jueves. 25.04.2024

Confiar o no confiar, esta es la cuestión: ¿podemos confiar en las Instituciones?

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Decía Enmanuel Kant que “una moral sin ética es una abstracción vacía, pero una ética sin moral es ciega y puede ser peligrosa”. Remedando al sabio Kant se puede a añadir que una sentencia judicial puede exonerar de delito, pero, aunque la dicte el Tribunal Supremo, no le absuelve de una conducta carente de ética y que dicho individuo absuelto puede ser peligroso en el ejercicio de la política.

Desde Platón en la República y Las Leyes hasta Rawls, las más sobresalientes teorías políticas sostienen que la práctica de la justicia, asociada a la ética es la virtud principal de una organización política. Si esa asociación no se da, esa ceguera, como sostiene Kant, puede ser peligrosa. Afirma el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Leeds en el Reino Unido, David Beetham, que “una autoridad es legítima cuando demuestra que su legalidad se ajusta al derecho, pero más aún a la ética. Es, entonces cuando los ciudadanos creen y confían en sus instituciones, pues la legitimidad es el reconocimiento público y la justificación pública de su poder, autoridad y credibilidad”.

Los ciudadanos que aspiramos a vivir en una democracia ética y transparente, sabemos que la identidad ética de los políticos, entendida como fidelidad a las propias convicciones morales y al cumplimiento y lealtad a los principios que prometen, es la garantía de la confianza que nos merecen. Esta debe ser la identidad política y ética inalterable de su personalidad y sólo por ella les creemos y votamos. Esta identidad moral es el andamiaje de su credibilidad a la verdad de los hechos y no a la verdad jurídica; bien sabemos, y existen excesivas experiencias, que la verdad jurídica no coinciden muchas veces con la verdad real. En justicia, la sentencia y el error no son términos excluyentes; se pueden dar y se dan. Una tarea, quizá la más ingrata, al referirnos a la administración de justicia, es atreverse a discrepar de las sentencias dictadas por los jueces; enseguida se alerta de los peligros que pueden recaer contra aquellos que osen discrepar.

Una de las principales funciones de un sistema jurídico es proporcionar orden en el que, de otra manera, sería un mundo desordenado y generar confianza en los ciudadanos que acuden a su arbitrio y amparo. El problema de un sistema jurídico no bien administrado o no bien explicado, cuando menos, genera confusión e indignación. Esta es la situación en la que se encuentran muchos ciudadanos al conocer la decisión del Tribunal Supremo sobre el caso Pablo Casado, novel presidente del PP.

Vaya por delante, como todo en democracia, que ningún político en su gestión tiene “el don de la infalibilidad”; tampoco los jueces. Decía Norberto Bobbio, con gran sentido práctico que “al hombre de estudio no le va bien el papel de profeta”; de ahí que, con no poco temor, se suele decir: “Acato la sentencia, pero no la comparto”. ¡Faltaría más!

Desde el más tradicional esoterismo, adivinación es la facultad que se atribuyen ciertas personas para conocer el futuro a través de ritos y convencer a crédulos e incautos mediante la consulta a oráculos. La “bruja Lola” y sus velas negras, o el llamado “Sandro Rey” con cartas y farsantes movimientos y preguntas, han sido ejemplos clásicos de esos vivales que se han aprovechado de la bobalicona ingenuidad de la gente.

Pero la adivinación mediante oráculos viene de antiguo: la mayoría de los oráculos en la antigüedad eran regidos por mujeres, sibilas, sacerdotisas o pitonisas que al entrar en trance conectaban con las deidades. Los egipcios, judíos, griegos, etruscos…, fueron pueblos dados también a ritos adivinatorios. De los etruscos adoptaron algunos ritos los romanos; buscaban interpretar lo que los dioses querían; los especialistas tenían un rango oficial, organizados en dos colegios: los augures y los arúspices. El senado romano no tomaba decisiones sin antes consultarles. No podemos saber si estos eran capaces de adivinar el futuro; pero dado que los romanos eran crédulos y supersticiosos, el estado usaba a estos adivinos para manipular al pueblo en la toma de decisiones. En su libro “De divinatione”, (Sobre la adivinación), cuenta Cicerón “tras la expulsión de los reyes, no se hacía nada de interés público sin contar con los auspicios, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra”.

¿A qué viene esta erudita introducción? Esta es su justificación: Muchos ciudadanos, considero incluso que la mayoría de españoles, teníamos claro que no había que acudir ni a sibilas y pitonisas ni a augures ni arúspices, ni a mirar el vuelo de las aves ni abrir sus entrañas, o acudir al Tarot, para tener claro que el Tribunal Supremo iba a acordar no abrir causa penal al presidente del PP, Pablo Casado; que no apreciarían indicios de delito de prevaricación administrativa y cohecho impropio por su máster, cursado en la Universidad Rey Juan Carlos y que asumiría el criterio del agradecido fiscal, rechazando la exposición razonada de la jueza instructora Carmen Rodríguez-Medel del pasado 8 de agosto y que, con clarividente obviedad, concluiría que “no concurre el concierto de voluntades previo o simultáneo que requiere el delito de prevaricación administrativa… y que, aunque puede considerarse que de las actuaciones resultan indicios de que se ha dispensado un trato de favor al aforado, y que ello pudiera merecer otro tipo de consideraciones ajenas al Derecho Penal…,no se justifica la apertura de una causa penal”;  teníamos como seguro de que en el acto conocido el viernes 28 pasado, el Supremo afirmaría que el hecho de que el aforado se matriculara en el máster, aportara la documentación necesaria, entre ella su expediente académico y pagara la matrícula, eran actos neutrales que fueron ejecutados de la misma forma por todos los alumnos y que, en sí mismos, carecían de sentido delictivo.

Sin llegar a conclusiones que bien se podían deducir de lo anterior, como silogismo aristotélico, se me ocurre traer a reflexión una frase que escuché hace tiempo: “Los periódicos se compran, pero los periodistas se venden”. Dejo a interpretaciones varias quién se compra o quién se vende. Si la realidad no nos da la razón, cambiamos la realidad.

Conocida la decisión del Tribunal Supremo de no imputar al presidente del PP, Pablo Casado, por las supuestas irregularidades de su máster en la Universidad Rey Juan Carlos, sin tener la sesuda ciencia jurídica de sus señorías, se nos hace difícil entender la contradicción que existe ante tal decisión con la tesis sostenida y razonada de la titular del juzgado de Instrucción número 51 de Madrid, Carmen Rodríguez-Medel, quien, obligada por la condición de aforado del líder popular, tuvo que enviar la pieza separada abierta por el máster al Supremo al apreciar indicios de “responsabilidad penal” y “de criminalidad” ya que la juez considera que Pablo Casado tuvo un papel activo en el entramado para lograr su título y que cometió un delito de prevaricación administrativa, como cooperador necesario, y otro de cohecho impropio. El propio Casado había explicado que “pactó personalmente con Álvarez Conde unas condiciones ventajosas para obtener el diploma”. De ahí que muchos ciudadanos, ante tal contradicción de la verdad, tengamos la impresión de que el Alto Tribunal acaba de cargarse la imparcialidad judicial, la verdad de lo sucedido con el regalado máster del señor Casado y, en parte, la honorabilidad que los ciudadanos atribuimos al conjunto de los jueces. Llegamos a pensar que en este país solo es delito el cometido por quien no tiene padrinos que le respalden, o al que no se deben favores. De ahí la crítica general a la práctica institucional de que sean los partidos políticos quienes nombren a estos supremos jueces. No es de extrañar, pues, de que dudemos de que exista verdadera democracia si la justicia no es imparcial. Aún recordamos muchos ciudadanos cómo la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo archivó las querellas y denuncias formuladas por varios miles de ciudadanos españoles que exigíamos a Aznar responsabilidad penal por la participación en la guerra de Irak, al margen de lo que establecía la Constitución y sin permiso de Naciones Unidas. El acto del Alto Tribunal, al igual que en el de Casado, no admitió a trámite la querella por no ser los hechos constitutivos de delito. ¡Qué coincidencia!

En la primera línea del soliloquio de Hamlet de Shakespeare, acto tercero, escena primera, Hamlet, desolado por la muerte de su padre, el rey de Dinamarca, situado en este contexto existencial sobre la vida y la muerte, ante la duda de si es más noble aceptar los caminos del destino y la fortuna o dar fin a la vida y con ella también a los sufrimientos que conlleva, se pregunta: “Ser o no ser, ésa es la cuestión.”

Pregunta parecida, aunque no tan existencial, ante la decisión de los sesudos magistrados, nos hacemos muchos ciudadanos, esta otra: “Confiar o no confiar, esta es la cuestión”: ¿podemos confiar en las Instituciones, en el ejecutivo, en el legislativo, en el judicial, en la monarquía, en los medios de comunicación, que se dicen “el cuarto poder”?

Confiábamos en las Instituciones; pero cada vez tenemos más seguro que en nuestro país vemos aumentar el grado de duda e incertidumbre sobre ellas. Pensábamos que la confianza pública derivaba y se sostenía en la creencia que nos ofrecen su transparencia, equidad, honestidad, efectividad... Incluso siempre subrayábamos ese artículo 14 de la Constitución, de la que tan encendidamente hablaban el día 20 pasado, en un programa de la Cadena Ser, dos próceres de la política: González y Aznar; afirmaban y “requeteafirmaban” lo que en su momento también afirmó, con escasa credibilidad, ante las cámaras de la TV, el Rey Juan Carlos: “Todos somos iguales ante la ley…”. ¡Qué ingenuos si nos lo creímos!

En los momentos presentes de nuestra decadente historia si algo se nos hace patente son las historias de corrupciones, traiciones por el poder, mentiras, bulos, calumnias, fatuos liderazgos, falsos e hinchados currículums, dudosas tesis, inexistentes o regalados másteres, grandes beneficios y concesiones para “unos pocos” y miserias para “los más”, odios por separatismos incomprensibles, insultantes supremacismos, prófugos huidos y exilados que se consideran perseguidos por la justicia, insensibilidad por los desplazados o migrantes, contra los que se evidencian rasgos de xenofobia, barbarie y crueldad en nuestra sociedad, “eméritos y corinnas” no investigados, “villarejos” cargados “con bombas de racimo” dispuestos a explotarlas… Poco antes de morir en 2017, advertía el pensador Sigmund Bauman: “O la humanidad se da las manos para salvarnos juntos o, si no, engrosaremos el cortejo de los que caminan rumbo al abismo”. Vivimos en un mundo movido por la desconfianza. Asistimos a una crisis global de confianza que impacta en las instituciones y en las relaciones políticas y personales.

Recordaba anteriormente el soliloquio de Hamlet, de cuyo siguiente fragmento, por analogía, se pueden sacar algunas conclusiones: ¡Ser o no ser!, esa es la cuestión. ¿Qué es más digno para el alma noble, sufrir la porfía del rigor o rebelarse contra las desdichas?, ¿sufrir sin reaccionar o tomar las armas contra el mar de adversidades, oponiéndose a ellas?, ¿soportar los latigazos del injusto opresor, el desprecio del orgulloso, el dolor del desamor, la tardanza de la ley, la insolencia del poder, o luchar contra ellos hasta agotar sus fuerzas?...  En él Hamlet destaca la diferencia entre ser víctima o ser luchador, estar resignado o ser activista del cambio. La pregunta es: ¿podemos confiar aún en las Instituciones que hoy nos gobiernan? La respuesta es obvia: en estos momentos, no. Hay que romper nuestra cómoda pereza, no podemos resignarnos a que nos tomen por tontos o a que nos tomen el pelo. Se ha quebrado la confianza que teníamos en nuestras Instituciones; son ellas y no los ciudadanos las que tienen la obligación de regenerarse, desde la Monarquía y su presencia en la Constitución, pasando por los poderes ejecutivos, legislativos y judiciales, incluidos los medios de comunicación, los periodistas y las distintas iglesias y sus jerarquías. Son todas ellas las que están en el origen de los problemas que padecemos; si ellas se regeneran, por ósmosis ejemplificante, se regenerará también la ciudadanía.

Es evidente que cuando falla le ética, muere la confianza. A un político y más a quien como Pablo Casado se postula para gobernar el país no le debería bastar que la dudosa justicia (la fiscalía y Tribunal Supremo) le exoneren de responsabilidades penales; más importante es que la confianza de la ciudadanía le absolviera de su falta de credibilidad y de la objetiva sospecha de que carece de ética política; y esto no lo ha conseguido, por mucho que sus “palmeros”: los Teodoro García, las Monserrat Dolors, los Rafael Hernando, las María Claver, “e tanti quanti” nos exijan imperativamente que pidamos perdón a su “ídolo ofendido”. Un coro de pelotas ha salido a los medios exigiéndonos a todos que pidamos perdón. Perdón ¿a quién?, ¿a Pablo Casado? Más justo sería que ellos lo pidan a la verdad que han mancillado.

Confiar o no confiar, esta es la cuestión: ¿podemos confiar en las Instituciones?