viernes. 29.03.2024

La envenenada herencia recibida

Cada vez me parece más evidente que la transición fue una gran estafa, no en el momento que se produjo -tal vez no había otra opción dada la correlación de fuerzas, aunque los últimos estudios historiográficos afirman que se podría haber ido mucho más lejos porque el régimen estaba mucho más descompuesto de lo que se creía-, sino al prolongarla después del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.

Cada vez me parece más evidente que la transición fue una gran estafa, no en el momento que se produjo -tal vez no había otra opción dada la correlación de fuerzas, aunque los últimos estudios historiográficos afirman que se podría haber ido mucho más lejos porque el régimen estaba mucho más descompuesto de lo que se creía-, sino al prolongarla después del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.

Tras la victoria de Felipe González se tuvo que haber roto con cualquier vestigio de la dictadura, reparar a todos aquellos que defendieron la Constitución de 1931 de la ofensiva nazi-fascista, expulsar a los miembros más extremistas de la Administración y los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, denunciar el concordato con la Iglesia Católica, implantar un sistema de enseñanza público y laico y declarar ilegales a los partidos que no condenasen el franquismo. No se hizo, y hoy los hijos de Franco no sólo dominan el poder político, económico y mediático, sino que también han impuesto mayoritariamente su moral inmoral y su patética cazurrería. Si se repasan uno a uno los nombres de los actuales ministros, secretarios de Estado, directores generales, banqueros, industriales, sean castellanos o catalanes, se puede comprobar sin ningún género de dudas que un porcentaje muy alto de ellos tuvieron una relación estupenda con aquel régimen que destrozó tantas vidas e hipotecó al país para mucho tiempo. Mientras eso siga siendo así, mientras en el seno de la democracia española siga instalado un cuerpo que le es esencialmente dañino, ajeno, extraño, mientras sigamos consintiendo que los modos y costumbres de aquel régimen sigan vigentes, estaremos varados, incluso si hay crecimiento económico, da igual, nuestro crecimiento ético será nulo.

Con ser muy grande, el grado de corrupción actual no es el mismo que había en el franquismo ya que todo él era corrupto, pero ha ido creciendo paulatinamente desde que el Partido Popular fue alcanzando más cotas de poder por más tiempo y desde que el Partido Socialista comenzó a olvidarse de su razón de ser. También, y no es ningún dislate, gracias a la sangrienta presencia de ETA en nuestro devenir político, hecho este que merecerá unas letras aparte porque además de dejar cientos de muertos, la organización terrorista contribuyó sobremanera a resucitar a lo peor de nuestra derecha, que es la que hoy manda. Quizá esa haya sido su única y lamentable aportación.

No es el nivel de corrupción lo que de verdad mina nuestra democracia, lastra nuestra economía y envenena nuestra convivencia, porque la convivencia normal no se basa en el silencio, el acatamiento, la indolencia o la renuncia a la participación activa en los asuntos de la polis. No, con ser gravísimo lo que pasa, todavía lo es mucho más lo que no pasa. Nadie, salvo que sea muy ingenuo, puede pensar que todo el mundo es bueno, serio, honrado y cabal. En las sociedades hay personas para todos los gustos, aunque la obligación de los poderes públicos democráticos es dotarse de medios suficientes para educar ciudadanos conscientes de sus derechos y de sus deberes, entre otros el de no votar a delincuentes ni a partidos que informan su ideología fundamental en lo peor de nuestro pasado reciente, y también, cómo no, de armarse con los instrumentos necesarios para que quien soborne, prevarique, coheche, malverse, dilapide o utilice la representación del pueblo para provecho personal, familiar o amical, sea inmediatamente castigado de modo ejemplarizante por las leyes. Y eso es lo que no pasa, lo que no ocurre, lo que no sucede. Leyes existen, creo que somos uno de los países con más leyes del mundo, las hay de todos los gustos y colores, pero en su parte penal sólo se aplican a quienes no ostentan poder de ningún tipo, de tal modo que son necesarios nueve años para juzgar a un presunto corrupto como Carlos Fabra –por citar un nombre entre mil- y días para sentenciar a un delincuente sin “pedigrí”. Falla por tanto, y lo hace de forma estrepitosa, el sistema de garantías democráticas, fallan quienes tienen que aplicar las leyes, quienes tienen que demostrar con su trabajo que todos somos iguales ante ellas independientemente de nuestro origen, color, nacionalidad o el tamaño de la cuenta corriente. Falla, en esencia, la democracia porque está contaminada de franquismo.

Para entender lo que está ocurriendo con la impunidad de los llamados “delicuentes de cuello blanco” –para mí mucho más delincuentes que los otros-, creo que hay que adentrarse en lo que siente un franquista cuando está en un puesto de mando. Durante los mandatos de Felipe González varios ministros, incluso un vicepresidente del Gobierno, fueron acusados de corrupción. Dimitieron. Fueron juzgados, unos condenados –los menos-, otros absueltos. Lo normal. Ahora sucede que no dimite nadie, que nadie se siente responsable de lo que pasa, que nadie conoce a nadie, ni siquiera a las personas con las que se comparte lecho y techo, que dentro de muy poco el caso Bárcenas habrá sido una anécdota gracias a pactos secretos y favores recibidos y por recibir, que dónde dije digo digo diego y lo que sea menester, que ustedes vosotros nos os enteráis porque no sabéis como se anda por aquí: ¡¡Qué no estáis viajados, leñe!!. Y es que el franquista en el poder piensa que como a sus padres y sus abuelos nunca les pasó nada, “facieron” y “desfacieron” como si el país fuese un cortijo, a ellos tampoco les va a ocurrir nada. Y están en lo cierto, porque aunque hay muchos, muchísimos funcionarios, policías y jueces honrados y demócratas, también los hay del antiguo régimen, siempre dispuestos a encontrar defectos de forma, prevaricadores porque interpretan la ley para aplicarla con justeza o prescripciones para los delitos más taimados, es decir individuos de otro tiempo infiltrados en las instituciones democráticas para hacer que las garantías judiciales propias de ese régimen se apliquen con celo extremo sólo a los compadres.

Se ha dicho y se dice que la corrupción parte de la financiación de los partidos. Sí, una parte sí, los partidos no tenían ninguna tradición en España después de cuarenta años de dictadura y es cierto que buscaron formas de financiación al margen de la ley al carecer de militantes que cotizaran los suficiente para su normal desenvolvimiento. Sin embargo, se habla mucho menos de que la mayor parte del dinero procedente de la corrupción ha ido a parar a particulares para su propio provecho y disfrute, para su enriquecimiento y el de los suyos. Y todavía mucho menos de que la verdadera raíz de la corrupción que nos asola no está en la financiación de los partidos, sino en las concesiones, externalizaciones y privatizaciones, en las contratas y subcontratas. Es ahí dónde están los huevos de las serpientes, dónde se mueven millones y millones porque al fin y al cabo, el mayor botín que ahora mismo existe en España no es Don Emilio, sino los servicios públicos esenciales, desde las infraestructuras hasta las pensiones, un tesoro de más de doscientos mil millones de euros a punto de ser “desamortizado”. Y es que a la moral franquista se ha unido la de los globalizadores del mal y ambas coinciden en que la democracia les habilita para apropiarse del patrimonio construido entre todos y para hacer mangas y capirotes no ya de los derechos constitucionales que a todos nos asisten, sino de los derechos humanos fundamentales. Sin embargo, en esto si se ven “brotes verdes” en vísperas de la primavera: Ada Colau y sus compañeros de viaje están marcando el camino de la regeneración democrática. Viajeros, al tren.

La envenenada herencia recibida