viernes. 29.03.2024

Perspectivas de inflación y lucha de clases

Los riesgos de deflación se han evaporado. La posibilidad de un crecimiento negativo de los precios ha desaparecido del catálogo de problemas de la eurozona

El análisis de la última encuesta a expertos en previsión económica (EPE) del Banco Central Europeo (BCE) señala que en los próximos tres años, 2017-2019, la inflación en la eurozona se situaría en torno al 1,6% y a más largo plazo, para el año 2022, alrededor del 1,8%. Esas expectativas se detallan en un recuadro, ¿Cómo evalúan los expertos en previsión económica los riesgos para la inflación?, del más reciente Boletín Económico, Número 5/2017, del BCE.

No es prudente considerar que esas expectativas vayan a cumplirse, dada la demostrada incapacidad de analistas y mercados financieros en la tarea de estimar la futura evolución de diferentes tipos de variables económicas y riesgos. Obviemos, no obstante, la incertidumbre que acompaña a cualquier previsión a más de un año, su fragilidad y cercanía a las artes adivinatorias. Varias conclusiones cabe extraer de esas expectativas.

En primer lugar, los riesgos de deflación se han evaporado. La posibilidad de un crecimiento negativo de los precios ha desaparecido del catálogo de problemas de la eurozona. Ya no hay que temer sus efectos en forma de reducción del consumo y la inversión y sus desastrosos impactos sobre la actividad económica y el empleo.

En segundo lugar, las medidas de expansión monetaria del BCE no han conducido a la tan temida inflación desbocada que utilizarían economistas y diferentes organismos financieros alemanes para sustentar su exigencia de poner fin a las políticas de tasas de interés muy bajas o negativas y el controvertido Quantitative Easing (QE) que practica el BCE. Además de avivar la inflación, acercándola al objetivo (por debajo, pero cerca) del 2%, y de anular el riesgo de deflación, la actuación del BCE ha contribuido sustancialmente a reducir los costes financieros, mantener a raya las primas de riesgo de la deuda pública de los países del sur de la eurozona y, en menor medida, sostener la actividad económica. El QE o compra de activos financieros públicos y privados por parte del BCE, que actualmente alcanza una cuantía neta mensual de 60.000 millones de euros, ha tenido efectos muy positivos, aunque no exentos de problemas, ya que también ha servido para inflar nuevas burbujas en las cotizaciones bursátiles y los mercados inmobiliarios y los consiguientes riesgos.  

En tercer lugar, el BCE gana tiempo y márgenes de actuación para mantener su política monetaria expansiva en los próximos trimestres. Así, el último Consejo del Gobierno del BCE confirmó, en su reunión del 20 de julio de 2017, que las compras netas de activos continuarán al ritmo actual hasta finales de año o hasta una fecha posterior si fuera necesario. Y si la relativamente buena situación actual se torciera, el BCE se manifiesta preparado para ampliar el volumen y la duración del programa de compra de activos. Difuminadas las presiones que ejercería una inflación superior al 2%, otras presiones siguen vivas y podrían desviar al Consejo de Gobierno del BCE del cumplimiento de sus declaraciones, por ejemplo, un alza significativo de los tipos de interés en la economía estadounidense que obligaría al BCE a subir sus tasas de interés y acabar de forma apresurada con el QE.

En cuarto lugar, el PIB de las economías de la eurozona crece a un buen ritmo (similar al de su crecimiento potencial, que sigue siendo débil) y una parte importante de los Estados miembros se aproxima al pleno empleo, sin que esas buenas perspectivas de crecimiento del PIB ocasionen un crecimiento paralelo de los salarios capaz de impulsar la inflación. El crecimiento medio de los salarios de la eurozona fue del 1% en 2016 y sólo en Alemania crecieron a tasas más altas (un también escaso 2%). La atonía de los salarios indica que las restricciones estructurales que traban el crecimiento efectivo del PIB e impiden la mejora del crecimiento potencial tienen poco que ver con los altos niveles salariales.

En quinto lugar, las rentas salariales no siguen al crecimiento del empleo o del PIB ni a las mejoras de productividad y rentabilidad de las empresas. Ese mal funcionamiento del mercado de trabajo, al que tanto han contribuido las denominadas reformas estructurales que profundizan la desregulación, se ha transformado en un grave problema que tiene maniatada a la demanda doméstica (incluida la inversión empresarial que permite renovar su capital productivo) e impide mantener la recaudación fiscal, lo que acaba desembocando en un recorte de gastos e inversiones públicas que limita y empobrece la oferta de bienes públicos y dificulta la modernización del aparato productivo.         

En sexto lugar, la presión ejercida por las políticas de austeridad y devaluación interna para impedir el aumento de los salarios y otros costes laborales multiplica la desigualdad social, ya que el crecimiento del PIB y las ganancias de la productividad son absorbidas por las rentas del capital y no se difunden al conjunto de la sociedad. Por otro lado, los costes laborales son sometidos en cada país a presiones muy diferentes en función de los desequilibrios macroeconómico que sufre cada socio, alentando así las diferencias salariales y de capacidades de compra entre los Estados miembros.

Hay que resaltar que la inflación no es sólo un imprescindible indicador económico para la toma de decisiones empresariales o de política económica, es también un buen registro de la intensidad del conflicto por la distribución de la renta entre capital y trabajo.

Cuando las clases trabajadoras están organizadas, tienen fuerza y encuentran buenas condiciones económicas de crecimiento del PIB y altas tasas de empleo pugnan por aumentar sus salarios y mejorar las condiciones laborales. En los últimos años presionan más bien poco, en la medida de sus fuerzas, y en unas condiciones muy desfavorables de desregulación del mercado laboral y cambios tecnológicos, comerciales y productivos que favorecen la movilidad extrema del capital y la deslocalización internacional de las actividades económicas. La patronal, por su parte, cuando no puede frenar las reivindicaciones salariales, trata de aumentar los precios para recuperar (y si es posible, mejorar) beneficios y tasas de rentabilidad. En los últimos años puede reducir los salarios o frenar su subida y los recorta y frena.

Desde el año 2013, la inflación ha disminuido sustancialmente. La segunda recesión de la eurozona, la posterior caída del precio del petróleo o la política de bajas tasas de interés que mantiene el BCE no bastan para explicar las muy bajas expectativas de crecimiento de los precios. Hay que añadir otros factores explicativos: la debilidad de las clases trabajadoras para defender sus intereses o la dificultad que encuentran las empresas para trasladar el aumento de los costes a los precios.

La debilidad de las clases trabajadoras se observa en la devaluación salarial perpetrada por las instituciones comunitarias y los gobiernos nacionales, la deformación sostenida de la distribución de la renta a favor de las rentas del capital y una desregulación del mercado laboral que impulsa la subcontratación, obstaculiza la acción sindical, elimina la protección a los contratos indefinidos, abarata los despidos, impulsa múltiples variedades de contratación que precarizan aún más los nuevos empleos y que encubren con la simpática etiqueta de economía colaborativa, etc.

La dificultad de buena parte del tejido empresarial para repercutir a los precios el aumento de sus costes proviene de la intensa competencia que ejercen las economías emergentes, del avance de la economía digital, de las facilidades para la deslocalización internacional de la actividad económica, etc.

El debilitamiento duradero de la conflictividad laboral o, lo que es lo mismo, la pérdida de capacidad de negociación de los asalariados y sus organizaciones representativas, los sindicatos, se han consolidado como consecuencia de la crisis, las políticas de austeridad y la desregulación del mercado laboral.

Las fuerzas progresistas y de izquierdas deben tener muy en cuenta esta situación para que en su programa de cambio ocupen un lugar destacado la derogación de las sucesivas reformas del mercado laboral y la restitución del papel clave que corresponde a los sindicatos en la defensa de los intereses de la mayoría social trabajadora.  

En su justa medida, como ocurre con la inflación, la lucha de clases tonifica y engrasa la lógica y los engranajes de funcionamiento del sistema capitalista. Al igual que sucede con la inflación, los excesos o la acusada carencia de conflictividad laboral pueden ser muy perjudiciales para la estabilidad del sistema capitalista.

Las expectativas de inflación que recoge el Boletín Económico del BCE integran una desconsideración de la conflictividad laboral, a la que se percibe como una herramienta obsoleta en manos de unos sindicatos impotentes en la tarea de defender a los sectores más afectados por la precariedad laboral y los bajo salarios. ¿Se equivocan o están en lo cierto? No estoy seguro, pero por el bien de la mayoría social habría que intentar reparar, limpiar y afilar la herramienta sindical del conflicto laboral, no despreciarla o tirarla a la basura.

La presión sindical para conseguir mejoras salariales y laborales ha constituido en los dos últimos siglos un potente factor de impulso de la actividad económica, la democracia y el bienestar social. La utilización del conflicto como forma de presión de las clases trabajadoras ha sido una herramienta tan útil como la negociación para consolidar una economía y una sociedad prósperas y sanas. Es hora de volver a poner a punto la lucha sindical y recuperar las condiciones institucionales y legales que permitan que la conflictividad laboral y la lucha de clases vuelvan a funcionar para liberar a los salarios de los estrechos límites en los que se encuentran recluidos.

Perspectivas de inflación y lucha de clases