jueves. 18.04.2024

Despedirse de un lugar

Cuando alguien se marcha de un lugar deja muchas cosas atrás. Deja un paisaje, tal vez con mesas, ordenadores, plantas y pantallas de datos, o acaso con la luz del sol penetrando por los tornasoles o la brisa de la tarde colándose por entre las ventanas entreabiertas. También deja olores, y sabores y el brillo de las partículas de polvo a la altura de los ojos. Y libros, no sé… “Cultura hídrica: Blanca y su entorno”, “25 años de integración escolar en España”, “vidas que cuentan”…), y dispensadores automático de fundas de paraguas, y extintores de polvo polivalente, y esas escaleras imposibles, y las señalizaciones de riesgos laborales, y la luz blanca de los focos del techo, y los falsos techos y los conductos de aire acondicionado.

Cuando alguien deja un lugar de esas características, sabe que está en una empresa de servicios, muy posiblemente en una administración pública. Y que en ese lugar hay gente que se mueve de un sitio para otro, que sube y baja escaleras o utiliza los ascensores, que se acerca a oler el aroma de las plantas o sale a la puerta a encender un cigarro, que habla del trabajo, de la familia, de fútbol o de las injusticias que nunca terminan por desaparecer, que gestionan derechos y hacen cumplir obligaciones, que aclaran dudas sobre becas, escolarizaciones, listas de espera, muestras de sangre, licencias de pesca, vacunaciones, refuerzos educativos, campamentos, calidad de los productos consumidos… son lugares especiales que alguna gente decidió en su momento que merecían el vilipendio como norma para abrirlos en canal y venderlos, en algunos casos, al mejor postor.

También sabe que hay gente que llega de la calle preguntando, sin saber muy bien a quién dirigirse o cómo expresar nítidamente lo que lo trae a ese lugar. O gente que se equivoca de número de calle y en realidad su destino está ciento cincuenta metros más abajo, cerca ya del río, o tiene que retomar sus pasos y girar dos calles más atrás hasta llegar a la fachada barroca de un museo. Gente que entra y sale, que pregunta, que duda, que no sabe qué modelo de documento es el que hay que utilizar para realizar cualquier trámite, o que conoce perfectamente sus derechos, que se ha leído los folletos informativos o rastreado en internet las huellas del Neandertal y quiere realizar una visita a tal o cual sima.

Cuando alguien se marcha de un lugar deja muchas cosas atrás. Un ambiente de luz natal abriéndose paso entre las hojas brumosas del sauce, la humedad de la madrugada, ese viento que susurra cada vez que la puerta corredera se cierra, la lluvia mojando la escalinata, los primeros saludos de la mañana, esas personas que vas conociendo y que te van conociendo día a día, esas conversaciones interrumpidas, esas confidencias que te llegan a retazos, esas medias sonrisas que a veces se transforman en risas amplias y confiadas. Tal vez sea esto último lo que más se añore en la distancia. Y también saber que en esos lugares se vive un compromiso con la sociedad aunque haya gente que no lo entienda, que azuce desde arriba o desde fuera para deslegitimar derechos y a las personas que los hacen efectivos.

Cuando alguien se marcha de un lugar de este tipo, deja atrás muchas cosas y se lleva otras, acaso la primera sea la incomprensión ante tanto desafuero contra la prestación de servicios públicos, contra la gente que los presta, contra todos aquellos valores democráticos y sociales que deberían ser motivo de defensa y no de destrucción. Veo muchas mañanas entrar y salir a toda esa gente que cree en lo que hace, que cruza el pasillo contemplando las plantas o las consolas del aire acondicionado, que instintivamente baja levemente la cabeza para no golpearse con el hueco de la escalera que lleva al registro.

Tal vez sea la calidad de la gente lo que hace difícil  despedirte de un lugar,

Por ejemplo de la Consejería de Educación y Universidades. 

Despedirse de un lugar