miércoles. 24.04.2024

Sergio Ramos en Kaliningrado

Kaliningrado

Acaso se debiera titular este artículo "Sergio Ramos en Konigsberg", que así se llamó Kaliningrado hasta 1945. Aunque esto lo debe saber Ramos, la selección española de fútbol y comentaristas como el murciano José Antonio Camacho. Lo cierto es que España, o su selección de fútbol, jugó un partido el pasado lunes en Kaliningrado contra Marruecos. Un partido horrible en todo caso. Pareciera que la televisión retransmitió en directo un descenso anular de los pupilos de Hierro al infierno. No había metro cuadrado de césped donde no ardieran millones de euros en papel, ni brizna de hierba donde no brillará la impotencia con esa luz blanca de las latitudes boreales.

Kaliningrado, Konigsberg.

Uno se imagina la antigua ciudad de Prusia Oriental perdida en el azufre de la primera mitad del Siglo XX, con calles ordenadas e Iglesias luteranas, con una campiña de bosquecillos dispuestos aquí y allá entre prósperas hermosas granjas y campos amarillentos después de la recogida de la cosecha. Uno se imagina cientos de miles de soles bruñendo las calmas aguas del Pregel y otras tantas lunas reflejándose en su ribera y espejando con su amarillo tenue el paseo nocturno de sus habitantes. Y también el tránsito de los ejércitos hacia el este, y la cuerda de prisioneros soviéticos hacia el oeste, y el pánico, el terror, la huida a través de Báltico o de los caminos de la campiña. Y luego la llegada de los ivanes y un mundo que desaparece irremediablemente.

Acaso en eso pensara Sergio Ramos en el intermedio del partido, y los jugadores de la selección española y también algún comentarista como el ciezano José Antonio Camacho o los miles de españoles que pasearon la tarde del lunes por las calles de Kaliningrado, mi olvidada Konigsberg, mostrando sus símbolos patrios en una Europa que difícilmente renuncia a sus ritos tribales.

Kaliningrado, Konigsberg.

Regreso en el tiempo, al Siglo XVIII, a Konigsberg, al tiempo y al espacio organizado con precisión germánica. Veo pasear por la ciudad a Kant y a los lugareños poner su reloj en hora cuando el filósofo cruza en diagonal la plaza buscando la sombra de la torre de la iglesia. Ciudad de matemáticos, de físicos, de filósofos. El puerto a refugio del mar Báltico, de sus olas y fríos vientos. No muy lejos, la campiña, los cultivos ordenados, el mugido de las vacas, los jornaleros, los caminos bordeados por los árboles y Kant mirando el horizonte, ensimismado, contemplando un mundo hermoso, racional en su cabeza.

Allí vivió su juventud, Hannah Arendt, judía ella, autora ya en el exilio de Eichmann en Jerusalén entre otras obras memorables. El tiempo que fue y que nunca volverá. Konigsberg acaso sea una ciudad digna de estudio para deducir las consecuencias de la bajeza humana, de los totalitarismos y de la ingenuidad de las masas (tal vez en eso pensara Sergio Ramos cuando se cerró definitivamente aquel anillo del infierno en el que se convirtió un rectángulo de césped en Kaliningrado. O tal vez no)

Es tiempo de repensar los desastres del pasado. La muerte, las huidas en tropel dejando atrás todas las pertenencias ante un enemigo que no perdonaría nunca la brutalidad sufrida, las migraciones masivas, los millones de muertos en los camino, el racismo, la venganza, el dejarnos mecer por la teoría de la conspiración .... todo aquello que ocurre cuando el miedo se hace social y el amigo se torna en enemigo.

Kaliningrado, Konigsberg.

El horror de las naciones civilizadas. Todas esas cosas que recordé una tarde de un lunes de finales de junio. Gracias a Sergio Ramos y a los españoles que deambularon por la ciudad báltica, la olvidada patria de Kant.

Sergio Ramos en Kaliningrado