viernes. 29.03.2024

¿Se puede educar en valores en una sociedad que no los practica?

eduaca

Hemos escuchado muchas veces ese pedagógico proverbio africano: “para educar a un niño hace falta toda la tribu”.
Traducido a nuestra realidad, hoy, más universal: “para educar a un ciudadano es necesaria la colaboración de TODA la sociedad”.


En un mundo de impunidad frente a la violencia, el abandono de la disciplina y de la protección debida contra el acoso escolar, muchos alumnos aprenden a sobrevivir a base de hostigar y agredir o participar en el acoso o linchamiento psicológico de otros

Asistimos todos los días a un exceso de casos de violencia, pero ésta no tiene su origen en los centros escolares, son éstos los que padecen la violencia que ven en la sociedad (la tribu). Sin embargo, es el profesorado el que tiene la misión de formar parte de la solución, de la mano de otras administraciones, instancias e instituciones políticas, familiares y sociales para ayudar a formar a los alumnos en aquellos valores que neutralicen los contravalores que contemplan y se espejan en las conductas de tantos políticos, líderes sociales, medios de comunicación y redes sociales. 

En un mundo de impunidad frente a la violencia, el abandono de la disciplina y de la protección debida contra el acoso escolar, muchos alumnos aprenden a sobrevivir a base de hostigar y agredir o participar en el acoso o linchamiento psicológico de otros.

Es una obviedad decir que un centro educativo es un centro escolar con un planteamiento global y un modelo integrado de educación para la convivencia con implicaciones organizativas, personal docente cualificado y recursos específicos para conseguir los objetivos que le han sido asignados. Para ello es imprescindible un modelo de educación para la convivencia que tenga muy en cuenta el valor formativo de la disciplina, entendida como la necesidad de exigir que todos los miembros de la comunidad educativa respeten las normas que nosotros mismos nos hemos dado para garantizar los valores democráticos sociales y el respeto y la libertad de todos”; esto exige y necesita la recuperación de la autoridad moral y el respeto a la dignidad del profesorado, basada en el reconocimiento social de su labor docente y en el apoyo institucional de las Administraciones; esos profesionales que, en cambio, ejercen su trabajo con demasiada frecuencia en situaciones de gran dificultad, no solo en su docencia académica, sino en ese proceso de educar a sus alumnos en el desarrollo afectivo, social y moral y en un clima necesario de respeto, tolerancia y libertad, para fomentar en ellos como sociedad los valores de la ciudadanía democrática.

La educación ha jugado un importante papel en forjar y definir lo que somos. También se ha convertido en un reflejo de las desigualdades e injusticias sociales, y por ello mismo forma parte del conjunto de los actuales problemas. Paradójicamente, la educación es desigual y homogeneizadora a la vez. Es necesario comenzar por definir el país que queremos, para a partir de ello identificar la educación que necesitamos. Es evidente que, para hacerlo, hay que promover la participación real de todos los sectores, generar los debates necesarios y llegar a dos consensos mínimos que nos permitan avanzar. Uno: que queremos una sociedad democrática; y dos: que necesitamos una sociedad gobernable en la legalidad y la equidad. Para ello se impone reducir las desigualdades económicas, sociales y políticas. Los consensos necesarios para un modelo factible educativo de país serían, al menos, los siguientes: Necesitamos una educación que prepare para el empleo y el trabajo digno; una educación que enseñe a pensar, a criticar, a proponer; que aliente el pensamiento científico y la capacidad para el desarrollo tecnológico; una educación que forme para la participación democrática; una educación que forme seres humanos respetuosos de los otros y del medio ambiente, una educación que asuma y valore la diversidad; que forje seres humanos socialmente responsables y solidarios, intolerantes a la injusticia, creativos y transformadores.

Educar a los ciudadanos que van a desarrollar su vida para una sociedad cambiante que no es como la actual no se puede hacer con modelos del pasado. La estabilidad y el inmovilismo son la peor respuesta para una sociedad que necesita urgentemente cambios. En educación un pacto por el cambio, con la participación de todos los sectores, con el debate necesario para discutir las posiciones encontradas y decidir en torno a aquello capaz de generar los máximos niveles de consenso, tendría que ser una práctica permanente. Exige una ruptura necesaria con modelos pedagógicos caducos, con una manera de plantear modelos de innovación pedagógica distinta, con un sentido ético de los valores laicos y al margen de morales religiosas integristas, con visión de futuro, participativo y fundamentado en acuerdos sólidos, sin línea rojas excluyentes y valorando los acuerdos que garanticen una continuidad educativa al margen de cambios electorales. Hay que abordar esos cambios democráticos pactados políticamente incluyentes, sin sesgos partidistas relacionados con la equidad y con la diversidad cultural; en suma, una educación en valores de convivencia y derechos humanos, porque los centros educativos, además de enseñar conocimientos, deben educar en valores para “aprender a convivir”.

Pero gran parte del profesorado es consciente de que este modelo en gran medida es una utopía. No son pocos los profesores que muestran un sincero escepticismo, cuando no recelo o rechazo, ante cualquier intento de que los grupos políticos sean capaces de un pacto educativo, tantas veces anunciado y jamás logrado. De hecho, se preguntan: “cuándo vamos tener una ley de educación en la que se pongan todos de acuerdo y que no se cambie cuando cambian los gobiernos”. El ministro Iñigo Méndez de Vigo cerró hace unos días los trabajos de la subcomisión del Pacto por la Educación. No es pues extraño que en muchos ambientes exista un cierto escepticismo ante cualquier intento de renovar el sistema educativo. Este escepticismo arranca una vez más por tantos propósitos incumplidos y por tantas situaciones, deficiencias y promesas, reconocidas pero ignoradas o no atendidas.

El profesorado sabe y padece que vivimos en mundos contradictorios. Saben que deben ahondar en la labor iniciada en las familias, completando en sus alumnos la educación para la convivencia iniciada por los padres, ahondando e inculcando en sus alumnos las actitudes y valores básicos de respeto, tolerancia y actitud pacífica en la resolución de los conflictos; el profesorado sabe que la misión básica de un centro educativo, además de la docencia, es formar ciudadanos preparados para convivir en sociedad. A cualquier ciudadano que le preguntes para qué envían a sus hijos a los centros escolares es fácil que te responda: para enseñarle y educarle. Sin ser errónea la respuesta, peca de una cierta parcialidad. Con acierto la completaba Eric Fromm: ¿Por qué la sociedad se siente responsable solamente de la educación de los niños y no de la educación de todos los adultos de todas las edades? Habría que añadir la opinión de otro gran educador, el anciano Pablo Freire: “En la vida, todos nos educamos a todos”.

De ahí que la pregunta sea obligada: ¿Qué espera la sociedad de la educación?; ¿consiste en la mera transmisión de conocimientos o su principal misión es formar para la ciudadanía en democracia? Considero un error pensar que en casa se educa y en la escuela se enseña. Los términos “educar” y “enseñar” entran en conflicto cuando no tenemos conciencia clara de qué es exactamente lo que queremos conseguir con cada uno de ellos y a quien le corresponda ambas cosas.

Educar: sin entrar en disquisiciones etimológicas latinas (educere y educare), mientras “educere” significa promover el desarrollo (intelectual y cultural) de las potencialidades psíquicas y cognitivas propias de una persona, “educare” significa conducir, guiar. En ambos casos promover y guiar es algo más que la transmisión de meros conocimientos. Educar es formar a la persona íntegra, completa, tanto en los conocimientos específicos y culturales que debe aprender, como en la formación de su mente y de su personalidad, la adquisición de habilidades para desenvolverse en sociedad y en el perfeccionamiento de todas sus facultades y potenciales humanos. En este sentido se puede equiparar educación con formación.

Enseñar, del latín “insignare”, en cambio, significa: “señalar”. La enseñanza es la acción y efecto de enseñar, instruir, impartir doctrina; es transmitir una serie de conocimientos a las personas. Se trata de un sistema y método de dar instrucción, formado por el conjunto de conocimientos, principios e ideas que cualquier ciudadano, por vivir en sociedad, debe poseer.

En consecuencia, ¿cuándo educamos y cuándo enseñamos? Es importante tener claro que educar es más difícil que enseñar, porque para enseñar se precisa “saber”; para educar se precisa “ser”. Se enseña con la palabra, se educa con la vida. Enseño cuando tengo la habilidad de transmitir un conocimiento determinado, basado en mi experiencia; para enseñar, sólo se necesitan habilidades cognoscitivas: desarrollar la inteligencia académica.

Se educa, en cambio, cuando se transmiten los valores que harán falta al alumno para manejarse en este mundo impredecible, cuando se le muestre en el espejo de sí mismo que él es una obra irrepetible pero incompleta que él mismo debe construir. Para educar hay que cambiar de paradigma, de modelo; se necesita autocontrol, autoconocimiento, desarrollar la inteligencia social y emocional, intrapersonal e interpersonal; ser sabedor de las propias emociones y posibilidades, creando en su entorno un clima social positivo.

Para enseñar hay que saber algo, para educar hay que saber vivir. El derecho para enseñar lo da un título, el derecho a educar está implícito en la condición de padre, madre o vocación de profesor. El hogar, el aula, la sociedad… son contextos y escenarios perfectos para, aprovechando las cosas que suceden diariamente, tratar de sacarle partido para educar y formar a los alumnos. Hacer una pausa y reflexionar con ellos sobre un comportamiento específico, ya sea positivo o negativo, pero que pueda enriquecerlos.

La educación ha jugado un importante papel en forjar y definir lo que somos. También se ha convertido en un reflejo de las desigualdades e injusticias sociales, y por ello mismo forma parte del conjunto de los actuales problemas. Es necesario comenzar por definir el país que queremos, para a partir de ello identificar la educación que necesitamos. Es evidente que, para hacerlo, hay que promover la participación real de todos los sectores, generar los debates necesarios y llegar a consensos mínimos que permitan avanzar. En este contexto se puede llegar a algunos consensos mínimos. Uno: crear una sociedad democrática y dos, hacer una sociedad gobernable; para conseguirlo es indispensable la tolerancia, el respeto al otro, la aceptación de nuestra diversidad y el cumplimiento de la legalidad. Sería tarea fácil si se lograra reducir las desigualdades económicas, sociales y políticas y unas políticas educativas relacionadas con la equidad y la diversidad cultural.

Manuel Vicent, en su columna de El País de hace días, titulada “Descrédito”, con sana ironía escribía: “Este es todavía un país habitable gracias a que los científicos, médicos, maestros, empresarios y tenderos no se comportan como los políticos. Si los maestros, lejos de transmitir un conocimiento libre y sosegado, optaran por envenenar el cerebro de los alumnos con bajas pasiones, es decir, si se comportaran como lo hacen los políticos con el patriotismo, ¿no estaríamos todavía en la caverna”?

Según el Informe de Jacques Delors “La educación encierra un tesoro”: “los sistemas educativos modernos deben contribuir en gran medida a formar no sólo individuos, sino a transformar la sociedad entera. Cuando una sociedad evoluciona tiene que efectuar una reforma de su sistema escolar en el plano de los métodos pedagógicos, de los contenidos y de su propia gestión”. En el texto del Informe, añadía el japonés Isao Amagi, “los responsables de la educación deberían abordar el problema de la calidad educativa, al menos, desde estos dos puntos de vista:

a) Mejorar la preparación del profesorado: revalorizando el nivel de su formación inicial y permanente, que mejore su capacidad pedagógica, tanto en el plano de la teoría, como en el de la práctica, así como el reconocimiento social a su labor mencionando en sus certificaciones de docencia explícitamente cuál es el nivel y el tipo de enseñanza que puede impartir de acuerdo con su formación y,

b) que su contratación y destino garanticen un justo equilibrio entre las distintas materias y su grado de experiencia, mejorando sus condiciones laborales: número de alumnos, horario de trabajo y medios de que disponen para lograr sus objetivos profesionales asumidos y con una adecuada remuneración, lo suficientemente elevada como para estimular a jóvenes con talento a escoger esta profesión.

Sería posible mejorar y estimular la función docente si, analizando seriamente nuestra actual ley educativa, la desdichada LOMCE, los responsables de las administraciones educativas y los que abogan por un pacto educativo, conociesen y se comprometiesen con estas obvias y elementales propuestas del profesor Isao Amagi. No intentarlo sería una contradicción; como es una contradicción pretender educar a los alumnos en valores con unos políticos y en una sociedad que no sólo no los practica, sino que viven y actúan de forma contraria.

Buscar el sentido de algo es pretender acotar su orientación propia, su valor intrínseco y su significado vital para la comunidad humana. De ahí que la pregunta por el sentido de la educación no sería tan solo ¿qué es la educación?, sino más bien, ¿qué queremos de la educación?, ¿qué pedimos a la educación? y ¿a quién le corresponde educar?

Decía Paul Auster, novelista norteamericano y Premio Príncipe de Asturias de las letras 2006, que “nadie llega a nada en esta vida sin alguien que crea en él”. De ahí la importancia de que el educador y el profesor crea en sus alumnos. A los alumnos hay que decirles que lo esperamos todo de ellos, pero que no podemos quedarnos esperando a que lo consigan; son ellos los que deben iniciar con interés y voluntad a intentarlo, con la ayuda de sus padres y profesores. Que los profesores les transmiten lo que creen que es mejor que lo que a ellos las transmitieron, pero que incluso eso les será insuficiente, como insuficiente fue lo que a ellos les enseñaron. Que lo transformen todo, empezando por ellos mismos, pero teniendo conciencia de qué es y cómo es lo que ellos deben transformar, porque no vale todo.

Es un hecho generalizado que cuanta menos preparación cultural y valores éticos tiene alguien, cuantos más banales son sus intereses, más dinero necesita gastar para divertirse. Nadie les ha enseñado a producir gozos activos y creadores desde dentro. Decía un sabio taoísta que “el error de los hombres vacíos es intentar alegrar su corazón intentando poseer y adquirir cosas, cuando lo que debemos hacer es alegrar la vida con lo que ya tenemos en el corazón”.

¡Qué tremenda decepción produce que, cuando se avecina un cambio de ministros, las cábalas y apuestas sobre quien ocuparán las carteras, los medios se interesan fundamentalmente por la Economía, Interior, Asuntos Exteriores o Justicia…; sobre Educación apenas surgen escasas e indolentes conjeturas! Ese y no otro, es el valor social que se da a la educación. Por experiencia, para ministro de educación vale cualquiera, al punto de que lo fueron Esperanza Aguire, Pilar del Castillo y José Ignacio Wert. Se cuenta del escritor y filósofo rumano, amargado e irónico, Ciorán que, estando en España le quiso recibir el ministro de educación de turno invitándole a cenar. Al terminar y despedirse, con la ironía elegante que le caracterizaba, le recomendó al ministro con sonriente sorna: “¡Bueno, le deseo que no sea usted ministro demasiado tiempo!”.

Hemos entrado en un mundo de la globalización interactuando a distancia (internet) con muchas personas de las que apenas o nada conocemos; sin embargo, con otras personas más cercanas, debido a prejuicios raciales, étnicos, culturales o, económicos nos impedimos dialogar. A los alumnos habría que familiarizarles cuanto antes que el valor del próximo es por lo que es y no por lo que tiene.

En el libro del profesor de la Universidad Pompeu Fabra, Jiménez Asensio “Cómo prevenir la corrupción. integridad y transparencia” se afirma que “en España las instituciones están ayunas de valores”; de ahí que sea imprescindible intentar construir marcos de infraestructuras éticas (los centros educativos lo pueden ser) para que las instituciones públicas puedan trabajar en entornos menos permeables a la corrupción. Ya lo decía el ex presidente de Uruguay José Múgica: “el poder no corrompe a las personas, simplemente las muestra como son”.

Vivimos saturados de información accesible, abundante, diversa, contradictoria, fragmentaria, sesgada, falsa, frágil y cambiante. La información que rodea la vida de los individuos y a la que acceden fácilmente nuestros alumnos, se produce, se distribuye, se consume y se abandona a una velocidad cada vez más acelerada. El problema no es ya la cantidad de información que nuestros alumnos reciben, sino la calidad de la misma: su capacidad para entenderla, procesarla, seleccionarla, organizarla y transformarla en conocimiento; así como la capacidad de aplicarla a las diferentes situaciones y contextos en virtud de los valores e intenciones de los propios proyectos personales o sociales. Este nuevo escenario social e informativo plantea retos ineludibles a los sistemas educativos, a las escuelas, al currículo, a los procesos de enseñanza y aprendizaje, a los valores y, por supuesto, ¡cómo puede el profesorado educar y enseñar en este enloquecido “maremagnun”!; la dificultad de su quehacer educativo es de tal calado que se hace inevitable y urgente exigirles a los políticos la necesidad de cambiar la mirada, de reinventar la escuela.

¡Cuántas veces he utilizado esta frase de Jacques Delors, el que fue Presidente de la Comisión Europea: “El fracaso de un alumno no se debe, la mayor parte de las veces, a una deficiencia de las leyes ni a su falta de capacidades; la causa más frecuente puede ser que la meta que se le ha propuesto, o no se le ha sabido explicar, o no era la que se ajustaba a sus necesidades o no se le ha sabido motivar”! Esta es la pregunta y la reflexión que nos debemos hacer todos los que nos hemos dedicado a ese hermoso, pero desprestigiado “arte de educar”. Sobre todo, los políticos, a los que hemos confiado la más importante responsabilidad política: la educación y construcción de una democracia digna.

¿Se puede educar en valores en una sociedad que no los practica?