contra la corrupción, en diciembre de 2013, la llamada “Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno”, con el objetivo de promover las medidas administrativas y legales necesarias para que la iniciativa pública en materia de transparencia obligue no sólo a los órganos de la administración sino también a las entidades privadas que presten, reciban o administren recursos del Estado, y a aquellas que por sus propias características y funciones, revistan un alto interés público; analizadas y viendo cómo se están aplicando en su mayoría, aunque la vicepresidenta Soraya se empeñe en negarlo, no dejan de ser un paquete de reformas anticorrupción diseñadas a medida. Razón tenía Prospero Mérimée al afirmar que “toda mentira de importancia necesita algo de verdad circunstancial para ser creída”, ya que la mentira requiere de alguna pequeña verdad para ser verosímil.

Leyendo el párrafo primero del preámbulo de la ley, en la actualidad, vemos la contradicción entre lo que pretendía la ley y lo que hoy es la política. ¿Qué se pretendía: aprobar una ley que guiase la gestión política o fue solo un gesto de oportunismo político diseñada a medida para responder al caso del ex tesorero del PP, que tanto preocupaba y preocupa al partido popular y al Gobierno?

Dice así la ley: “La transparencia, el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno deben ser los ejes fundamentales de toda acción política. Sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones podremos hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos”.

La verdad y la política nunca se llevaron bien; entre la transparencia y la gestión política existen grandes desencuentros, porque la veracidad no se encuentra entre las virtudes propias de los políticos. La mentira es en muchos de ellos como “la fábula del escorpión y la rana”: la llevan en su ADN.  Creen que por poseer el poder y detentar la autoridad son, también, poseedores y guardianes de la verdad. Se engañan o intentan engañar; y el engaño, por desgracia, juega un papel relevante en la política en la que el pueblo es siempre el único perdedor.

Si los políticos no respetan las instituciones democráticas, ¿qué esperan que hagamos los ciudadanos? Si los políticos de bajo nivel son incapaces de analizar las verdaderas circunstancias en las que actúan y que privilegian sus agendas personales sobre los intereses de sus representados, las consecuencias de sus malas decisiones las tiene que soportar y sufrir la ciudadanía.

Lúcido y meticulosamente documentado, Chomsky en su libro “Hegemonía o supervivencia” nos pone en alerta de un peligro cada vez más extendido en sociedades democráticas débiles, como está sucediendo aceleradamente en nuestro país; el peligro del que nos alerta son los gobiernos fallidos. Los gobiernos fallidos son aquellos que carecen de capacidad o, peor, de voluntad “para proteger a sus ciudadanos de la violencia, la injusticia, la miseria y la pobreza destructivas” y en la actualidad, para proteger la desigualdad de género y la miseria de muchas pensiones. Son los gobiernos que padecen un grave déficit democrático, pues privan a sus instituciones de auténtica consistencia y, a los ciudadanos, de unos derechos históricamente conseguidos. Son aquellos gobiernos que, ensoberbecidos por el poder, se arrogan el derecho de remodelar cuanto les viene en gana: cambian, recortan, suprimen, enajenan los bienes del Estado…, mientras sus propias instituciones democráticas atraviesan una grave crisis y con sus políticas y prácticas falaces y corruptas sitúan a la sociedad al borde del desastre. En su sistemático desmantelamiento del estado del bienestar, se consideran neciamente los auténticos y únicos árbitros de la democracia, pensando que el poder político y económico es suyo y que sólo, por un accidente histórico, pueden perderlo temporalmente, hasta volver a recuperarlo, porque lo consideran de su propiedad. Es el retrato perfecto de lo que nos está sucediendo con el partido popular desde que gobernó Aznar.

“El Arte de la Mentira política” fue un excelente libro publicado el siglo XVIII por Jonathan Swift; era el siglo de las luces mientras en Francia se intentaba cambiar el mundo preparando la Revolución de 1789, cuando la incipiente política parlamentaria iba perfilando las modalidades de las que siguen viviendo nuestras democracias. Jonathan Swift y sus satíricos amigos descubrieron la siguiente verdad: “el mentir bien a los ciudadanos no es cosa que se improvise; es un arte con todas sus reglas, pues política y mentira suelen ser buenas compañeras”. Parece, sin embargo, que los políticos de hoy mienten con torpeza; no en vano el pueblo sabio sentencia que “antes se coge a un mentiroso que a un cojo”, así lo afirmaba el retórico latino Quintiliano: “Mendacem memorem esse oportet” (“al mentiroso le conviene tener buena memoria”), cita que recojo del recomendable libro de un admirado amigo “Palabras que no lleva el viento”, Adolfo Yáñez. En él se pregunta: “¿Hay cuestiones de las que sólo deben hablar los grandes pensadores (o los políticos)?; ¿será una osadía que quienes no pasamos de ciudadanos de a pie expongamos con humildad aquellos mojones ideológicos que delimitan nuestra acción y nuestra vida?”.

La mentira crea en los ciudadanos desconfianza, distanciamiento, enojo, “cabreo”; de ahí que muchos repitan cada vez con más frecuencia: “se creen que somos tontos”. En honor a la verdad y para vergüenza de los políticos falaces hoy podemos acudir para desenmascararlos a “la maldita hemeroteca”. Cuando un político niega la evidencia pierde credibilidad. Si “la primera víctima de la guerra es la verdad”, afirmaba Winston Churchill, se puede afirmar por analogía que “los peores enemigos de la democracia son la mentira y la corrupción”.

A la pregunta ¿está justificada la mentira en política? con rotundidad respondió Bertrand Russell: “Ni los políticos ni el Estado deben tener reglas éticas distintas a las de la ciudadanía”. La corrupción, el juego sucio y los engaños no salen rentables ya que, a largo plazo, minan la confianza y sin confianza, la política constructora de futuro es imposible. La corrupción y la mentira prolongan los conflictos y los enfrentamientos políticos; y si no se corrigen, se hacen imposibles la reconstrucción y el fortalecimiento de las instituciones. En palabras del francés Thomas Piketty, especialista en desigualdad económica, no podemos adivinar el futuro; existen varios futuros posibles, según el tipo de políticas e instituciones que elijamos o votemos; si éstas no están regidas por la transparencia y la verdad sino por la corrupción y la mentira, mal futuro nos espera a los españoles. Sin políticas transparentes, en el horizonte de un futuro no lejano, los políticos actuales están sembrando un soterrado sentimiento de rencor que engendrará más rencor, dejando una cultura de resquemor residual, cuando no odio y una convivencia dañada; y como resultado, una ciudadanía indignada. Si algo necesitamos hoy en nuestra sociedad española es menos rencor y más empatía, menos engancharse a himnos y banderas y más solidaridad y convivencia social.

En estos días hemos sido espectadores de cómo se tensa la política penalizando: a) libros mediante el secuestro cautelar del libro “Fariña”, obra del periodista Nacho Carretero; b) se piden tres años y medio de cárcel para el rapero Valtonyc por injurias o c) se retira la obra “Presos políticos” en la feria ARCO. Que una democracia como la española no pueda tolerar la libertad de expresión, creación y publicación y no penalice, en cambio, las múltiples y groseras mentiras de la casta política que escuchamos a diario, da la medida de su salud.

Sabemos, en cambio, que el pensamiento crítico que debe tener la ciudadanía, en especial, a la hora de votar, puede ser un arma idónea para desmontar las mentiras que expanden tanto el poder político y económico, como los medios de comunicación; la rebeldía, la crítica, la correcta información y la acción ciudadanas deberían ser los medios adecuados y necesarios para despertar de este mal sueño que aletarga hoy a muchos españoles. Quien quiere tener o mantener liderazgo político no puede fundamentarlo en la mentira y la corrupción sino en la transparencia de la honesta verdad.

La cuestión, como se señalaba al principio, es diseñar los procedimientos adecuados de manera que la corrupción sea difícil, costosa y fácilmente detectable. Lo que provocará que tenga menos incidencia y que, precisamente por esta razón, los mecanismos sancionadores funcionen mucho mejor contra los excesos y quebrantamientos de las normas. Para conseguirlo se necesita más dignidad y transparencia políticas y menos engaño, mentira e impostura. La verdad es como el agua clara que baja de los manantiales: refresca, limpia, fertiliza, se siente, se palpa, se escucha, es transparente pero no tiene color.

¿De qué color es la verdad?