sábado. 20.04.2024

Miércoles de bochorno

pleno
Imagen de la entrada al Pleno del Congreso este miércoles pasado.

¿A quién beneficia este encanallamiento progresivo de la vida política y la comunicación públicas? Sin demasiados prejuicios, podría relacionarse sin duda con la deslegitimación del nuevo Gobierno y la competencia en la derecha en particular

El insulto no es nuevo en política. Tampoco lo son las dificultades para mantenerlo como un hecho excepcional o marginal, al objeto que no contamine, degrade o sustituya al debate político. Sin embargo, en estos últimos días, da la impresión de que el insulto y el gesto ofensivo han logrado un protagonismo desproporcionado. También ha tenido eco ampliado en los titulares y editoriales de los medios de comunicación, es verdad que con distinta intensidad en función de su orientación editorial.

El diputado Rufián, los frívolos calificativos de golpistas, fascistas o de hooligans, las llamadas al orden y la expulsión por parte de la presidenta, y como colofón el ademán o el escupitajo ofensivo resumen el control al Gobierno en lo que ya podríamos denominar “miércoles de bochorno”.

Sesión de control que se producía en un contexto de gran interés, tras los reparos de la UE al proyecto presupuestario, las consecuencias del Brexit para Gibraltar, el fiasco de la negociación sobre el CGPJ y de las especulaciones desde el propio Ejecutivo sobre un posible adelanto electoral. Nada más y nada menos.

Pero escandalizarme sería hipocresía, sobre todo cuando uno mismo ha vivido o participado en situaciones similares, no solo en momentos críticos. Recuérdense los insultos recibidos y emitidos en los correspondientes debates sobre el atentado del 11M, la guerra de Iraq, la ilegalización de Batasuna… pero también en debates y confrontaciones menores, hasta el punto de que ya hay verdaderos especialistas desde la bancada, e incluso ahora desde las portavocías parlamentarias.

El insulto es una actitud tan vieja como la humanidad, la palabra y la política. Es cierto que rechazada de palabra por todos, aunque también justificada de obra en los denominados momentos concretos por motivos de oportunidad.

Hasta el propio Cicerón, en la época clásica, utilizó el insulto en cadena en sus conocidas filípicas para demoler la imagen de Marco Antonio: “vergüenza humana andante degradada por el envilecimiento, profanador de la honestidad y la virtud, campeón de todos los vicios, el más estúpido de los mortales, prostituto de moral corrompida, experto en actos de bajeza e infamia, borracho disoluto”. Eso sí, los insultos los justificaba Cicerón en la defensa de la república y con el objetivo de conjurar al tirano. El fin justificaba los medios.

En condiciones 'normales' se consideraba entonces y se considera hoy el insulto como un acto reprobable en sí mismo que degrada la convivencia. Aún más reprobable en política: el terreno privilegiado de la dialéctica y la deliberación hoy embarrado por el insulto. Se coincide también en que el insulto califica o descalifica más al que lo utiliza que a quien lo recibe, pues oculta la debilidad argumental y sustituye el argumento por la irracionalidad. Ni el sentimentalismo ni la emotividad, tan reivindicados frente a la fría razón política, lo justifican. Muy al contrario, el insulto representa el fracaso de ambas: de la pasión y la razón políticas.

¿Cual es la razón de su abusiva generalización, ya que solo tendría a su favor una estrategia o interés por ocultar tras la estridencia y la ofensa los problemas y los debates políticos de fondo? También para que con la ofensa de los argumentos 'ad hominem' sean imposibles el diálogo y la negociación transversales entre diferentes. Una interrupción abrupta de lo más genuino de la política y ahora imprescindible con una representación tan pluralista.

Tampoco bastaría con la explicación del momento populista y de las redes sociales de los trolls y las fake news, de la agitación y las mentiras como norma del debate público y su repercusión en la nueva política.

El problema actual es, además de la generalización, e incluso la pésima calidad del insulto, que éste corre en paralelo con la agitación sectaria y la moralina hipócrita para demonizar al adversario como enemigo.

Pero la cuestión es: ¿a quién beneficia este encanallamiento progresivo de la vida política y la comunicación públicas? Sin demasiados prejuicios, podría relacionarse sin duda con la deslegitimación del nuevo Gobierno y la competencia en la derecha en particular. En definitiva, con el clima preelectoral.

Ahora queda por saber si hay voluntad de pararlo o reducir la escalada del insulto en defensa de la convivencia y de la buena política, o por el contrario de ir incrementando los insultos y la polarización hasta la próxima y previsiblemente tóxica campaña electoral.

Miércoles de bochorno