jueves. 28.03.2024

Reflexiones sobre nacionalismo, nostalgia histórica y la imaginación de España

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Hace unos años, un empresario ultraderechista y excéntrico que muy pocos podrían haber imaginado nunca en la Casa Blanca ganó las elecciones a la presidencia de EEUU, y lo hizo asegurando que haría grande a América otra vez. Lo cierto es que los debates nunca se centraron demasiado por aquél entonces en cuál era esa gran América a la que deseaba volver, y tampoco parecía que sus votantes estuvieran demasiado interesados en saber de ella, sin embargo la idea les convencía, funcionaba. Los votantes de Trump, por alguna razón, encontraron en una idea abstracta y difusa de pasado una cierta dosis de seguridad frente a las incertidumbres del momento y le hicieron presidente. Hillary Clinton en un patriotero intento de enfrentarse a ese discurso aseguró que “América siempre había sido grande”, y el desenlace final todos lo conocemos. La moraleja de esta historia probablemente fuera que en el pasado, en la abstracta nostalgia histórica, aunque vacía o carente de una referencia real o sólida existe una poderosa arma política. Trump encontró, a lo mejor de casualidad, un discurso que apelaba a un miedo profundo y real, uno sumergido en la compleja realidad de la cambiante sociedad americana para la que “Make America Great Again” significaba algo.

Hace unos meses, un partido de ultraderecha que hasta hace no mucho pocos tomaban en serio llegó a la esfera política española reivindicando una idea parecida, una idea encarnada en un llamado a la “Reconquista”. La Reconquista a la que este partido apelaba no tenía tanto que ver con las guerras comenzadas hace casi 1000 años entre las distintas dinastías de Al Ándalus y los cristianos peninsulares sino más bien con una reimaginación de este conflicto en clave actual, es decir, algo no muy distinto de lo que Trump pretendió. Vox utilizaba una imaginación del pasado no muy definida, o no ajustada en absoluto al momento histórico actual, para apelar a un sentimiento, a un miedo latente entre una cierta parte de nuestra población. Pocos elementos son tan importantes en política como lo emocional y si bien los discursos de la ultraderecha no son excesivamente complejos o racionales sí que encuentran a menudo fórmulas emocionales que funcionan.

No es difícil, en cierto modo, imaginar qué hay en esa nostalgia histórica para que tantas personas encuentren en ella un refugio, un asidero ante sus miedos. Si miramos hacia atrás podemos ver que la velocidad a la que las sociedades posmodernas cambian es cada vez más rápida, y que nuestras vidas son profundamente distintas de hace unos años, nunca en definitiva hubo brecha generacional tan inmensa entre las vidas que un nieto y su abuelo vivieron. Esto no es probablemente por sí solo suficiente para condicionar de tal manera el tablero político global, pero quizás tenga algo que ver entendido en el complejo escenario de la globalización neoliberal y la liquidez que la caracteriza. El mundo que nos toca es un lugar hecho de incertidumbre, un lugar donde las certezas vitales que solíamos conocer se diluyen, donde los grandes relatos del pasado pierden su protagonismo, un mundo además salvajemente individualista, vertiginoso, donde lo tradicional es diluido por lo global, y donde la cultura de masas, la omnipresente sociedad del consumo coloniza nuestro entretenimiento, nuestras mentes, nuestras utopías, nuestra vida. En definitiva describimos un mundo donde uno a veces apenas se reconoce, apenas se encuentra, donde el pasado, aunque abstracto o difuso puede parecer tentador.

Vox conserva en esencia, en lo económico, un programa neoliberal y si apela a los trabajadores lo hace con referencias a lo simbólico y con un nacionalismo exacerbado que es también un asidero para la incertidumbre del momento

Pero este mundo es también, y sobre todo, un lugar donde lo neoliberal es antesala de una profunda incapacidad para encontrar los fundamentos materiales de una vida digna, y crisis tras crisis las clases trabajadoras desesperan. Este es un factor de gran importancia en el éxito de figuras como Trump, Salvini o Le Pen que obtuvieron el apoyo de grandes masas trabajadoras, esos que a veces se conoce como “perdedores de la globalización”, aunque no en el de España donde el fenómeno tiene características propias. Vox conserva en esencia, en lo económico, un programa neoliberal y si apela a los trabajadores lo hace con referencias a lo simbólico y con un nacionalismo exacerbado que es también un asidero para la incertidumbre del momento. España se imagina en su discurso como una idea casi atemporal, como parte de un preciado pasado que ha de ser salvado de la inseguridad de nuestro tiempo y de sus enemigos internos y externos, la llamada “anti España”, esa que encarnan el separatismo, la izquierda y la inmigración. Pero ¿por qué? ¿Por qué el nacionalismo es para mucha gente ese lugar conocido, ese refugio ante la liquidez de un presente incierto? ¿Cuál es esa fuerza motriz del nacionalismo que tan fácilmente parece sobreponerse a los agrupadores de clase? Esta parece una de las más acuciantes preguntas que la izquierda debe hacerse en nuestros días.

Benedict Anderson hace unas reflexiones muy interesantes en su clásica obra Comunidades Imaginadas en referencia al surgimiento de las naciones modernas. Este autor plantea que si bien los imaginarios religiosos y nacionalistas se han preocupado tradicionalmente de la muerte y la inmortalidad a través de la continuidad, el pensamiento secular racionalista (liberalismo, marxismo...) suele carecer de respuestas para estas cuestiones. En este sentido la fuerza de la religión ha resistido históricamente gracias a su capacidad de generar sentido frente a la fatalidad material (el sufrimiento, la enfermedad, la muerte). Sin embargo, con la ilustración comienza el declive de los modos de pensamiento religioso, y se expone por tanto también lo arbitrario del sufrimiento y la fatalidad, se da lugar a una “moderna oscuridad”, a un tiempo que, en palabras del autor, requiere una “transformación secular de la fatalidad en continuidad, de la contingencia en significado”, y la moderna idea de nación es idónea para este tiempo. Las naciones modernas nacen por tanto ligadas a imaginarios de continuidad y eternidad, “presumen de un pasado inmemorial y miran a un futuro ilimitado” y este es quizás su más poderoso atractivo, “convertir el azar en destino”. En definitiva ofrecen un sentido que trasciende lo político o lo identitario.

Las reflexiones de este clásico estudio sobre el nacionalismo, aunque son complejas, y no tratan explícitamente el tema que nos ocupa pueden resultar muy interesantes para la comprensión del presente, y creo que analizar el nacionalismo en relación con imaginarios religiosos (salvando las distancias), puede aportar luz sobre algunas de las cuestiones que se nos escapan. Intentar comprender este fenómeno a través de interpretaciones políticas es necesario, pero a veces deja fuera de la ecuación el hecho de que el imaginario nacionalista es capaz de generar sentido emocional y ritual, aparece como un fin en sí mismo, y como tal es muy difícil de racionalizar, más si cabe en un momento como este, uno de esos peligrosos equilibrios descritos por Gramsci en los que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Un momento en definitiva en el que la incertidumbre es la condición definitoria del presente por excelencia.

El nacionalismo ofrece una épica que sugiere que eres parte de algo mayor que un presente incomprendido, te hace parte de una idea inmemorial que atraviesa la historia para rescatarte del individualismo y la incertidumbre del momento

Lo nuevo se puede llamar posmodernidad, sociedad líquida, Antropoceno, o de alguna otra manera, pero es en cualquier caso un tiempo de gigantesca incertidumbre irresuelta. Un momento individualista en exceso donde se cumplen los tempranos presagios de Frankfurt, la razón humana y su ensueño de progreso derivados en una asfixiante racionalidad instrumental al servicio del capital. Un momento dueño de su propia “oscuridad posmoderna”, en el que la ciencia puede contestar casi todo, pero donde sin embargo a veces es inevitable una sensación de simulación y absurdidad, donde cuesta encontrar fundamentos para la realización vital, cuesta encontrar sentido ante la fatalidad material, ante la incertidumbre del presente, cuesta en definitiva encontrar respuestas para preguntas que quizás no sabes formular, pero que de alguna manera necesitas afrontar. Y quizás no necesitas en realidad una respuesta cierta o veraz, sino un sentido en el que refugiarte. El nacionalismo ofrece una épica que sugiere que eres parte de algo mayor que un presente incomprendido, te hace parte de una idea inmemorial que atraviesa la historia para rescatarte del individualismo y la incertidumbre del momento, ofrece sentido, catarsis, pero además da forma política a esta incertidumbre, te ofrece un rol en la épica defensa de aquello que te refugia, y lo reconstruye contra otros.

No obstante, las primeras líneas de este texto hablaban de la ultraderecha, mientras que Anderson analiza el nacimiento de las naciones modernas. Es necesario, en este sentido, dedicar algunas líneas a este debate en el que se enfrentan aquellos que plantean que el nacionalismo es común, en mayor o menor medida, a todos los ciudadanos de una nación, y aquellos que lo circunscriben únicamente a movimientos separatistas o de extrema derecha. Es evidente que existen grados a la hora de utilizar los imaginarios nacionalistas en política, así como existen nacionalismos más abiertos y plurales y otros más exclusivos, generalmente aquellos definidos en términos étnicos y raciales. Es evidente también que los imaginarios nacionales son particulares en cada caso y están sujetos a circunstancias históricas y políticas concretas, véase el caso de España donde el imaginario patrio es propiedad casi exclusiva de la derecha, o en contraste los nacionalismos latinoamericanos, donde se ha conseguido desarrollar un nacionalismo de clase capaz de encarnar a los oprimidos en la patria. Sin embargo en última instancia, pese a estas diferencias, la característica fundamental de los estado-nación modernos y de aquellos que aspiran a construirlos es la pretensión de homogeneizar a sus ciudadanos en torno a un imaginario nacional común, por tanto este imaginario puede variar su condición o su exclusividad, pero todos los ciudadanos son, en mayor o menor medida, hijos de alguna clase de nacionalismo.

Anderson defiende la idea de que las naciones no son ni mucho menos inmemoriales sino que las primeras nacen con la modernidad, plantea que el mundo previo a su aparición es un mundo donde la identidad se moldea y percibe en relación con imaginarios religiosos y donde la cosmovisión de estas comunidades religiosas se construye sobre textos y lenguas sagradas como el latín o árabe clásico (incluso aunque muchos de sus miembros las desconocieran). Asimismo la estructura de los reinos dinásticos no concibe la soberanía milimétrica que conocemos hoy en día, sino una soberanía porosa, cambiante, relativa a los centros de poder, y donde no existían ciudadanos, sino súbditos de un poder supremo justificado en lo divino. Las estructuras políticas se extendían además generalmente a través de políticas sexuales integrando diversas realidades étnico-culturales bajo enormes imperios dinásticos. Anderson llega a plantear que el declive del pensamiento religioso, sumado a avances tecnológicos y científicos entre los que destaca la imprenta, transforman la cosmovisión humana permitiendo por primera vez una determinada concepción de la simultaneidad que permite “imaginar la nación”. Describe este proceso como una “nueva forma de unión de la comunidad, el poder y el tiempo, dotada de sentido”.

Lo que quizás nos sea más interesante de las líneas de este autor es la idea de que las naciones nacen con la modernidad, pero que al mismo tiempo necesitan imaginarse a sí mismas como eternas e inmemoriales. ¿Pero qué quiere decir que las naciones nacen? Aunque esta idea quizás nos parezca extraña, las primeras naciones modernas nacen a finales del S.XVIII, proceso que da lugar a un punto de inflexión trascendental en la historia humana. Si nos resulta extraño concebir tal cosa es por que la moderna idea de nación es el constructo identitario más complejo y poderoso que el ser humano probablemente ha conocido nunca, un imaginario colectivo que trasciende sin duda la expresión de una cultura, historia, y territorialidad comunes, y se convierte en un relato imbuido de sentido ritual y emocional, casi metafísico podría decirse en casos extremos como el fascismo. El nacionalismo moderno se convierte para las sociedades humanas en un prisma político a través del cual comprender y organizar desde pequeños la vida social, el orden global, a través del cual se reconfigura la imaginación de lo histórico, y a través del cual se persigue la homogeneización cultural e identitaria de los antiguos estados, que pasan a ser Estados-nación. Sustituye en definitiva en muchos sentidos a la religión como el relato sobre el que se configura nuestra comprensión del mundo.

El caso de España es ciertamente particular por que se construye como nación sobre uno de los estados más antiguos del mundo. Este argumento es frecuentemente utilizado por la derecha para hablar de una nación milenaria, idea que aparte de reflejar la simbiosis entre el nacionalismo y los imaginarios de eternidad abre un debate interesante, ¿cuando nace España? Podríamos decir que el momento en el que España comienza a unificarse como realidad política, territorial, y cultural con una idea de nación moderna es entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, siendo probablemente las guerras napoleónicas, el primer gran despertar nacionalista. Tras este, conceptos como soberanía, ciudadanía, nación, o patria, van cobrando progresivamente relevancia para el pueblo. Es difícil imaginar un relato identitario y emocional remotamente parecido al de una nación antes de entonces, en un mundo gobernado por el pensamiento religioso, donde el pueblo se relacionaba con lo político a través del vasallaje y la servidumbre, y donde una gran mayoría de la masa social vivía en culturas y realidades locales y aisladas.

La idea moderna de España como Estado-nación recoge una serie de herencias políticas, culturales, lingüísticas y territoriales 

Es evidente, no obstante, que la idea moderna de España como Estado-nación recoge una serie de herencias políticas, culturales, lingüísticas, territoriales etc, también es obvio que dentro de sus límites geográficos se desarrollan otras realidades nacional-identitarias, pero esto no significa que en estas herencias podamos encontrar mil años atrás la existencia de España, ni de ninguna otra nación, pues esto supone simplificar grotescamente un complejo proceso para perjuicio de una mirada objetiva y honesta de la historia. Lo más interesante de esto quizás sea apreciar que el imaginario nacionalista necesita reimaginar lo histórico como algo monolítico y atemporal en busca de una especie de confirmación. Esa es quizás la “magia” del relato nacionalista a la que Anderson alude, su capacidad de generar sentido atravesando la historia para ligar a los vivos con los muertos, el poder de la continuidad ante la incertidumbre. Se trata de un imaginario muy poderoso para la política.

Por tanto, ¿cuándo nace España? No es por supuesto posible contestar a esta pregunta, pues las posibles respuestas son miles. ¿España nace con los celtas y los íberos?, ¿con los romanos?, ¿España nace con la invasión visigoda?, ¿con la invasión bereber?, ¿con los Reyes Católicos?, ¿con las guerras napoleónicas? Si queremos buscar raíces, religiosas, culturales, étnicas o territoriales, quizás nos valga alguna de estas respuestas, pero lo cierto es que ninguna de ellas es en realidad del todo válida, pues la idea de España que compartimos, la misma que queremos encontrar en aquel pasado, es una construcción moderna que trasciende estas raíces. Lo que tratamos de hacer en cambio es situar una idea actual en un momento pasado llevarla a alguna parte para dar sentido a un relato identitario y emocional profundamente interiorizado.

El pasado 12 de octubre Pablo Casado decía que la hispanidad y la llegada de los españoles a América fue la etapa más importante de la historia de la humanidad, aseguraba que “nunca antes en la historia se había conseguido trasladar de esa manera la historia, la cultura, la religión...” hablaba Casado también de una “nación milenaria” y hacía otras polémicas declaraciones. No entraré a valorar la veracidad de las afirmaciones, diré sin embargo que Casado eligió al detalle estas palabras pues entregaba a mucha gente algo que deseaban escuchar. Casado además vendía una idea inmortal y épica de España, situaba el estadio final de una compleja construcción política e identitaria, una vez reinterpretada por la derecha, mil años atrás, como una especie de catarsis emocional, histórica y patriótica. Casado apelaba, a través de una enrevesada interpretación de lo histórico, a un sentimiento real que mucha gente reconocía como suyo, y lo hacían por que al final prácticamente todos somos, en mayor o menor medida, hijos de una serie de imaginarios nacionalistas, y del sentido emocional y ritual implícito a ellos. Casado no necesitaba comprobar nada, tampoco quería hacerlo, Casado quería creer sus palabras, y además sabía que estas funcionaban.


Anderson, B.(1993) Comunidades Imaginadas, Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo(Eduardo L. Suárez, trad). México: Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1983).

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