viernes. 29.03.2024

Un mensaje de WhatsApp

amistad

La vida no es el ahora, son los recuerdos, y sobre todo la extraña manera de regresar a nuestros pensamientos

Pensamos lo que hacemos y esto nos hace creer más libres, informados, socializados. En realidad, el tiempo nos aleja de la adolescencia, ese edad de esperanza y de la espera, porque la esperanza nos hace anhelar el amanecer, tal vez recostados en la arena rojiza de Calblanque, aguardando la salida del sol, escuchando el ir y venir del oleaje. Aquella época de la juventud en la que el mundo era de arcilla y podíamos moldearlo en el torno del alfarero.

Hace unos días me escribió por WhatsApp un amigo de la juventud, y también de ahora porque aunque no nos veamos, sigue siendo mi gran amigo de siempre, como otros amigos que hace décadas que no veo siguen siéndolo. La vida no es el ahora, son los recuerdos, y sobre todo la extraña manera de regresar a nuestros pensamientos. Las décadas transcurren cuesta abajo, sin freno ni posiblididad de detener su creciente velocidad. Pero a veces la memoria te alcanza, te sobrepasa y proyecta en la hondonada hacia la que te diriges imágenes en blanco y negro, o en blanco solamente, como la nieve cubriendo la sierra aquel sábado de febrero 1983.

WhatsApp sustituye muchas cosas. Es más sencillo que una llamada telefónica, por mucho que a esta le falten elementos esenciales para comprender lo que ocurre. Solo el tono de voz te acerca a los sentimientos del interlocutor. Pero te falta la mirada, los movimientos del cuerpo, ese lenguaje visual que te hace sentir con más intensidad el mensaje. WhatsApp, o Telegram, a pesar de ser texto escrito, te da tiempo para responder, pero también para recordar el tiempo pasado. El encuentro, los años de amistad, la relación con la familia de la otra persona, las largas horas hablando mientras tomamos una sola taza de café en el Ben Hur, los viajes en la Lambreta o en seiscientos, las playas, las dunas inmensas de Las Llanas ahora desaparecidas por la ampliación de un antiguo Puerto pesquero, las noches de playa y disco...

Paco, su familia siempre le llamó Francisco, me escribe por WhatsApp que ha fallecido su madre, solo para que lo sepa. Él trabaja en Riad y regresa en avión a España para poder estar en el entierro de su madre. Me escribe para que lo sepa. Todavía recuerdo a su madre, seguramente han transcurrido más de dos décadas desde la que la vi por última vez; también a su padre, ya fallecido. Seguramente mis recuerdos todavía se remontan a aquella época de la juventud en las que mis opiniones políticas eran extremadamente radicales (mis opiniones, porque mis actos de militancia han sido siempre de lo más común). A ciertas edades, y yo seguramente he llegado ya a ese momento, tendemos a ser codescendientes, en el buen sentido de la palabra, con las opiniones de personas más o menos jóvenes, sobre todo en sus expresiones verbales más extremistas, aunque sepamos que aquello en lo que creímos es, y fue en su momento, un cadáver andante. Un día hace muchos años, el padre de Paco se interesó por mi ideología. Yo dije que era partidario de una revolución comunista. Él repitió mis palabras y guardó silencio. Con el tiempo entendí lo que significaba su silencio, lo mismo que significa el mío cuando me hablan de las mismas ilusiones revolucionarias que yo albergué en mi juventud.

Utilicé también WhatsApp para responder a mi amigo. Iría esa misma noche al tanatorio pero tenia difícil ir al día siguiente a la ceremonia religiosa. No nos veríamos entonces, hace ya demasiados años que no nos vemos y cada día que pasa se hace un poco más difícil hacerlo. ¿Por qué? - me pregunto - y siempre concluyo que por mi alejamiento de todo lo que rodeó a mi juventud, la que ahora idealizo cuando escribo y con la que me resulta cuesta arriba reencontrarme materialmente (aquellos amigos que fueron son ahora distintos para mí y yo para ellos).

En la sala del tanatorio donde se velaban los restos mortales de Maria Jesús Gallardo, la madre, estaban personas, la mayoría familiares, que no veía desde hacía casi cuarenta años. Cinco de los seis hijos (Paco regresaba en esos momentos de Arabia Saudí) y amigos de la juventud. Recuerdo el nombre de cinco de ellos después de tantos años, que me perdone la hermana mayor en este caso, lo que es un síntoma de lo próximo que estuve a aquella familia y del recuerdo de cariño y respeto que siempre tuve por la misma. También estuvo allí otro amigo de la juventud, Juan Pedro, por entonces neoliberal, y con el que mantuve las más serias, y por mi parte estúpidas, discusiones políticas de principios de los ochenta del siglo pasado. No le pregunté por su orientación política actual que, imagino, seguirá estando muy alejada de la mía, pero si estuve a punto, finalmente no lo hice, de reconocerle mis equivocaciones de esos años (todavía no había caído el Muro de Berlín), sobre todo aquella que giraba en torno a los desarrollos tecnológicos de la URSS y de EEUU. El tiempo, y las lecturas, han curado mis enfermedades ideológicas de entonces.

Allí, en el Tanatorio, estábamos gente de un tiempo ya muy lejano. Todos, o casi, ya con hijos adolescentes y adultos, seguramente unos pocos ya con nietos. Fue lo más parecido al mundo de ayer, ese paisaje de despreocupación, esperanza e idealismo. Pero, sobre todo, de amistad y complicidad, que es lo más seguro que nos queda, aunque solo sea en la memoria, de la vida y de su paso por ella.

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