sábado. 20.04.2024

Retazos del ego aburrido

empati

Somos una sociedad hiperconectada, hipercomunicada, pero esta hiperconexión provoca a su vez más lejanía, más distanciamiento entre las personas. Alejamiento que nos aísla en cápsulas cuyo único contacto con el mundo es mediante telecomunicaciones que a veces nos aportan información poco o nada fiable. Su exceso la convierte en infoxicación. Baudrillard señala en La transparencia del mal que “la comunicación generalizada y la superinformación amenazan todas las defensas humanas”.

En este aislamiento perpetuo predomina el yo, pues todo gira en torno al ego, cuyo único fin es la satisfacción de deseos como objeto de felicidad. Quienes estos días cacerolean bandera en ristre exigiendo la dimisión de un gobierno legítimo y una libertad que nunca les ha faltado, demandan contentar a su ego aburrido con lo único que saben: la satisfacción inmediata a la velocidad de la luz de placeres fugaces de todo tipo, la compra compulsiva de objetos, a ser posible de marca -por eso exigen la apertura de sus tiendas de moda favoritas- para, una vez usadas, tirarlas y comprarse otras en una rueda sin fin, etc. Ellos son la quintaesencia de la sociedad de consumo cuya razón de ser estriba en la caza de nuevas emociones y experiencias que será preciso consumir para satisfacer el presente. Su única religión son las emociones espontáneas. Quienes les imitan aspiran a emularles desde la más profunda frustración de sus chozas porque en el fondo saben que nunca alcanzarán su estatus y si son aceptados en sus palacios lo serán para convertirse en siervos, criados o esclavos. El viejo lema de Georg Büchner, ¡Paz a las chozas; guerra a los palacios!, puede darse la vuelta en esta coyuntura, que por otra parte no tiene nada de novedosa.

Vivimos en la sociedad del cansancio, sostiene el filósofo coreano Byung Chul-Han en su libro del mismo título, caracterizada por el exceso de rendimiento que genera infartos psíquicos, origen a su vez del fracaso y la depresión como “nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderna”. El animal laborans se torna depresivo porque se explota a sí mismo voluntariamente, sin ningún tipo de coacción externa. Es víctima y verdugo, explotador y explotado al mismo tiempo. La maximización de rendimiento y el exceso de trabajo devienen autoexplotación, mucho más eficiente que la explotación por otro. Ha sustituido el nada-es-posible por el nada-es-imposible. La negación de su lema conduce a un destructivo reproche de sí mismo y la autoagresión. El hombre tardomoderno está en perpetuo combate consigo mismo, o en palabras de A. Machado, en guerra con sus entrañas. Quien pierde esta guerra es el depresivo, el inválido de esta lucha sin cuartel interiorizada.

A su vez, el exceso de rendimiento induce el dopaje, que es un rendimiento sin rendimiento, para cuyo éxito se permiten fármacos y/o drogas ad hoc, de tal modo que si éstos estuvieran permitidos también en el deporte, la competición deportiva sería sustituida por la competición farmacéutica. Un ejemplo y a la vez reflejo de la sociedad del rendimiento y del dopaje es el dataísmo o consumo compulsivo de datos, cuyo fin es el cálculo como “forma pornográfica que anula el pensamiento”. Tenemos, por tanto, seres humanos convertidos en máquinas de rendimiento, cuyo objetivo no es otro que su maximización a cualquier precio. “El exceso de rendimiento provoca el infarto del alma”, escribe Chul-Han. El siguiente paso, ya en avanzado desarrollo como sabemos, es la robotización.

Si no fuera porque los individuos de las cacerolas no son inocentes y tras ellos no hubiera un movimiento ultrarreaccionario mundial para perpetuar los privilegios que esta sociedad del rendimiento les concede, y aniquilar los cada vez más menguados derechos, podríamos caer en el cansancio sobre el que Peter Handke reflexiona en su Ensayo sobre el cansancio. Éste aniquila al mundo, sin mirada y sin habla; es el cansancio del yo que divide, aísla y separa a unos individuos de otros. “Estoy hablando aquí del cansancio en la paz, en el intervalo. Y en aquellas horas había paz; incluso en Central Park. Y lo sorprendente es que allí mi cansancio parecía contribuir a aquella paz temporal, ¿amasando, suavizando con su mirada cualquier intento de gesto de violencia, de pelea o siquiera de actuación desabrida?, desarmaba con una compasión completamente distinta a la compasión despectiva que tiene a veces el cansancio de la creación: la empatía como comprensión”.

Retazos del ego aburrido