viernes. 29.03.2024

Sola y borracha quiero llegar a casa

Hace poco menos de dos años escribí un artículo titulado “La noche y las mujeres” en Nueva Tribuna (1). En el mismo relataba, entre otras cosas que “ahora pienso en una calle adoquinada, con pocos árboles en los lados, con sombras alargadas dibujándose en los muros de los edificios. Ya no circulan los autobuses urbanos, ni los tranvías. Los sonidos de la noche amplificados por el silencio. La cultura también ha transmitido el miedo, un miedo selectivo, una respuesta social al mismo, el artificio que diferencia caminante y sexo, búsqueda y huída, lobo y oveja, depredador y víctima…”.

Cuando lo escribí pensaba en una de las pocas calles de Murcia que aún conserva el empedrado de la época del dictador Primo de Rivera, muy cerca de una de las plazas emblemáticas de las noches de la ciudad. Sin embargo, la persona en la que pensaba, que caminaba sola, encogida por el frío húmedo de la madrugada, era una mujer joven. No iba borracha, iba con miedo, el miedo selectivo “que diferencia caminante y sexo”. Para mi es difícil escribir sobre un hombre caminando por la noche con temor a ser violado, tal vez porque es imposible que esto ocurra.

Me he emborrachado pocas veces en la vida. Volviendo a casa por la noche, solo o en compañía, borracho o sobrio, nunca he tenido miedo a ser violado. Ni con quince, dieciséis, diecisiete, veinte o  ventipocos años. No conozco a ningún amigo de aquellos años que lo tuviera. Sería hipócrita decir lo contrario, aunque la hipocresía es hoy seña de identidad de determinados medios de comunicación, de supuestos periodistas que desconocen cualquier ética profesional y, por supuesto, del enjambre de políticos que insultan a la inteligencia con sus declaraciones.

Da risa pensar que cualquier joven interprete el lema “sola y borracha quiero llegar a casa” como una invitación a emborracharse, lo que me hace pensar que los políticos y  supuestos periodistas que así lo hacen o son unos viejunos o son incapaces de pensar el lenguaje abstractamente. O que los ciudadanos somos imbéciles y nos lo creemos todo, que también puede ser. No sé lo que es peor.

Los hombres podemos tener miedo a muchas cosas. Como ya se sabe, el miedo es libre. Podemos tener miedo a ser atracados violentamente en una calle oscura, en un jardín o el rellano del edificio de nuestra casa. O a recibir una paliza por nuestra manera de vestir o de relacionarnos con el entorno. Pero nunca, ni siquiera en la época de los neandertales (sabemos que no se extinguieron porque algunos especímenes escriben ávidamente en las redes sociales) miedo a ser violados. También sabemos que el lema “sola y borracha quiero llegar a casa” no ofrece dudas interpretativas para ninguna mujer, esté o no a favor del movimiento feminista, llame o no a las feministas con el mote de “feminazas”. Ser violada y el miedo a serlo forma parte de la historia nunca escrita de las mujeres en todas las edades de la Humanidad.

Se podrá disentir de alguna o algunas de las corrientes feministas actuales, de las crestas de sus olas o de la profundidad de su fondo, pero campañas como la del Ministerio de Igualdad para este 8 de Marzo son perfectamente comprensibles para cualquier persona, salvo para los neandertales o para los hipócritas. En otro artículo publicado en Revista Gurb escribí que “no he querido hablarte del miedo, Fátima. De ese terror que se apodera de mí cuando bajo del tranvía, miro el cielo y solo veo los cristales de la luna esparcidos por el suelo, mis pies desnudos, el aullido de la bestia. Las calles me dan miedo, Fátima. Siempre quise que bajaras conmigo en la misma estación, que camináramos un trecho de césped artificial, que esperáramos a que el semáforo se pusiera en verde, escuchar el trino metálico del pájaro, la luz de las farolas entre el follaje de los árboles. La noche es terrible, Fátima; la noche y sus ruidos” (2)

Es el miedo, imbéciles.

Sola y borracha quiero llegar a casa