sábado. 20.04.2024

De bibliotecas y palacios del pueblo

biblioteca-murcia

Son las 10, 38 horas de la mañana. El viento sopla fresco arrastrando la hojarasca de los plátanos de jardín. En mitad de la avenida, el césped artificial de las vías del tranvía destaca en los colores apagados de principios de febrero. En la acera contraria, una leyenda sobre el dintel del acceso a la Biblioteca Regional de Murcia anuncia que "leer es un vicio saludable. Me leo encima". "Ya es tarde", pienso. La biblioteca abre a las once de la mañana. Hay gente esperando en la escalinata, de pie. Un señor mayor se acerca y se sorprende al ver el cartel de cerrado. "Abre a las once", le digo. "Ya es tarde", pensará. Cerca de las once, decenas de personas se arremolinan alrededor de la puerta de entrada. A la derecha, la bandera de la Región de Murcia flamea solitaria en la triada de mástiles. Camino entre la gente, observo a la gente (seguramente un defecto de los "enfermos" de literatura). Un hombre lleva un temario de oposiciones de auxiliar administrativo del Ayuntamiento de Murcia. Entre sus páginas, sobresale un folio con anotaciones en rojo hechas con bolígrafo. "Un test", pienso. El rostro de otra persona me resulta familiar. Ya dentro me cruzo con él, está preparando promoción interna del Cuerpo de Gestión, me dice. Una niña grita "papá, papá", quiere enseñarle un libro que ha visto en un estante de novedades.

Estamos en el templo del conocimiento, en ese espacio donde el conocimiento comenzó a democratizarse hace mucho tiempo. Leo en el ABC que la primera biblioteca pública de Madrid se inauguró en 1915, en el Distrito de Chamberí. Y también que atrajo mucho público porque su horario se adecuaba al de los trabajadores. Eran otros tiempo, ¿verdad?. La jornada laboral era extenuante, los salarios apenas daban para acceder a las necesidades básicas. ¿Leer, quién podía leer entonces?. Casi nadie, nadie del pueblo común. En Estados Unidos, la primera biblioteca pública, la de Boston, fundada en 1848, trasladada en varias ocasiones de edificio, fue denominado "el palacio del pueblo". Casi todas las personas que tenemos ya cierta edad, no olvidamos aquellas películas norteamericanas de los años cuarenta y cincuenta del Siglo XX que nos narraban la vida de un tipo de juventud siempre asociada a los estudios con una biblioteca de fondo (de pantalla). El silencio, las miradas, las luces, los largos y estrechos pasillos, el beso furtivo...

Ahora tal vez Internet actúa con mayor intensidad en la democratización del conocimiento, lo que es bueno, por mucho que alguna gente hable del peligro en el acceso universal a cualquier tipo de información, del fin de los creadores individuales, independientes y libres por efecto de la piratería o de un tipo de sociabilidad insano provocado por la soledad del navegante en la Nube.

Hablo con los compañeros y compañeras que trabajan en la Biblioteca. Hay poco personal, han reducido el horario de uso público (de eso ya habló, escribió y movilizó el poeta murciano José Daniel Espejo). Las bibliotecas no pueden languidecer así, los recortes no pueden ni deben reducir el margen de alegría de las niñas y niños que participan en actividades culturales en la Biblioteca. Hay muchos padres a mi alrededor, muchos hijos. Parece que una luz, que no se da en la mañana ventosa y nublada, se filtrara por los amplios ventanales del edificio e iluminara los millones de vidas que habitan en los libros, dando alas y una inmensa libertad de ensoñación a sus lectores.

Si la Biblioteca Regional se abriera a las diez de la mañana de un sábado, o a las ocho de la mañana de un día laboral, habría gente esperando media hora antes. Si nunca se cerrara, la habitaria la magia de la creación y del conocimiento y siempre habría gente en sus salas, porque la magia mueve montañas y el ansia de conocer nos hace cada vez más grandes y solidarios. Pero eso no parecen entenderlo los contables de la economía, los paladines del libre mercado, los que siempre abominaron de que el Estado pusiera medios para ampliar el espacio del bienestar. Las bibliotecas ya no crecen como las setas en la umbría del bosque para dar luz y color a los cuentos infantiles. Ya no son espacios de cultura popular, de ampliación de los límites de la libertad mediante la aprehensión de la cultura. Ahora son capítulos de gasto fastidiosos para el equilibrio presupuestario, servicios prescindibles, horarios limitables, personal reducible, códigos alfanuméricos que solo estorban.

Salgo de la biblioteca. La gente forma largas filas para solicita el préstamo de un libro, de un CD, de un DVD. En otra sala reina el silencio. Leen apuntes de oposiciones o exámenes de estudios reglados, hacen test. En silencio. Dejamos un palacio del pueblo, uno de los muchos que se yerguen en pueblos, barrios y ciudades. Con cada vez más dificultades para abrir, para atender al público, para expandir el conocimiento. Todavía no se ha conseguido recuperar el horario de hace unos meses. Pero habrá que seguir luchando: para que se abra las 24 horas de los 365 días del año, porque, si lo pensamos bien, una biblioteca es como un hospital, allí se tratan y curan muchas enfermedades del alma. Solo es necesario abrir un libro para que la luz salga de él e ilumine toda nuestra existencia.

De bibliotecas y palacios del pueblo