jueves. 28.03.2024

Una izquierda aburrida

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Hace unos días estuve en compañía de gente con fondo librero ilustrado. Hablamos de muchas cosas, aunque debo reconocer que ya no existe esa furia deconstructora de los fines de semana con 100 pesetas en el bolsillo y largas horas mirando la taza vacía del café, mientras se discute de lo divino y de lo humano, menos de lo primero que de lo último. Por entonces yo era muy radical y me adhería a todo lo que supiera a nuevo y transgresor. Con los años uno descubre la duda como método, se sosiega y debate más que impone o intenta imponer. Lo cierto es que hace unos días hablamos de muchas cosas, aunque todo tenía un nexo común: la sociedad que tenemos y la sociedad que queremos. Se mencionó a Laclau, a Philipp Blom y su “Gente peligrosa”, a Daniel Bernabé y su “Trampa de la diversidad”, a Bruno Estrada y su “Revolución tranquila”, por supuesto de Gramsci, Luxemburgo y Perry Anderson, este último en relación a su artículo ”La derecha intransigente: Michael Oakeshott, Leo Strauss, Carl Schmitt, Friedrich Von Hayek” contenido en su “Spectrum” y muchos otros pensadores de diversas alturas intelectuales y cataduras morales. Se podrá pensar que el debate pudo terminar en una borrachera monumental, tanto corporal como intelectual. Ni una cosa ni otra: era ya madrugada cuando nos fuimos a casa con la frustración como sombra proyectada por la luz de las farolas sobre nuestros pasos. Debe ser cosa de los tiempos que vivimos: la percepción del futuro como fracaso y de las herramientas para construirlo, todas inútiles y frustrantes.

No voy a ser yo nadie para meterme en debates sobre organizaciones sociales en las que no participo. Defenderé la mía si puedo, aborreceré desde la razón con las que no comparto nada o casi nada y callaré sobre las estrategias cainitas de esas otras con las que me encuentro a gusto debatiendo desde la duda metódica. Hundirse en el fango de la ciénaga política puede ser, a veces lo es, una opción respetable, hundirse con un mundo de ideales y esperanzas, hundir los ideales y esperanzas de la gente por cálculos relacionados con el poder y su posesión es inmoral. Con el tiempo uno llega a la conclusión de que puede manejar citas de centenares de intelectuales y autores de esa rama de la emancipación humana que se inicia con la Ilustración y que por la que todavía corre savia, sin que conozca ni una milésima parte de la sociedad en la que vive ni de las necesidades que arrastra. Y que se puede debatir durante horas sin que se mencione a la retahíla de autores que uno atesora en algún lugar de la experiencia y que finalmente nunca sirve para nada su mención o recitación.

Llegado a este punto, el lector sabrá de qué estoy hablando. Hubiera sido más fácil acaso escribir que el mundo es más sencillo de lo que parece, que existe una visión anárquica del poder político y otra reguladora, que una mantiene que solo existen individuos, a lo sumo familias, y otra que la sociedad es una realidad incontestable, que una afirma que el Estado solo debe interesarse por el orden y la otra que debe planificar para que exista previsibilidad vital y confianza en el futuro. Y que dentro de estos acercamientos a la realidad cabe todo lo demás, lo deseable e indeseable para unas personas, y lo deseable e indeseable para otras personas. En algunos países este debate lleva a la creación de bloques, el de derechas y el de izquierdas; en otros, a la fragmentación de las organizaciones políticas que, quieran o no, son herederas del racionalismo ilustrado pero que no entienden ni de escepticismo, ni de ironía ni de duda. Muchas veces habría que decir que viven en una burbuja que las aísla incluso de la refutación de eso que se llama sabiduría convencional.

En un tiempo en el que la gente exige respuestas contundentes a sus problemas, nos encontramos con una izquierda sumida en el caos ideológico y organizativo y en la recuperación mediática de las viejas verdades que nos retrotraen a las sociedades modernas preilustradas. Asistir atónitos a disputas organizacionales parece ser el sino de la izquierda española actual. Frente a un proyecto común de mínimos, la posmodernidad nos divide por diez, por cien, por mil, mientras el capital es uno e indivisible. Llevamos demasiados proyectos en las alforjas, somos lo suficientemente estúpidos para no ver el bosque y sus tenebrosas sombras,  no somos pacientes y solo queremos asaltar el cielo con una correlación de fuerzas adverso.

El viejo fantasma de la izquierda española vuelve a recorrer sus tierras: el fantasma del aburrimiento ideológico que arrastra sus pesadas y viejas cadenas dogmáticas y la hace estéril en un mundo cada vez más estéril. Ha llegado el momento de quemar todas las obras de Marx y comenzar a pensar el mundo con las herramientas analíticas del pensador de Tréveris. Sin apriorismos. Tal vez de esta manera podamos entender el mundo actual. Mientras tanto, que la izquierda española siga fragmentándose en constelaciones, estrellas, planetas y asteroides. Las urnas le responderán con la desolación porque, como me reseña un amigo del ensayo "María Estuardo" de Zweig, "en política la lenta persistencia siempre vence a la fuerza incontrolada, el plan elaborado al impulso improvisado, el realismo al romanticismo".

Una izquierda aburrida