viernes. 29.03.2024

El CIS: guerra sin cuartel

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La nueva dirección del CIS, ha hecho -no sabría decir si a posta o sin querer- varias cosas bien, y otra deliberadamente mal. Quizás también con toda intención, ha dejado de hacer, además, algunas que debería haber hecho; lo cual añade otro punto más en su contra.

Empezando por lo positivo:

  • Ha aumentado el tamaño de la muestra de los llamados Barómetros (de 2500 encuestas a 3000)
  • Ha mejorado la periodicidad de las preguntas relativas a las intenciones y preferencias de voto (de trimestral a mensual)
  • Ha incorporado a las tablas publicadas los resultados desagregados por CCAA. Esto que como el propio CIS resalta en sus advertencias lleva consigo la prudencia y las limitaciones con que han de ser manejados esos resultados “territorializados”, pone de manifiesto simultáneamente el escasísimo tamaño de la muestra –y por tanto su muy deficiente representatividad y fiabilidad- en algunas de esas Comunidades; sobre todo en lo relativo a determinadas variables y cruces (hay Comunidades, como por ejemplo La Rioja en que la muestra se queda en ¡20 encuestas!).

politicosLo que ha hecho decididamente mal es cambiar abruptamente la metodología de las “pronósticos”, principalmente en lo relativo a las estimaciones calculadas a partir de la expresión del voto directo.

Con muy dudosa probidad intelectual, el nuevo Director ha tratado de justificar el cambio metodológico, declarando que se ha dejado de hacer “cocina”. Como si ésta consistiera exclusivamente en lo que anteriormente venía haciendo el CIS (y la suya propia el resto de los institutos y empresas de opinión) y no en lo que está haciendo ahora: distinta “cocina”, que no deja de serlo pese a su apariencia de resultados “crudos”, sin aderezar ni cocinar.

Ese cambio en la metodología consiste básicamente en haber sustituido la ponderación que anteriormente se usaba para traducir la intención de voto –particularmente el de quienes dicen no saber todavía - o no confiesan - a quien votar, así como el de quienes dicen que se abstendrán, dando por bueno en cualquier caso lo expresado por los que en cambio manifiestan por quién optarán, bajo el supuesto adicional de que lo harán en coincidencia con lo manifestado en la Encuesta.

El problema así, está en averiguar y deducir, mediante alguna hipótesis complementaria, cómo lo terminaran haciendo aquellos que finalmente acaben votando (pese a la indefinición de su respuesta en la Encuesta).

La antedicha operación, a la que se ha terminado denominando “cocina” (entre otras razones –quizás- por el secretismo en las hipótesis y en la metodología), se haga como se haga, resulta en todo caso imprescindible.

Ahora con el nuevo método, la “cocina” permanece pero se simplifica, a base de traducir sin más a voto efectivo las preferencias (“simpatía”) que expresan quienes todavía no han decidido qué votar o los que dicen que se abstendrán.

Se prescinde por tanto de cualquier otra hipótesis para la oportuna ponderación de los resultados relativos a quienes expresamente han manifestado su opción por alguno de los partidos en liza, al tiempo que se evita entrar en predicciones o hipótesis previas sobre cuál acabará siendo el porcentaje de participación real o efectiva, deduciendo la abstención, en cambio, a base de asimilarla prácticamente al porcentaje de quienes manifiestan no tener simpatía alguna por ningún partido.

(Lo que es más bien dudoso es que esa “nueva cocina” sea la que el renovado Director vendría utilizando en las Encuestas en las que participaba antes de su nuevo cargo, sobre todo en las de uso interno para su partido).

Anteriormente, hasta ahora, el CIS operaba con una ponderación nunca revelada pero más sofisticada y casi con seguridad mucho más afinada en su aproximación a lo que acabaría ocurriendo en realidad, en la que no sólo se hacía intervenir la “simpatía”, sino además -y sobre todo- el llamado “recuerdo de voto”.

Y esto último, principalmente en el sentido no tanto de fidelidad (con el pasado), sino sobre todo como herramienta de corrección bien sea de un sesgo muestral (debido a que puede haber sobre o infra representación cuasi crónica de partidarios de unos y otros partidos en la muestra), bien sea de otras incidencias como por ejemplo la “ocultación” o el falseamiento del voto realmente emitido.

Incidencias éstas, mucho más difíciles de detectar y cuantificar y por tanto de operar con ellas, por más que su consideración pueda ser de gran utilidad a la hora de analizar y sacar conclusiones sobre los resultados de las diferentes estimaciones.

Lo peor de todo es que este inesperado cambio de método se ha hecho desde una llamativa ausencia de prácticas que deberían ser habituales para garantizar la solvencia científica, como es la de contrastar y acreditar previamente, en series anteriores, con qué método la aproximación o la desviación de las estimaciones con respecto a los resultados reales o efectivos resultaba mayor o menor. Bastaría fijarse para ello sobre todo en las Encuestas realizadas con mayor proximidad a las fechas de celebración de las respectivas elecciones.

Además, el nuevo método supone de hecho la interrupción  de las series precedentes y por tanto dificulta o trastoca el análisis comparado con el pasado y sus tendencias. Práctica que por desgracia resulta ya demasiado frecuente en las instituciones y organismos responsables de recoger y tratar estadísticamente la información.

Resultaría despectivo atribuir ese cambio metodológico a torpeza, así como sería demasiado cándido – por no usar una palabra más gruesa– pensar que la motivación obedece simplemente a la intención de afinar más y mejor los resultados.

Lo que hay más bien en ello es una muy notoria intención política de incidir con la publicación de esos resultados “oficiales” tanto en la confrontación partidista del presente (correlación de fuerzas y legitimidades) como en la formación de opinión y ¡de voluntad!.

Lo cual –todo hay que decirlo -es común por lo demás, en una u otra medida, a todas las diferentes encuestas que se publican (no a las de uso interno). En la medida que todas ellas tienen un “cliente” que a su vez no es neutro en las intenciones/intereses que persigue al encargarlas para su publicación, teniendo como tienen para él un coste económico bastante elevado.

Pero lo que hace que el asunto revista especial gravedad es que con ese modo de proceder el CIS- prestigioso Instituto Público de referencia- ha erosionado los niveles de neutralidad a los que debe estar sujeto y por tanto, al hacerlo así, ha comprometido la confiabilidad en él.

Y no vale restar importancia al asunto replicando que el CIS se limita a poner sus datos a disposición de los analistas para que estos hagan su trabajo, porque de las estimaciones predictivas de aquel nacen los grandes titulares que son, sobre todo, los que terminan conformando la opinión (y los deseos) del público.

Finalmente algo habrá que decir sobre lo que el actual Director ha dejado de hacer, bien motu proprio, bien porque sus “superiores”- el Gobierno de quien depende- no le autorizan a que lo haga. Como por ejemplo, el CIS sigue sin hacer preguntas sobre la Monarquía y sobre la Corona y la Casa Real, además de no hacerlo sobre otras cosas también importantes.

Destacando entre estas últimas, sigue sin reconsiderar preguntas ambigua o deficientemente formuladas desde siempre, como por ejemplo las referidas a la “cuestión territorial” (pregunta nº 26 en el último cuestionario) o más concretamente sigue sin querer averiguar directamente las opiniones sobre el “derecho a decidir” (autodeterminación, si se prefiere) y sobre la conveniencia de realizar un referéndum al respecto , incluso mediante una o varias preguntas que, a modo de simulación, podrían dar noticia, cuantificada y desagregada, sobre todo territorialmente, de las intenciones de voto a tal respecto.

La favorable relación coste-beneficio de esto último parece indiscutible. Solo falta el coraje intelectual y político para de una vez intentarlo.

El CIS: guerra sin cuartel