viernes. 19.04.2024

Thatcher o el egoísmo brutal

No puedo decir, y no lo diré porque caería en un ejercicio de hipocresía que no estoy dispuesto a asumir, que sienta la muerte de Margaret Thatcher.

No puedo decir, y no lo diré porque caería en un ejercicio de hipocresía que no estoy dispuesto a asumir, que sienta la muerte de Margaret Thatcher, su desaparición es para mí una inmensa alegría, pero habría sido mucho más gozosa su no existencia.

Como decía Le Goff en su biografía de San Luis, los hombres son hijos de sus padres, pero también de su tiempo, y en ese contexto la figura de la primera ministra inglesa es paradigmática puesto que está en el origen de la involución que en todos los sentidos de la vida ha sufrido el mundo desde que llegó al poder.

Representante del sector más reaccionario de la clase media inglesa, esa que salva a la reina de cualquier mal, que simboliza en ella la grandeza de un imperio siempre vivo y dispuesto a hacer daño en cualquier parte del mundo para salvar el interés nacional de las clases privilegiadas, Thatcher fue una profunda antieuropeísta que sólo aceptó de la idea de Europa, que por entonces parecía avanzar con fuerza, lo que le convino, negándose a cualquier cesión de soberanía para formar una entidad política superior que, muy probablemente, habría evitado el colapso en el que hoy vive nuestro continente. Bien es verdad que el cheque británico, la insolidaridad institucional, el egoísmo brutal que su política representó no habría sido posible en ningún caso sin la blandura de Mitterand y otros líderes europeos que querían a toda costa que Gran Bretaña formase parte de una Europa a la que no quería pertenecer, accediendo a sus exigencias para convertirse en el Caballo de Troya de Estados Unidos dentro de lo que luego sería la Unión Europea: Estados Unidos nunca quiso una Europa fuerte, unida, con un modelo propio de democracia radicalmente diferente al suyo, por eso hizo lo posible para hacerla saltar por los aires en Los Balcanes y con la ampliación a los países del Este, pero su objetivo nunca se habría cumplido del todo sin la inestimable ayuda de Thatcher quien una vez y otra boicoteó de modo sistemático cualquier avance en el camino de la unidad europea sin que nadie se atreviese a decirle esto es así, o lo tomas o lo dejas.

Cuando llegó al poder en 1979, Occidente se encontraba en la crisis más aguda de las habidas tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Se le llamó la crisis del petróleo porque los países productores decidieron coordinar sus ofertas y subir los precios del combustible, pero en realidad había algo más. La guerra de Afganistán había demostrado que la URSS estaba anquilosada y que ya no tenía capacidad política ni económica para mantenerse como segunda potencia militar mundial. Tanto los analistas militares y económicos de Estados Unidos y del Reino Unido sabían que la URSS estaba al borde del colapso y que, por tanto, el peligro rojo que tanto había “asustado” durante la guerra fría estaba a punto de desaparecer. Era el momento idóneo, después de treinta y cinco años de desarrollo del modelo socialdemócrata en Europa, de iniciar la contrarrevolución para dejar las cosas tal como estaban a principios de siglo. Para cumplir con sus objetivos, Thatcher, hija de su tiempo y de sus padres, decidió que en primer lugar tenía que cargarse el tradicional modelo pactista británico, implantando otro nuevo en el que aludiendo a las glorias imperiales del pasado, reinase el aquí mando yo y se hace lo que a mí y a los míos nos da la gana. Su enfrentamiento con los mineros, que no habría sido posible en otro momento porque habrían contado con la solidaridad total de los trabajadores y la sociedad inglesa, fue el punto de partida, tras la derrota del movimiento sindical por agotamiento e insolidaridad, de una nueva era que consistía en volver al pasado eliminando todos los logros sociales conseguidos en el Reino Unido, y en Europa, por trabajadores y ciudadanos. Cualquier persona que haya visitado Gran Bretaña antes de 1980 o que se haya informado de sus servicios sociales, sabe que su sanidad era modélica, que sus transportes ferroviarios públicos eran los mejores del mundo, que sus escuelas estatales eran magníficas, que la protección a los parados, a los viejos, a los desgraciados no dejaban lugar a la exclusión social. Pues bien, Margaret Thatcher, se fijó en todo eso y, estupendamente asesorada por los economistas más bárbaros de la tierra, decidió que ahí había un inmenso negocio para los de su clase. Privatizó y destruyó todo lo conseguido hasta entonces no dejando piedra sobre piedra, entregó todo el patrimonio de la nación británica a sus amigos de dentro y de fuera e implantó el egoísmo social, el egoísmo neoliberal como dogma absoluto para el futuro del Imperio. La búsqueda del interés personal, como decía Adam Smith, llevaría a la felicidad universal gracias a la mano invisible que mueve al mercado siempre que el Estado se dedique exclusivamente a tener una policía bien pertrechada para apalear a los disidentes o díscolos. No fue así, no llegó la felicidad, y el Reino Unido, como ahora toda la Unión Europea, se convirtió en una sociedad bipolar con una minoría muy rica y un número cada vez mayor de personas excluidas o al borde de la exclusión. Le importó un bledo, como también le importó un carajo abrazar a Pinochet cuando se refugió en Londres.

Como recompensa a la magnífica labor desarrollada en Gran Bretaña y en Europa, Estados Unidos decidió compensar a su impar aliado otorgando a la City patente de corso, y desde entonces aquel lugar londinense se ha convertido en el principal centro de negocios abominables del mundo. Desde allí se dirigen la mayoría de paraísos fiscales del mundo, el tráfico de armas y se blanquean las enormes cantidades de dólares que proporciona el narcotráfico; desde allí se dirigen las operaciones en corto de los grandes inversores, la especulación que permite la libre circulación de capitales; desde allí, sin querer ser Europa, tan solo para sacar tajada, se diseña la decadencia del continente para mayor gloria de quienes todo lo tienen y quieren más.

Sí, Margaret Thatcher fue hija de su tiempo y de sus padres. Ella introdujo en Europa el modelo político y económico que está destruyéndola, también una forma de entender la democracia en la que nada se hacer por el pueblo ni para el pueblo, sino para sus enemigos. Fue una gobernante de clase, de las clases pudientes, eso sí, con el voto del pueblo. Hoy, al día de su muerte, no puedo más que manifestar mi inmensa alegría por la desaparición de un ser sin evolucionar que quiso retrotraernos a todos al tiempo de las cavernas, aunque reconociendo que si no hubiera sido ella habría sido otra, porque ya no quedaban rojos y el miedo de los ricos había desaparecido…

Thatcher o el egoísmo brutal