viernes. 29.03.2024

Siete medidas que permitirían impulsar la reforma de la administración

Como hemos tenido ocasión de comentar aquí, el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, ha sido un paso positivo para adaptar una Administración poco eficiente a los retos del Mecanismo de Recuperación que prepara la Comisión Europea. Pero, como también hemos comentado aquí, la aplicación de esas reformas puede tener algún efecto perturbador porque puede acabar configurando dos Administraciones distintas: la que ejecuta el Mecanismo de Recuperación, dotada de cierta agilidad, y la que gestiona el resto de asuntos públicos, maniatada aún por las reformas de los años 2015 y 2017 del Partido Popular.

Por lo tanto, resulta evidente que hay que plantearse algunos cambios urgentes para asegurar que toda la Administración General del Estado (y no sólo la que ejecuta el Mecanismo de Recuperación), pueda librarse de las múltiples trabas que actualmente lastran su buen funcionamiento. La fórmula más sólida para ello debiera ser la de sustituir la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, por otra Ley que partiera de una visión más pública, más ágil y más moderna de lo que es la Administración General del Estado, Pero una tarea semejante, si llegara a culminarse, nos pondría al final de la legislatura y la verdad es que la reforma administrativa no debe esperar tanto tiempo.

Por todo ello, habría que identificar las principales cuestiones que actualmente suponen una rémora para el buen funcionamiento de la Administración General del Estado y, una vez definidos los problemas y las eventuales soluciones, habría que preparar un Decreto-ley –o varios– que con un solo acto legislativo aportara la rápida reforma administrativa que se necesita. Esas reformas urgentes, como hemos visto más arriba, podrían afectar a la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, pero también a la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, que fue reformada (para mal) por la citada Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público.

Los puntos de más urgente reforma que deberían iniciarse de inmediato son:

1) Dificultad para dictar normas. En los años ochenta se extendieron en España los trabajos sobre técnica legislativa, siguiendo el modelo anglosajón. El objetivo no era criticable pues toda reflexión sobre el arte de legislar contribuye a la seguridad jurídica, como apuntó alguna vez el Tribunal Constitucional (Sentencia 45/1990, de 15 de marzo) pero en los medios anglosajones latía una finalidad más política, a saber, dificultar la producción de normas por parte del Estado a fin de que las relaciones sociales se rijan más por reglas sociales que por normas jurídicas, lo que siempre favorece a las grupos de más poder económico. Ese rechazo de la derecha a la legislación está latente desde los años ochenta del siglo pasado en todo Gobierno conservador que suele tender a dificultar la producción normativa de los poderes públicos. Y así lo hizo el Gobierno del Presidente Rajoy. ¿Cómo? Dificultando la tramitación de proyectos normativos al socaire de la técnica legislativa.

La Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, recogió este punto (más ideológico que práctico) del pensamiento conservador y lo llevó a la Ley que regula el funcionamiento del Gobierno, a la Ley 50/1997, de 27 de noviembre. En esta último se introdujeron o se modificaron varios artículos, de notable extensión, por medio de los cuáles:

se reguló el Plan Anual Normativo, que dificulta la inclusión de normas no previstas;

se estableció una consulta pública en el comienzo de la tramitación de proyectos normativos, consulta pública que no tiene otra utilidad que la de retrasar la aprobación de la norma;

se exigió la elaboración de una Memoria de Análisis de Impacto Normativo, con la misma finalidad de hacer más larga y complicada la elaboración de la norma;

se añadió un nuevo trámite de audiencia en el portal web del proyecto redactado, con un plazo mínimo de quince días, con la intención de que el proyecto se dilate cuanto más mejor;

se incorporó otro trámite para que el Ministerio de la Presidencia, a través de la Oficina de Coordinación y Calidad Normativa, informe el proyecto.

puede comprenderse, esa larga tramitación con previsión de inclusión en el Plan Anual, con varias consultas públicas, con la redacción de informes diversos y con un trámite final en el Ministerio de la Presidencia, no tiene otro fin que hacer más difícil la aprobación de un Reglamento o de un proyecto de ley. Lo que antes de 2015 podía aprobarse en poco tiempo, ahora ha de transitar por un camino lleno de cuellos de botella que desanima al Ministro más dispuesto. Y que ha logrado asentar la idea de que elaborar un proyecto normativo es algo largo, engorroso y de difícil predicción. Para un Gobierno conservador el objetivo desregulador se cumple pero para un Gobierno progresista que aspira a cambios, esa larga marcha normativa es un problema. ¿Qué hubiera hecho el Presidente Biden con un procedimiento similar?

Por eso hay que reformar los artículos 23 a 28 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, para que la labor normativa del Gobierno vuelva a ser un procedimiento rápido que dé respuesta a las situaciones políticas imprevistas o, simplemente, al programa de investidura. Los partidarios de ralentizar la obra de un Gobierno aducirán que la propia Ley del Gobierno, en su artículo 27, contempla la tramitación urgente, pero además de que esa decisión exige, de entrada, un trámite más en el Consejo de Ministros, lo que es excepcional no se puede convertir en regla.

2)  Dificultad para contratar. La Administración moderna tiene necesidad dc contratar bienes y servicios a cambio de un precio. Para los ideólogos de la austeridad, la Administración no debe gastar mucho para que no imponga tributos y para que los ciudadanos no reciban muchos servicios del Estado. Por ende, el Gobierno de Rajoy, además de poner trabas a la acción normativa de los poderes públicos, se encargó de poner similares trabas a la contratación. Sin adquirir bienes ni servicios, la presión tributaria se puede bajar, los grandes contribuyentes no necesitan sacrificarse y si los servicios públicos más esenciales, como la sanidad y la enseñanza, fallan, el ciudadano no tiene más que acudir a la oferta privada. Ahí está el trasfondo de la reforma de los contratos administrativos de 2017, y no adaptarse al Derecho comunitario y luchar contra la corrupción, que en realidad no la impide.

Con esa filosofía se aprobó la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014 (que tan largo y retorcido es el nomen iuris de la Ley). ¿Cómo supone un obstáculo a la contratación?

En primer lugar, por la dificultad de aplicar la propia Ley. Una Ley de 347 artículos más multitud de disposiciones adicionales, transitorias y finales y varios anexos, es una disposición difícil. Y para alcanzar esa longitud la Ley contiene preceptos inútiles o prolijos o tan minuciosos que son propios de un Reglamento. Además, como han señalado los administrativistas, es una Ley que tiene como trasfondo la desconfianza hacia los gestores públicos, a los que impone multitud de cargas y de trabas para la más mínima contratación. La consecuencia es que, como veíamos arriba en relación a la elaboración normativa, cualquier contrato comporta muchos meses para su formalización. Así no se puede responder con agilidad a las situaciones políticas que necesitan una respuesta rápida.

A diferencia de las medidas que serían necesarias para facilitar la acción normativa del Gobierno, que consisten en la reforma de unos pocos artículos de la Ley del Gobierno, la modificación de la legislación de contratos públicos requiere un análisis detallado de los preceptos de la Ley de 2017 que dificultan y alargan la contratación, si el Ministerio de Hacienda estuviera predispuesto a la reforma.

3) Una verdadera Administración electrónica. La Administración española se incorporó relativamente pronto a la era digital con la Ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los Servicios Públicos, y con la Ley 37/2007, de 16 de noviembre, sobre reutilización de la información del sector público, más la creación de la Secretaría General de Administración Digital. Posteriormente se dictó la Ley 25/2013, de 27 de diciembre, de impulso de la factura electrónica y creación del registro contable de facturas en el Sector Público, y, recientemente la Ley 6/2020, de 11 de noviembre, reguladora de determinados aspectos de los servicios electrónicos de confianza, que regula temas importantes como los certificados electrónicos y las obligaciones y responsabilidades de los prestadores de servicios electrónicos de confianza. Desde el punto de vista normativo y orgánico, la Administración española parece bien preparada para hace frente a la era digital, pero probablemente no lo esté desde el punto de vista de la utilización de los recursos en el teletrabajo.

La pandemia ha cogido desprevenidas a las Administraciones que, a diferencia de empresas punteras del sector privado, no habían previsto ni organizado en gran escala el teletrabajo. Hace falta un gran plan que dote de instrumentos informáticos a los funcionarios, que regule los supuestos en que se puede teletrabajar, y que organice los necesarios medios de control para lograr la máxime productividad. Ese plan no necesita un gran esfuerzo normativo, pero sí presupuestario y de negociación sindical.

4) Diferencias en las retribuciones de los funcionarios. El problema de las retribuciones de los funcionarios no es un tema nuevo de hoy, como se ve en el cl clásico trabajo de Alejandro Nieto. Y aunque todo ha mejorado desde mediados del siglo pasado, hay un punto que probablemente ha introducido más disfunciones que efectos positivos en la Función Pública. Me refiero al complemento específico que, como una de las retribuciones complementarias, creó la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma de la Función Pública. El principio inspirador de este complemento específico era apreciable, premiar la especial dificultad, dedicación, responsabilidad o peligrosidad de algunos puestos de trabajo. Pero lo que, a juzgar por el artículo 23.3.b) de la Ley, podría parecer excepcional se ha rutinizado, de modo que todo puesto de trabajo tiene asignado un complemento específico. El problema está en que cada puesto de trabajo tiene un complemento específico distinto y la diferencia entre Ministerios es muy intensa. De esta manera, hay Ministerios de primera, de segunda y de tercera categoría. Y dentro de cada Ministerio hay complementos de primera, de segunda y de tercera categoría. Todo ello tiene como consecuencia una constante circulación de funcionarios que se van moviendo en dirección a los puestos de trabajo con mejor complemento específico, que corresponden a unos pocos Ministerios. Y otros Ministerios se van descapitalizando porque no pueden competir con los Ministerios “ricos”.

Sería necesario un estudio que señalara las diferencias retributivas que, en aplicación del complemento específico, se producen entre Ministerios y también dentro de éstos, sobre todo porque si bien se trata de un concepto retributivo fundamental en la Función Pública actual, sería necesario crear una comisión interministerial que propusiese medidas destinadas a acabar con esas diferencias retributivas. Y no es sólo un problema de justicia distributiva sino de eficiencia gestora porque es una realidad que algunos Ministerios pierden a sus mejores funcionarios porque no pueden pagarles como lo hacen los Ministerios “ricos”. Y tras ese informe, quizá la CECIR (Comisión Ejecutiva de la Comisión Interministerial de Retribuciones) podría agrupar la cuantía de todos los complementos específicos en unas pocas categorías y asignárselas por igual a todos los Ministerios para su aplicación a cada puesto de trabajo que saliera a concurso.

5) Reservas de cargos políticos para funcionarios. Hasta 1997 el nombramiento de altos cargos de la Administración estaba abierto tanto a funcionarios como a profesionales ajenos a los Función Pública. Pero la llamada LOFAGE (Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado) reservó todos los cargos de Subsecretario y de Secretario General Técnico de todos los Ministerios a las personas que tuvieran la condición de funcionario, y también reservó a funcionarios todas las Direcciones Generales, si bien, de forma motivada, se podrían establecer excepciones a esta reserva. De esta manera sólo los cargos de Presidente y Vicepresidente del Gobierno, Ministro, Secretario de Estado y Secretario General (con rango de Subsecretario) quedaron fuera de la reserva a funcionarios. Hay que advertir que la LOFAGE, aprobada en la primera legislatura del Presidente Aznar, fue redactada casi en su totalidad en la última legislatura del Gobierno socialista que la presentó incluso como proyecto de ley en 1995. La LOFAGE de 1997 era con pocas diferencias la LOFAGE de 1995 y una de las pocas diferencias que había entre el proyecto de ley de 1995 y la Ley de 1997 era, preciosamente, que el proyecto de ley de 1995 no reservaba cargos políticos a los funcionarios. ¿Por qué esa diferencia? Porque en 1997 el Subsecretario de la Presidencia era un conocido funcionario de un importante Cuerpo que se encargó de reservar a sus colegas unos trescientos cargos políticos…

La previsión de la LOFAGE de reservar el 75 % de los cargos políticos a funcionarios pasó a la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, concretamente a sus artículos 63.3, 65.3 y 66.2 y también se extendió a los cargos de Presidente y Gerente del Consejo de Administración de Patrimonio Nacional. La consecuencia de esta medida es que se puede ser Jefe de la asesoría jurídica de un Banco pero no Secretario General Técnico de un Ministerio y jefe de personal de una empresa de fabricación de automóviles pero no Subsecretario de un Departamento ministerial. En definitiva es una previsión que favorece intereses corporativos, que impide que buenos profesionales del sector privado o de los partidos políticos y los sindicatos puedan trabajar en la Administración, y que ésta pague un peaje corporativo o gremial. Y eso sin entrar en la casuística de su aplicación, que daría para un largo artículo.

Por ello sería necesario reformar los citados artículos 63.3, 65.3 y 66.2 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, a fin de que la exigencia de la condición de funcionario pública desapareciera de los requisitos de acceso a los cargos de Subsecretario, Secretario General Técnico y Director General, reservando determinados puestos públicos para funcionarios de manera solo “preferente”, pero no absoluta e ilimitada.

6) Agencias estatales y Consorcios. El artículo 84 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, clasificó el sector público estatal en organismos públicos y entidades públicas independientes y suprimió las Agencias estatales que han sido un tipo de entidad ágil y eficiente. Además, el artículo 91.1 de la misma Ley estableció que todo organismo público se tiene que crear por Ley y que en plazo determinado los Estatutos de las entidades públicas deberían adaptarse a la nueva legislación, lo que provocó una carrera de las antiguas entidades públicas para transformase en Fundaciones Públicas, figura que evita muchos controles políticos y administrativos a sus gestores. Afortunadamente, la Ley 11/2020, de 30 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 2021, ha modificado la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, ha vuelto a regular las Agencias estatales. Pero una vez restablecidas las Agencias parece conveniente trazar un plan de transformación de Organismos autónomos en Agencias.

Por otra parte, el artículo 68 del Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, ha establecido un régimen especial de los Consorcios para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española, régimen especial que elimina la autorización legal para constituirlos. Es una buena medida que se debería ampliar a la creación de cualquier Consorcio.

7) Trasparencia. En la primera legislatura del Gobierno del Partido Popular se aprobó la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. La iniciativa era buena pero nadie previó los efectos disfuncionales que está teniendo esta Ley para la gestión administrativa, porque atribuye a cualquier persona la facultad de solicitar cualquier información administrativa, de modo que ha sido necesario crear unidades dentro de los Ministerios para gestionar las peticiones que, con mucha frecuencia, utilizan los medios de comunicación social para obtener información rápida de la políticas del Gobierno. Sería conveniente modificar la Ley para especificar mejor quienes están legitimados para obtener información que no siempre se ha de publicar y que se utiliza como un medio complementario de oposición al Gobierno.

Probablemente podríamos suscitar otras reformas, pero las aquí reseñadas es evidente que contribuirían a corto plazo a hacer de la Administración Pública española un aparato más ágil y más eficiente.

Siete medidas que permitirían impulsar la reforma de la administración