viernes. 29.03.2024

El 18 de Brumario de Donald Trump

 

EL 18 DE BRUMARIO DE DONALD TRUMP

Desde que Gabriel Naudé teorizó sobre los golpes de Estado en el siglo XVII, la idea de que los gobernantes pueden ser desalojados del poder por medios ilegítimos y usualmente violentos fue calando en la Teoría Política si bien la Monarquía absoluta era un régimen pétreo que no permitía muchas maniobras contra el Monarca salvo en la Inglaterra del siglo XVII.

Tras la Revolución francesa, los Gobiernos se hicieron mucho más frágiles como se vio en fecha tan temprana como 1799 cuando Napoleón organizó el golpe del 18 de Brumario contra el Directorio y dio los primeros pasos para arrebatar la Revolución a las clases populares. A partir de ahí, los golpes de Estado se generalizaron en Europa y en América (salvo Estados Unidos) y el dato político en bruto se fue sofisticando pues, ya en el siglo XX, Hans Kelsen apuntó que hay un golpe de Estado (y en general una revolución) cuando “el orden jurídico de una comunidad es nulificado (sic) y substituído en forma ilegítima por un nuevo orden” (Teoría General del  Derecho y del Estado, México, D. F., 1979, pág. 137), añadiendo que en sentido jurídico el criterio decisivo es que el orden en vigor es reemplazado por un orden nuevo de forma no prevista por el anterior y la Constitución es reemplazada por otra Constitución o norma con vocación de ordenar el Estado.

¿Los acontecimientos ocurridos en Washington el 6 de enero de 2021 pueden considerarse un golpe de Estado? ¿Estaban los asaltantes del Capitolio dispuestos a llegar hasta imposibilitar la proclamación de Biden como Presidente? ¿Qué supone esta operación golpista para la estabilidad de la democracia de Estados Unidos, y, con ello, del mundo democrático?

En los artículos de El Federalista, en un artículo debido a Hamilton o a Madison, se decía:

“El peligro de alterar la tranquilidad general interesando demasiado las pasiones públicas, constituye una objeción todavía más seria contra la práctica de someter frecuentemente las cuestiones constitucionales a la decisión de toda la sociedad” (El Federalista, artículo XLIX, 1788, México, D. F., 1943, pág. 219).

Es decir, a finales del siglo XVIII en Estados Unidos eran conscientes de lo difícil que era combinar participación directa en el gobierno del país y la necesaria estabilidad institucional. Por eso también en El Federalista se expresó por vez primera la doctrina de los frenos y contrapesos para defender los intereses del pueblo (artículo LI, de Hamilton o Madison, 1788, págs. 224-227). Pero en general, el doble equilibrio Estado federal/Estados federados y Presidente/Congreso ha funcionado bien desde 1788. Sin embargo, las virtudes del sistema político arrastran también algunos defectos que han emergido con mucha fuerza, como veremos a continuación.

No hace falta recordar las continuas maniobras de Trump antes, durante y después de la votación para ser proclamado Presidente de mala manera. Pero sí conviene recordar dos cosas, a saber,

1) que el sistema político estadounidense permite que existan franjas políticas oscuras en la elección del Presidente, como es el voto indirecto a través de compromisarios, la distribución de compromisarios por Estados y la atribución a éstos de la legislación electoral. Todo lo cual ha provocado graves distorsiones como ocurrió en 2016, donde la verdadera vencedora fue Hilary Clinton;

En definitiva, igual que millones de electores alemanes votaron al partido nazi, sin importarles la destrucción de la democracia, en Estados Unidos millones de electores prefieren un demagogo tóxico como Trump aunque sea a costa de destruir la democracia

2) que estas zonas oscuras no son casuales ni obedecen a un respeto excesivo a la intangibilidad de la Constitución, sino a una gran desconfianza hacia el voto popular, especialmente de las minorías raciales, que provoca que se mantengan mecanismos de participación impropios de una sociedad pos-industrial, mecanismos que ningún país europeo permitiría. Luego, el sistema político estadounidense mantiene mecanismos de participación propios de los siglos XVIII y XIX por la desconfianza hacia la participación de los ciudadanos (véase el excepcional manual American Constitutional Law del profesor de Harvard Laurence H. Tribes, con numerosas ediciones). Estos mecanismos son los que han permitido actuar a Trump con continuos recursos y denuncias y aguantar mes y medio sin reconocer que ha perdido la elección. Aquí tenemos el punto de partida del asalto al Capitolio.

En el trayecto que une un sistema político arcaico con un posible intento de golpe de Estado nos vamos a encontrar con el fortísimo sedimento del populismo estadounidense. En las elecciones de 2020 unos setenta millones de electores han votado a Trump que ha tenido más votos que en 2016 y una parte de esos electores sigue creyendo que Biden ha triunfado gracias al fraude. Todo ello supone que la sociedad estadounidense está partida en dos bloques y que uno de esos bloques no sólo es seguidor de un Presidente que va contra sus intereses socioeconómicos sino que carece de información política en un nivel tan elevado que podría creer en un platillo volador. Casi la mitad de los electores de Estados Unidos están alienados por las fantasías de Trump. En definitiva, igual que millones de electores alemanes votaron al partido nazi, sin importarles la destrucción de la democracia, en Estados Unidos millones de electores prefieren un demagogo tóxico como Trump aunque sea a costa de destruir la democracia.

En el trayecto encontramos otro hito preocupante que es la actitud de parte del Partido Republicano que durante mucho tiempo no se ha atrevido a llevar la contraria a Trump y le ha apoyado. Al final, como se ha visto, los republicanos se han alineado por la Constitución y la legalidad, pero también son responsables de no parar a tiempo a Trump.

Y el trayecto desemboca en las maniobras que Trump ha urdido desde que perdió la elección. No viene mal recordarlas: manifestación de seguidores de Trump días después de celebrarse la elección  protestando por el “robo” electoral, presiones directas del Presidente sobre miembros de Juntas electorales, recursos carísimos para celebrar nuevos recuentos ante los Tribunales de los Estados y ante el Tribunal Supremo, negativa  a participar en la transición de la Presidencia, intento de que los Gobernadores republicanos sustituyeran a los compromisarios demócratas por otros republicanos en la reunión de diciembre del Colegio Electoral, intento de bloqueo in extremis de la legislación de estímulos por la Covid-19, planes del equipo más próximo de Trump sobre el estado de excepción y la utilización de las Fuerzas Armadas, más la presión del propio Presidente sobre el Secretario de Estado de Georgia pidiéndole conseguir 11.870 votos, para desembocar en el intento de once parlamentarios trumpistas de boicotear el acto de proclamación del Congreso mediante reclamaciones que no conducían a ningún sitio.

Para acabar con el asalto al Capitolio que tanto nos hace recordar el 23 F y que tiene lugar después de la manifestación ante la Casa Blanca donde Trump enardece a los manifestantes y los lanza contra la sede del Congreso.

Llegados a este punto, hay que preguntarse, ¿Trump ha ido de farol o está decidido a quedarse en la Casa Blanca a cualquier precio? Toda esta larga sucesión de maniobras y el propio asalto al Parlamento indica que Trump va a por todas, que todavía puede tratar de aprovechar las casi dos semanas que le quedaban el día del asalto al Capitolio para revertir el resultado de las elecciones. ¿Cómo? Lo intentará quizá con las Fuerzas Armadas, operación difícil pero no imposible. Lo intentará probablemente con la Guardia Nacional del Distrito de Columbia. Por estos motivos dimitió un Fiscal General tan fiel como William Barr y fue cesado otro fiel como el Secretario de Defensa  Mark Esper. Además, también lo intentará con la casi docena de parlamentarios que están comprometidos en la operación, y no es imposible que haya nuevos tumultos, sobre todo si a los invasores del Capitolio les ha salido gratis la rebelión.

Es cierto que, aunque arcaico, el sistema político estadounidense es sólido, que el Tribunal Supremo ha aguantado las presiones y que la mayoría de los parlamentarios republicanos se han alineado con la legalidad. Por eso es de esperar que las nuevas maniobras de Trump fracasen pero, no obstante, y para acabar, conviene cerrar con tres reflexiones.

En primer lugar, el sistema político estadounidense y el modo de elección de su Presidente necesitan una revisión para conseguir que entre el elector y el elegido no se interpongan compromisarios ni Leyes electorales estatales. Esa reforma no la querrán la mayoría de los republicanos ni  quizá algunos demócratas pero el sistema está ya averiado como podemos ver recordando la controvertida elección de Bush, Jr., o los resultados electorales de 2016.

En segundo lugar, si el sistema político de Estados Unidos está averiado, su sistema social está infectado por el virus del populismo, Setenta millones de personas de todas las clases y de todos los niveles culturales se han identificado con un delincuente que, en muchas cosas, gobierna contra los intereses de sus adeptos. Es un caso a tener en cuenta en Europa pues así apareció el fascismo en Europa el siglo pasado.

En tercer lugar, y lamento incurrir en un lugar común, el caso Trump nos enseña la fragilidad de la democracia, que ni siquiera está a salvo en la primera democracia del mundo contemporáneo. Basta un demagogo histriónico (como también lo eran Mussolini y Hitler) para romper décadas de democracia representativa. Y la democracia que se pierde tarda mucho en recuperarse.

El 18 de Brumario de Donald Trump