jueves. 28.03.2024

La naturaleza del prestigio

Pocos días después de la fundación de la Revista de Occidente en 1923, Azaña, que aun no había pronunciado su famoso discurso sobre la España...

Pocos días después de la fundación de la Revista de Occidente en 1923, Azaña, que aun no había pronunciado su famoso discurso sobre la España que había dejado de ser católica que le valdría para ser elegido entre los diputados de la II República Presidente del Gobierno, pero que su figura empezaba ya a tener un protagonismo indiscutible entre los aspirantes a renovar un régimen, el de la Restauración que, tras 1917 comenzaba a oler a pavesa con la dictadura del General Primo de Rivera, espetó a Ortega  que su pensamiento carecía de ideas y que estaba repleto de ocurrencias.

Aquel clima que pronto albergó el ambiente político entre políticos intelectuales e intelectuales metidos a políticos, no era más que un reflejo de una pulsión de protagonismo, esto es, un deseo frenético de vanidad sobre lo que cada uno quería ser en aquella nueva democracia que pronto se construiría.

Proclamado el régimen republicano, la dinámica del fuego cruzado, entre comillas, no paró y hacer política en cualquier caso, consistía en el ejercicio de la oratoria o del debate prestigioso y la contienda estribaba en el fondo, sobre quién de los dos tenía para los demás, o encarnaba para sí, lo mejor de aquel régimen democrático celebrado por todos de mil maneras. Célebres son los discursos y la interpelación que ambos mantuvieron a propósito del Estatuto de Cataluña. Sin solución de continuidad, en cada debate, en cada proyecto, en cada ley, en cada decisión política, la prensa y la radio se hacían eco de la espoleta a la que pronto se unieron otros intelectuales como Unamuno, Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Miguel Maura, Araquistain e incluso, Gregorio Marañón. De todas formas, la diferencia era notable porque aunque en la prensa socialista o republicana como El País, e incluso la Liberal como El Sol o El liberal, abundaban las descalificaciones groseras de más o menos estilo, la técnica consistía en que el debate parlamentario, esto es, el público, se forjaba a través de la dialéctica entendida como formulación empírica de argumentos, siempre, claro está, teniendo en cuenta que la discusión política no era, no podía ser, algo que partiera de un hecho comprobable científicamente. En cualquier caso, todos los discursos de aquellos políticos (así han quedado registrados en el diario de sesiones) eran magníficas piezas de oratoria, y en la práctica suponían una escalada de cimentación política de las ideologías, impermeables; esto es, lo que remitía a su continua re-elaboración paradigmática. El resultado final del régimen republicano interrumpido por las armas condujo a Ortega a sobrevivir sin vida en su patria, siempre denostado, y Azaña pereció, pero ambos son reconocidos en sus justas intenciones: el primero pretendía vitalizar la política y el segundo politizar la vida. El prestigio pues, aquí, es una cuestión de afán, en cuanto a triunfo de los propósitos que ambos albergaban para sí y, también, por supuesto, para los demás. Las ideas de ambos y, también sus proyectos vívidos son, hoy, ampliamente difundidos, estudiados y analizados. Y  esto obedece a que fueron capaces de pensar creativamente su vida: Azaña y Ortega han sido dos hombres célebres cuyo éxito se ha basado en conformarse como claves de su tiempo existencial.

Ahora, sin embargo, se puede ser prestigioso sin ser triunfador, pero también, se puede alcanzar el triunfo sin pretender tener prestigio. Ejemplos de ambos los encontramos a mansalva en la vida pública en múltiples aspectos: en la política, en la medicina, en la música, en la historia, en la religión, en el deporte, etc.  El prestigio sin corona supone que  aun no se ha tenido un reconocimiento social de un esfuerzo  en el terreno personal o profesional. Se puede ser un estupendo abogado y suspender sistemáticamente las oposiciones y, sin embargo, ser admirado. Y al contrario, se puede ser un perfecto estúpido, y alcanzar el laurel de la fama  por la utilidad eficaz del papel en la vida ante los demás. Claro, es distinto entonces tener deseos de triunfar que mantener un prestigio. El logro puede ser (no siempre), relativamente efímero y más en una cultura capitalista de masas que esclaviza al ser humano y tiende al hedonismo. Está claro que se dan casos de personas que no han dado un palo al agua en su vida y son invitados a todos los saraos pero lo normal es que el triunfo dure lo que un azucarillo en una taza de té: cuando se acaba la fiesta, todo vuelve a su lugar. El triunfo acaba así siendo absorbido por la mediocridad de quién pretende propalarlo y nunca es reconocido a distintas escalas e ideologías: es decir, no tiene una naturaleza objetiva, sino que es esporádico e irracional. En este sentido,  nadie pone en duda, por ejemplo, el prestigio y la carrera exitosa de Francisco Tomás y Valiente, nadie cuestiona la valía política de Felipe González o de Adolfo Suárez, el valor intelectual de Eric Hobsbawm, Tony Judt, o el mérito y el trabajo de Genma Mengüal,  de Alberto Contador o de Fernando Alonso.  Por lo tanto, el logro, es solo el paso imprescindible para conseguir algún tipo de reconocimiento social duradero y estable. Reconocimiento de capacidad, de mérito, de esfuerzo, de trabajo, de inteligencia, de cualidad, lo cual implica, ser siempre evaluado.

Resulta necesario tener en cuenta las soberanías profesionales de las sociedades democráticas. Solo así, se puede distinguir lo peor de lo mejor, y lo peor de lo malo,  conforme al plan que el centenario Francisco Ayala expresó para transcurrir sus últimos días: Dejar que los demás destaquen las ideas puesto que “he incorporado muchas cosas nuevas pero no quiero destacar ninguna porque sería privilegiar una sola ocurrencia mía, y mis demás ocurrencias podrían ofenderse”.  Para Ayala, a lo largo de su vida y  también cuando cumplió 100 años, su suerte solo podía consistir en  seguir aspirando a ser sincero. 

La naturaleza del prestigio