viernes. 29.03.2024

Lo que teme el Fondo Monetario Internacional

En las últimas semanas se ha asistido a una bochornosa ceremonia de la confusión, oficiada por distintas instancias del establishment.

En las últimas semanas se ha asistido a una bochornosa ceremonia de la confusión, oficiada por distintas instancias del establishment. Quizá el pronunciamiento más importante, por su insistencia, es el del FMI, primero reconociendo que se ha ido demasiado lejos con las políticas de consolidación fiscal (= recortes de gasto público) y pidiendo, por boca de su directora-gerente, Christine Lagarde, que empiece a promoverse el crecimiento económico. A este gimoteo se ha apuntado enseguida Mariano Rajoy, quizá por aquello de la morriña gallega. Pero ya ha dicho Alemania que con su dinero no se cuente.

La preocupación del Fondo estriba en la conciencia cada vez más clara, en su seno, de que lleva tres años haciendo el canelo. A fines de 2009 advirtió contra el celo «consolidador» de las finanzas públicas, que ya se observaba en las autoridades alemanas y el Banco Central Europeo, entonces dominado por Alemania todavía más que ahora. Aunque el FMI admitía que había que impedir que se inflara la burbuja de la deuda pública, estimaba que había que lograrlo sin perjuicio de mantener un mínimo de estímulos fiscales para evitar que las economías nacionales se quedaran paradas. Pero Alemania no estaba para concesiones, y los estímulos fiscales se cortaron en seco; más aún, fue como si se metiera la marcha atrás en la maquinaria económica. El FMI cedió, pero además su cesión, que podía haber sido puramente pragmática, incorporó ciertos aspectos de renuncia fundamental. Encargó a su teórico más brillante, Olivier Blachard, elaborar una justificación intelectual de la renuncia. Y lo que se le ocurrió a Blanchard fue decir que la crisis iniciada en 2007-2008, y cuyos efectos más profundos todavía padecemos, es sobre todo un problema de confianza. En otras palabras, los estímulos fiscales no son decisivos para la recuperación, o por lo menos no son el único medio de recuperar la confianza. Un medio incluso mejor, y ésta es la morrocotuda aportación de Blanchard, consiste en restaurar la confianza disminuyendo la incertidumbre en vez de incrementar la actividad a tontas y a locas, que es lo que vendrían a hacer los estímulos fiscales. Para reducir la incertidumbre, nada mejor que hacer más previsible la actuación de los gobiernos. Y para hacer más previsibles a los gobiernos, lo óptimo sería empezar por prohibirles gastar más de lo que ingresan. Ahí lo tienen ustedes; el FMI, con la doctrina Blanchard, venía a coincidir al 100 por 100 con la política alemana. Mejor imposible. El resultado lo tenemos a la vista.

Ahora el FMI empieza a sospechar que toda la charla ésa de restaurar la confianza reduciendo la incertidumbre por medio de hacer más previsibles a los gobiernos, es un camelo. Entiéndase bien; como dice Lagarde, todo eso habría estado bien para evitar que la economía mundial se hundiera más, pero no sirve para sacarla del agujero en que ya ha caído. Pero lo que Lagarde se calla es que eso de que con la doctrina Blanchard se ha evitado males mayores es muy relativo, porque a partir de este momento podría conducirnos a una situación mucho peor en unos años.

El peligro global ha sido enunciado entre líneas por la propia Lagarde. Veamos. Para que los países de la eurozona más endeudados o que se endeudaban más rápidamente (caso de España) detuvieran su «loca» carrera hacia el endeudamiento, la receta era simple: recortar gasto público, como fuera; flexibilizar el mercado de trabajo y, por el efecto combinado de ambas políticas, proceder a una devaluación interna. El gobierno Rajoy ha sido un alumno aventajado. Todos lo han reconocido en estas últimas semanas. ¡Qué bien! Ahora se puede volver a invertir en nuestro país; las reducciones salariales han devuelto competitividad a la producción española. Las exportaciones se están relanzando. ¿Dónde está el fallo? En términos macroeconómicos, sólo en el altísimo volumen de paro. Si no fuera por ese «pequeño» detalle, España en este momento sería perfecta. Desde luego, mucho mejor que Francia, que todavía no ha entendido de qué va la cosa, según juzgan los tecnócratas y algunos analistas financieros; los mercados parecen tenerlo menos claro, ya que la prima de riesgo de la deuda soberana de Francia se mantiene casi plana en torno a 62-64 puntos básicos, bien lejos de los 350 de la española. Pero la cuestión clave, según juzgan analistas y tecnócratas, es que España, con su mejorada competitividad, va a arrebatar cuota de mercado a sus competidores en los mercados comunitarios, por ejemplo, a Francia. En la actual recesión, el reparto del mercado comunitario es un juego de suma cero: lo que gana un país es lo que otro pierde. Cuando los mercados financieros, todavía no apercibidos, se den cuenta, la valoración de Francia empeorará, y lo hará rápidamente. Entonces las autoridades francesas caerán en la cuenta de que tienen que imitar las «buenas prácticas» de España. En otras palabras, procederán a su propia devaluación interna, para recuperar competitividad. Eso, a su vez, nos hará perder cuota de mercado a nosotros, que tendremos que volver a devaluar internamente. Y así, hasta que las devaluaciones internas de los países europeos empiecen a minar la competitividad de los países emergentes, que tendrán que devaluar a su vez, aunque no internamente sino manipulando el tipo de cambio, lo que es mucho más fácil. Una carrera así se llama de devaluaciones competitivas. La última conocida, en la década de los treinta, condujo directamente al hundimiento del comercio internacional, a la formación de bloques económicos antagónicos y a la segunda guerra mundial. O eso dictaminó la conferencia de Bretton Woods, en julio de 1944. Claro que lo hizo bajo la hipnótica influencia de John Maynard Keynes, que en esto como en todo lo demás podía estar diciendo tonterías.

No creo que los tecnócratas del FMI lleguen tan lejos. Lo que ahora parece preocuparles es que las devaluaciones competitivas van unidas a aumentos del desempleo. En su estrecha visión del mundo, un encadenamiento competitivo de devaluaciones internas en la eurozona sería adecuada si las economías estuvieran próximas al pleno empleo. Pero cuando el desempleo es tan elevado como aquí y ahora, si a Francia se le ocurre proceder a su propia devaluación interna, está claro que España no podrá afrontar una segunda. Y entonces, ¿qué? Lo que pasó en los años treinta en situaciones semejantes es un hecho no sujeto a interpretación. Los países que, por su adhesión al patrón-oro tenían que devaluar internamente, hartos de hacerlo, abandonaron dicho patrón para poder devaluar su moneda sin necesidad de mayor ajuste interno. Traducido al momento actual, eso significa salir del euro.

Así pues, lo que Lagarde viene a decir entre líneas es: ojo, que España ha hecho un gran sacrificio, y lo ha hecho muy bien; pero ese sacrificio no puede dilapidarse ahora. La forma de no dilapidarlo es impulsar el crecimiento. España tiene que tener la oportunidad de crecer porque crecen todos, sin entrar en una pelea a muerte por la competitividad con sus socios comunitarios. Como las cosas se planteen de otra manera, España a medio plazo está fuera del euro.

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