martes. 19.03.2024

¿Trump contra la globalización?

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Trump no sólo pretende congraciarse con esa pequeña y publicitada elite del 1%

Tras las amenazas de su campaña electoral, Trump deja de amagar y comienza a precisar el contenido y alcance de las murallas proteccionistas contra la inmigración y las importaciones con las que pretende recuperar posiciones perdidas y reforzar la hegemonía estadounidense. Según la plana y reaccionaria concepción que Trump y sus más directos asesores demuestran acerca de los mercados globales y las relaciones internacionales, una mayor protección del mercado, las empresas y la propiedad intelectual estadounidenses es posible mediante una simple exhibición de su voluntad de aplicar unilateralmente la fuerza.

Las autoridades estadounidenses no tratan tanto de frenar la globalización neoliberal iniciada en los años ochenta, de la que EEUU ha sido su principal impulsor y gran beneficiario, como de revertir procesos y frenar a competidores que están perjudicando gravemente a sectores claves de la economía estadounidense. Trump no sólo pretende congraciarse con esa pequeña y publicitada elite del 1%, representa de hecho a una parte notable de los grandes grupos empresariales estadounidenses que necesitan la globalización y requieren más globalización para disponer de grandes mercados, seguir expandiendo sus cadenas de valor, aprovechando las ventajas que ofrece la división internacional del trabajo y las diferentes especializaciones productivas, y deslocalizar en países de bajos salarios las tareas más intensivas en trabajo y materiales. Trump ha conseguido también un apoyo electoral, que trata de reforzar, de sectores sociales conservadores que sienten amenazada su identidad religiosa, sexual, racial o nacional y de una parte notable de las clases trabajadoras perjudicadas por la hiperglobalización productiva, financiera y digital sin restricciones, reglas o mecanismo de compensación para los sectores sociales y económicos que sufren directa, duradera y gravemente sus impactos.

Un liderazgo fuerte, sustentado en la fuerza militar y encarnado en un presidente estrambótico e incontrolable que parece dispuesto a imponer su voluntad y los intereses de la gran potencia

El proyecto político que lidera Trump pretende sumar los contradictorios intereses de las grandes empresas transnacionales y el gran capital financiero y digital que requieren más globalización con las necesidades de los sectores empobrecidos de las clases trabajadoras y del capital nacional necesitado de mayor protección frente a la competencia de China y demás países emergentes de bajos salarios. Para que ese proyecto de amalgamar intereses tan contradictorios cuente con un horizonte político que pueda ser apoyado por la mayoría social y aparente una mínima compatibilidad de sus muy diferentes componentes necesita ser revestido de un populismo de derechas xenófobo que le proporcione cierta coherencia y haga creíbles sus amenazas a socios, vecinos y competidores. Y para ello nada mejor que, pese a los riesgos que conlleva, un liderazgo fuerte, sustentado en la fuerza militar y encarnado en un presidente estrambótico e incontrolable que parece dispuesto a imponer, si fuera necesario, su voluntad y los intereses de la gran potencia.  

Trump fue elegido presidente de EEUU, entre otras cosas, para evitar que la globalización siga deteriorando posiciones claves en la producción, las finanzas y las nuevas tecnologías de la economía estadounidense y acabe poniendo en peligro la hegemonía mundial de EEUU. Ahora cumple con sus promesas electorales. América y los americanos son lo primero. Como antes y como siempre. La diferencia está en remarcarlo tanto y en la voluntad de imposición, pensando que las amenazas serán suficientes y que no hará falta embarcarse en una guerra comercial abierta para ganarla. Trump, buena parte de los poderes que le auparon a la Casa Blanca y muchos de sus votantes piensan que la globalización debe ser reconducida, mediante la imposición unilateral de medidas y la amenaza de utilizar todo su poder en caso necesario, para hacerla compatible con ciertos niveles de proteccionismo que permitan defender los intereses imperiales de EEUU y, de paso, los intereses particulares de algunos sectores que tratan de hacer pasar por intereses nacionales.

La reacción frente a la actual globalización que encabeza Trump no es un fenómeno aislado en el panorama de los países más desarrollados, existe también un amplio descontento social en Europa que se manifiesta de múltiples formas, aunque mayoritariamente no distan en demasía de los contenidos y manifestaciones políticas que se han visto en EEUU. Está en juego el futuro de la globalización, no tanto su continuidad como la pugna descarnada de diferentes proyectos para su reconversión y las dificultades para llevarla a cabo.

Reacciones políticas y sociales contra la globalización

En el caso de EEUU, los daños asociados a la globalización y la consiguiente reacción de los sectores que, con razón o sin ella, se han sentido perjudicados por sus impactos o esperan beneficios de las medidas encaminadas a reconducirla para evitar el declive estadounidense llevaron a Trump a la Casa Blanca. Resulta curioso y paradójico que el presidente de la gran potencia que, hasta ahora, parecía la principal beneficiaria de un orden económico mundial ultraliberal parezca hoy el principal enemigo de la globalización y de los organismos creados para promoverla. Así es como los intentos de Trump y su gobierno de devolver a EEUU los empleos, empresas, actividades económicas y tecnología que les han sido arrebatados, según su entender, con malas artes y peores intenciones por sus rivales, han terminado por poner en su punto de mira a instituciones como la Organización Mundial de Comercio (OMC) o los tratados internacionales de libre comercio e inversión que, en su opinión, bajo el disfraz de organismos y acuerdos que intentan impulsar y gobernar las relaciones comerciales entre países y regular los posibles conflictos, juegan a favor de intereses foráneos, dañan a EEUU y se han convertido también en un enemigo a batir y reformar.

Habrá que ver cómo acaba la tensión y la pugna causadas por las últimas disposiciones de Trump, de gravar con altos aranceles las importaciones de diferentes mercancías procedentes de China y de países aliados, y si EEUU podrá imponer por la fuerza una nueva forma de globalización en la que las reglas, las instituciones multilaterales y la negociación son marginadas y, en parte, sustituidas por la razón de la fuerza estadounidense. Sabemos cómo ha empezado la disputa. Está por ver si se mantiene en un nivel de relativo control y cómo termina. No va a ser fácil. China y Europa se lo van a poner difícil. Se juegan demasiado para aceptar los planes e imposiciones unilaterales de Trump.   

En los últimos años, coincidiendo con el estallido en 2008 de la crisis financiera global, asistimos a un notable impulso de las reacciones nacionalistas y proteccionistas. A nadie se le escapa que la última y más importante ola globalizadora, iniciada a principios de los años ochenta del pasado siglo, sufre con las recientes decisiones de Trump su más importante revés y su más seria amenaza.

¿Podría alcanzar España (al igual que la inmensa mayoría de los miembros de la eurozona) mayores niveles de soberanía o más capacidad de decisión fuera de la UE que dentro?

Más aún, en un contexto internacional en el que los muchos damnificados causados por la hiperglobalización -o por los excesos de una globalización productiva, financiera y comercial que no cuenta con contrapesos políticos, se ha independizado de mecanismos e instituciones de regulación global y ha ignorado por completo los daños y costes económicos, sociales y medio ambientales que genera- muestran su rechazo a través de ideologías y partidos nacionalistas que reclaman una mayor soberanía nacional que se concreta en la exigencia de un mayor control sobre sus fronteras para frenar la entrada de inmigrantes, importaciones e inversores extranjeros dispuestos a arrebatarles la propiedad de empresas y conocimientos. La más importante reacción contra la globalización desde planteamientos nacionalistas y proteccionistas lo protagoniza la primera potencia mundial con las características propias (exageraciones, vaivenes y ausencia de un rumbo claro) de su histriónico presidente. No es la primera ni será la última vez que las fuerzas globalizadoras generan con su despliegue agentes y fuerzas contrarias a su desarrollo en los países más avanzados y beneficiados con el impulso de la mundialización económica. El avance de la globalización no es lineal, no está exento de parones o retrocesos puntuales ni está asegurado.

En la Unión Europea (UE), la contestación a la hiperglobalización ha supuesto en la mayoría de los Estados miembros el avance electoral y el reforzamiento de fuerzas populistas de derechas y de partidos de extrema derecha, con claros tintes xenófobos, que reivindican la recuperación de la soberanía cedida a instituciones europeas y, en muchos casos, el abandono del euro y la UE. La reacción política contra la globalización, que también atañe a organizaciones de extrema izquierda con reducida influencia electoral y social, se salda por ahora con el avance de una extrema derecha antieuropeísta que ha demostrado capacidades de intervención política en muy variados terrenos: influir en las posiciones de la derecha europeísta y su base electoral, especialmente en materia de inmigración, orden público y fuerza militar; impulsar la prevención y el escepticismo de la ciudadanía sobre el proyecto de unidad europea (con el caso extremo del Brexit); y condicionar la agenda europea y sus prioridades.

¿Podría alcanzar España (al igual que la inmensa mayoría de los miembros de la eurozona) mayores niveles de soberanía o más capacidad de decisión fuera de la UE que dentro? Es más que dudoso. En una economía mundial en la que predominan las conexiones e interdependencias derivadas de una fuerte especialización productiva y una intensa segmentación de las cadenas de valor en mercados globales no caben soberanías plenas ni mayores capacidades de decisión en países, como España, que fuera de la UE estarían aún más aislados y seguirían situados en las orillas de los centros de poder europeos y mundiales. Creo que se trata de una reclamación ilusoria que, en el dudoso caso de que la ciudadanía acordara mayoritariamente llevarla a cabo, ocasionaría más daños y costes que beneficios y no proporcionaría más soberanía, sino menos. Abrazar el proteccionismo y replegarse tras las fronteras nacionales, lejos de ser un componente o una herramienta útil para construir algún tipo de solución a los problemas que conlleva la globalización y la cesión de soberanía que necesariamente supone la inserción en los mercados globales, acarrearía nuevos y mayores problemas. Más aún en el caso de uniones económicas y monetarias, como la eurozona, en las que las especializaciones productivas y comerciales y las interdependencias son más intensas y están más consolidadas.

Hay críticas razonables y argumentadas a la globalización, provenientes del mundo académico y de organizaciones progresistas y de izquierdas, que rechazan la excesiva desregulación de unas relaciones económicas globalizadas en las que sus principales beneficiarios intentan ocultar sus costes económicos, ecológicos, culturales, políticos y sociales e invisibilizar a los países, regiones y sectores económicos y sociales perjudicados por las formas, ritmos o intensidad de su inserción en los mercados mundiales. Pero ese rechazo progresista y de izquierdas de la globalización y los tratados de libre comercio no puede concretarse en consignas vacías de contenido que defienden la vuelta a las fronteras nacionales, entendidas como muros protectores frente a bienes, capitales e inmigrantes o, menos aún, en reclamaciones para un futuro indeterminado de un imaginario y vaporoso nuevo orden mundial que exige la inmediata destrucción de las más o menos avanzadas instituciones internacionales, fórmulas de unión económica y monetaria entre países y acuerdos comerciales internacionales existentes.

El rechazo progresista de la globalización debería concretarse, antes que en formulaciones que apuntan a un mayor desorden económico mundial en el que prevalecería la fuerza sin contrapesos ni reglas de la gran potencia y que cargaría de incertidumbre y miedo cualquier futuro, en propuestas de reforma que nos aproximaran a unas relaciones económicas internacionales menos injustas y más equitativas. La globalización requiere mayores dosis de cooperación internacional, sustentadas en normas negociadas y en mecanismos e instituciones de gobernanza supranacional encargados de negociar normas y facilitar soluciones ante posibles conflictos de intereses y una integración flexible y no forzada en los mercados globales de los países que lo pretendan, teniendo en cuenta sus particulares intereses y debilidades. El objetivo de la integración en mercados globales es plasmar su potencial de desarrollo en mayor bienestar para los países y sociedades que libremente elijan participar en ellos, pero como esa integración conlleva costes para sectores económicos y sociales resulta necesario que los socios más avanzados sean conscientes y compensen con ayudas internacionales esos impactos negativos y contribuyan a encajarlos y superarlos.

Sólo así, dejando de considerar el libre cambio como una nueva religión de un nuevo dios todopoderoso, el mercado, pleno de virtudes y perfecciones, al margen del cual no cabe la salvación, la mundialización pasará a ser un factor de progreso, una construcción humana contingente, perecedera e imperfecta y podrá convertirse en un mecanismo útil y flexible de cooperación entre los países mediante el que todos los participantes podrán lograr mayores niveles de desarrollo que situándose al margen. Sólo así, la ideología antiglobalizadora dejará de ser una especie de bálsamo de Fierabrás que todo lo cura, capaz de rejuvenecer propuestas nacionalistas reaccionarias, como es el caso de la extrema derecha antieuropeísta y xenófoba, o sustituir herrumbrosas estrategias que apuntaban a grandes cambios revolucionarios, en el caso de una ensimismada extrema izquierda que añora tiempos más convulsos.

En una próxima entrega pretendo resumir las medidas proteccionistas anunciadas por Trump, examinar cómo se insertan en un programa económico más complejo y ambicioso y valorar las posibilidades de que pueda aplicarlo con éxito. Adelanto que no conviene menospreciar a Trump ni a sus planes, porque puede conseguir buena parte de los objetivos que persigue, al menos en el corto plazo.

¿Trump contra la globalización?