sábado. 20.04.2024

Sin cuerpo

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“Yo soy mi cuerpo”, sentenciaba el filósofo existencialista cristiano Gabriel Marcel. Definitivamente nos hemos desprendido del cuerpo. No nos interesa toda su dimensión y sustancia. Ese envoltorio superfluo que hospeda a la vida. Igual que determinados totalitarismos creían que existían seres superfluos con aspecto humano que pisaban el suelo común. Aunque se ha de reconocer que, en cierta medida, el Covid-19 nos lo ha devuelto en forma de tristeza y suplicio, cuasi medievalizante, en un mundo que había disparado el ego y sus posibilidades a la estratosfera. El cuerpo es una puerta de entrada sensorial y cognitiva y bien pulsado da acceso a las cámaras recónditas del espíritu. Para Platón era el inicio del amor a través del contacto visual, para los místicos la casilla de salida de la transformación y del viaje hacia lo divino. Sensorialidad y cognición se nutren en primera instancia del cuerpo.

Se ha apoderado de nosotros un extraño complejo de no jugarnos la vida a ras de tierra, que es nuestro medio natural psicológico, emocional e intelectual. Sin más, sin aditivos. La tierra y sus sinónimos: lo firme, lo auténtico, lo cierto. Y esto está ocurriendo porque la tierra como tal se ha volatilizado. Y está siendo sustituida con descaro por el ciberespacio, por la virtualidad, por el artificio, por el artificio reqetesofisticado. Existen las relaciones, los sentimientos y la comunicación virtuales. Se ha perdido la perspectiva de enlodarse de veras el corazón y no a frenético ritmo virtual. Tele-amamos. Tele-sufrimos. Tele-injuriamos. Tele-trabajamos. Todo a distancia. Con una naturalidad pasmosa y sin darnos cuenta de que nos estamos borrando del cuerpo el poder de mirarnos y admirarnos. La libertad sólo es posible en lontananza y con mediación artificial. Y parece que estamos continuamente descubriendo y descubriéndonos en este viejo planeta, y parece que todo es nuevo y original, en una, a veces detestable, tendencia al adanismo, tan infantiloide como nociva. Cuando realmente lo que se está produciendo es un sinfín imparable de avances tecnológicos y técnicos, a cual más sorprendente, con la paralela y simultánea parálisis del pensamiento. Sólo eso, sin más.

Navegamos y nos movemos por el ciberespacio sin cuerpo, sin ojos reales, sin oídos naturales, sin manos reales, táctiles hasta la extenuación, pero sin tacto real y concreto. Y la distancia social, de la que ahora se habla tanto, ya era distancia individual y propia de nosotros mismos. Estoy empezando a tener dudas a lo Hamlet de si por un modelo de vida innegociable estamos desechando o nos están echando los sentidos del cuerpo con todas sus implicaciones y asociaciones semánticas: sensación, sensibilidad, sensualidad. -That is the question-. Y estamos mutando en una especie de fantasmagoría presuntuosa que atraviesa las páginas y los enlaces de internet a velocidad de vértigo como si fueran muros de papel. La teología cristiana medieval convirtió el cuerpo en una funda inmunda y pecaminosa, sin fundamento ni  fin. Era el disfraz del demonio. La tecnolatría del siglo XXI lo ha degradado todavía más: no hay cuerpo desarrollado o por hacerse, somos larvas perpetuas de las pantallas, en el sentido más etimológico del témino larva, el de fantasma.

Heidegger escribió que el hombre es un ser de lejanías. De lejanías y exilios contra sí mismo. Vivimos a lo lejos y desde lejos. Porque ya no sabemos hacerlo de otra forma o quizá porque no nos dejan intentarlo de otra manera. -That is the question-.

Sin cuerpo