La sombra de Iván Redondo es alargada. Desde su centro de mando para la comunicación de las políticas gubernamentales se fija la agenda de las cuestiones que deben debatirse en España. Y, hoy, toca carne.
El debate de los indultos estaba a punto de ser sustituido por el de la "quinta ola", mucho más dañino que el anterior porque puede influir, en pleno mes de julio, en el turismo interior. Con el turismo internacional todavía en cuarentena, el que los oriundos nos quedásemos en casa este verano sería ciertamente desastroso para los dos sectores básicos del turismo y la hostelería. Tampoco es bueno un debate en la sociedad sobre el aumento del salario mínimo, sobre todo cuando se ha decidido no subirlo, de momento.
Y, en esas circunstancias, llega Garzón y dice lo que dice sobre la carne. No conozco cual es el funcionamiento real de las relaciones entre Iván Redondo y Alberto Garzón pero da la impresión de que el primero ha dicho "Hoy toca carne" y el segundo ha salido a la palestra a decir a la gente que coma menos carne. Naturalmente, todo el sector, no solo el cárnico, si no el agropecuario en general, ha salido en tromba a decir que, de eso, nada. Y, naturalmente también, los consumidores de carne, al parecer más numerosos en España de lo normal, se han unido al linchamiento verbal al ministro Garzón. Por si faltaba alguien en la fiesta, los lamentos de la España vaciada han llegado hasta el "éramos pocos y parió el ministro".
Aunque Garzón es alguien acostumbrado a estos menesteres. Ya le pasó cuando lo del jamón y el aceite de oliva. Y cuando dijo eso de que el turismo no aportaba, apenas, valor añadido. Decir esas cosas, ya se sabe, no es muy popular, pero parece que alguien tiene que decirlas.
Ya hubo, en su momento, algún eminente político que, cuando la crisis inmobiliaria de 2008 quiso sustituir el ladrillo por la I+D, posiblemente para reciclar en ingenieros y científicos al millón de trabajadores de la construcción que quedaron en paro en España. Pero este país es tierra de arbitristas y buenas ideas nos salen por los poros.
Porque, ¿no me digan que no es buena idea que España estuviera llena de “Silicon Valleys”, “Bangalores” y fábricas de coches alemanes y con trabajadores hablando todos en inglés? Y, no precisamente, para hacer de camareros ni de limpiadoras de habitación de hotel, si no para comunicarnos con las oficinas de import-export en las que transferir nuestra tecnología. O que tuviésemos una dieta equilibrada, o sea sin jamón ni aceite de oliva y que, solo un día a la semana pudiéramos decir Hoy toca carne, incluso los que rara vez pueden comer carne, y no por motivos dietéticos. O que..., en fin, tantas cosas que podríamos, incluso quitar la ñ de nuestras vidas.
Todo eso terminará ocurriendo cuando terminemos las transiciones correspondientes, tanto tecnológica como ecológica pero, de momento, hay que hacerlas y todo periodo transitorio acarrea problemas. Ya lo avisó hace cinco siglos Maquiavelo cuando decía que los cambios suelen ser socialmente mal recibidos porque los futuros beneficiados no se sienten, todavía, concernidos, mientras que los actuales perjudicados, sí. Eso me pasa a mí, por ejemplo, con el jamón.
Paul Watzlawick fue un filósofo experto en la comunicación humana y la teoría del constructivismo que alcanzó la popularidad cuando escribió dos libritos francamente deliciosos, "El Arte de amargarse la vida" y una especie de segunda parte titulada "Lo malo de lo bueno". Suelo, muy frecuentemente, acordarme de ellos. Porque todo, casi absolutamente todo, tiene una cara y una cruz, razón por la cual hay diversidad de opiniones. En caso contrario, todos haríamos lo mismo, diríamos lo mismo y pensaríamos lo mismo, es decir, lo bueno.
Y al ministro Garzón parece que le ha tocado hablar de lo malo de lo bueno, cosa que habla de lo listo que es Pedro Sánchez cuando en el reparto de carteras adjudicó la de Consumo a alguien de Podemos, y no precisamente el más cercano a Pablo Iglesias.
Por tanto, compadezcamos a Alberto Garzón porque, hoy, toca carne, pero, mañana, ya veremos qué.