martes. 16.04.2024

Noviembre

noviembre

Dicen que es el mes más triste de todos. Puede que tenga que ver en eso la luz abatida de las tardes y esa astronomía tendente a la oscuridad que nos envuelve. Y la depresión oropel en la que entran los árboles. Puede que influya esa metafísica de mármoles y lápidas que funciona como un espejo y nos refleja por momentos la sostenible insignificancia del ser en el gran teatro del mundo. Aunque el personal está predispuesto siempre a pasárselo bien y a disfrutar de un carpe diem frivolizado hasta la médula, porque el tiempo no huye, es pura jarana a perpetuidad y la mortalidad es un invento de los pesimistas, que como mucho te ocurre una sola vez en la vida, y luego, quién sabe, continúa la fiesta y gratis.

El mes más triste: fotos de difuntos en los hogares tradicionales acompañadas de tenues llamas. Se recolecta la memoria de los idos. Memoria, tradición y superstición a las que todavía no les ha metido mano el consumismo desaforado y el merchandising, será que se ha leído bien a Antonio Machado en las escuelas y se ha sentido que “un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio”.

Exaltación serena de la remembranza íntima con olfato de pena sedimentada y crisantemo sobre fondo juerguista y frivolidad naranja y negra de Halloween. Recordatorio floreado a medio camino entre el pésame y el pláceme. Terror de mentira que da risa, horror postizo de mercromina para el mes existencialista y manriqueño de nuestros abuelos, que se morían en sus camas debajo de la salvaguarda de un crucifijo y le echaban la calabaza al cocido.

El mes más triste duda entre el poso o el gozo de las horas. En la foto que le hagamos para inmortalizarlo no sabremos muy bien si luce mueca cariacontecida o carcajada limpia.

El resto del año los cementerios -donde los toques de queda se perfeccionan- son tumbas con flores, en noviembre parecen flores con tumbas con la esperanza igualmente pendiente de resolución. Aunque la esperanza en esencia nunca se resuelve por mucho que vistamos de frac a los sepulcros. Lo que induce a pensar que la esperanza es indestructible, pura, última y humana a lo divino. Si cabe la posibilidad coherente de la ultratumba, queremos pensar que nuestros muertos viven desconocidos y ocultos como seguidores de Epicuro. Y así lo haremos nosotros llegado el día. Y en esta escatología, con un toque de esperanza y otro equivalente de pesadumbre, nos depositamos en el mes más triste como una flor migratoria que tiende un puente entre dos mundos. Noviembre nos demuestra intuitivamente que el pasado no está muerto, pervive. Nos entrena en el rito iniciático de superponer los tiempos en la contemplación de una lápida. Pasado y presente. El presente, cuentan los cronistas, que se desmaya cada dos por tres en el retrete sórdido de las cifras y los porcentajes. El pasado, aun descompuesto, parece más entero y de carne y hueso. El mes más triste le comunica a nuestros silencios sepulcrales un silencio fino y alto que viene de más allá del mármol y de los epitafios. Un silencio con valor y sin precio, no apto para necios.

Noviembre tiene una careta de ceniza, olor a nicho y primer aceite del año y la calle se feminiza aún más y le crecen castañas como pezones. Somos mamíferos por las mamas, estamos vivos por las mamas; creemos en las castañas mamarias de los puestos callejeros, que nos venden baratito un cartucho de vida. La belleza frente a la muerte. Eros y Thanatos se entrelazan con mayor vehemencia en el mes más triste. La supervivencia le debe mucho a la imaginación, al simbolismo, al hallazgo-consuelo-placebo de la metáfora. “¿Quién habla de victoria? Sobreponerse es todo”. Rilke también se me ha colado entre gladiolos y moltura de aceitunas.

En noviembre a John Fitzgerald Kennedy le volaron la tapa de los sesos y el sueño americano, que es el sueño del mundo, con todo su olor a hipocresía se quedó colgado del aire como una flor sanguinolenta. Pisamos cada día las gotitas que van cayendo al suelo.

En estos días uno se da cuenta de que la democracia auténtica nunca ha apostado por el pueblo, esa abstracción ciclotímica, sino por el individuo que está inserto en ese pueblo. El pueblo se limita a elegirla y sostenerla para que terminen decidiendo los poderes financieros qué destino nos conviene antes de que seamos difuntos. Desde hace tiempo esa está siendo la hoja de ruta, expresión empalagosa que tanto gusta a la clase política.

En noviembre en Coyoacán se muere siempre lánguido y elegante Luis Cernuda. Y él mismo deposita con manos de nieve en las tapias de los cementerios la flor del deseo. Y la del olvido en el mapa mugriento de la realidad. En noviembre el corazón es una cresta de gallo que se exilia de los cuerpos y los calendarios.

En noviembre se muere Franco y lo entierran en octubre. Nos gusta llevar el tiempo hacia atrás por indignación o por réditos electorales, por eso el presente es una entelequia. Los dictadores son vitalicios pero no inmortales. Spain is different y muy melancólica. Siempre le están sangrando las heridas por la perfección anatómica del despecho, como a un Cristo de Juan de Mesa. Y en ese estatismo sangrante de cristo mortuorio, a falta de estatismo (de Estado) con horizonte, sigue perpetuando su proyecto sociopolítico.

Las banderas se desgañitan en el aire respirable por todos y una luz roja y gualda amortaja por las tardes a los días de noviembre. A la patria (sinónimo de hogar) se le  afiló el rictus cadavérico del nacionalismo radical. La dialéctica de las banderas o los plácidos colores como respuesta a la compleja convivencia. Nos postergamos cromáticos y banderizos. Populismo e histerismo es el pulso de la política y de la sociedad. No hay mejor mandato popular que el noble legado de la concordia entre ciudadanos que se reconocen diferentes. Mientras tanto, la democracia ambulante sigue vendiendo por las esquinas en pequeños frascos el ungüento de la consagración constitucional de las libertades y derechos individuales frente a la masa amorfa y enardecida.

En noviembre el enemigo incontrolable y desconcertante continúa siendo el coronavirus. La nueva ola del virus es ya un océano angustioso. Ya no es una pandemia, es un ambiente y una atmósfera, como lo es desde hace tiempo el capitalismo neoliberal.

El mes más triste está escrito en clave camusiana: habrá que ser pesimista en cuanto a la condición humana, pero optimista respecto al hombre.

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